Asumir la memoria desde el otro lado, deconstruir sus proyecciones generacionales desde una metáfora que no podrÃa ser solo sinécdoque simbólica a los ojos de los que no vivimos una sola de las diásporas; metáfora y paradoja a un mismo tiempo: volver sin haber partido nunca. El árbol de los gatos, de Elaine Vilar asalta los núcleos del imaginario del «otro expatriado» (que no es solo aquel que se fue) desde la añoranza, pero no una sola, si no todas, desplazándose desde el centro mismo de la familia y la tragedia personal hasta el papel del intelectual que encuentra un asidero en la otredad a la que te empuja el exilio (fÃsico o existencial), y a la desmemoria y la desilusión que pare esa misma otredad cuando se pretende concretar el nostos y este se nos aparece inerte, justo en frente, daga más que bálsamo, «¿acaso he visto esta daga antes?».
El árbol está repleto de sueños muertos —perdón de gatos— y lo que es lo mismos de discursos que potencian preguntas, que algunos han convenido en decir, nos signan casi tanto como la condición de isla, la maldita circunstancia que Virgilio denunció. Los ciclos de angustia por los que atraviesa la protagonista están dispuestos en un orden creciente de significación, como las ondas que se van abriendo en el agua al arrojar una piedra. Por eso el epicentro es la infancia. La estructura revela un trabajo brillante de la autora: los tres tiempos del drama vital del personaje (niñez-adolescencia-adultez) guardan una serie de microrrelatos que no se dejan de la mano como ideas sueltas (rara avis en la dramaturgia cubana contemporánea), sino que como SÃsifo, se van cerrando en un ciclo que concluye con el retorno, la confrontación de los fantasmas, el quiebre total del ego y la angustia del parto creador (es una poetisa nuestra protagonista). La violencia acompaña no solo la trama sino el tono general de la obra, que más que denuncia o sentencia, es desgarramiento.
¿Tula pudo volver? ¿Zenea se fue alguna vez? Los lÃmites de la ida y la vuelta a un espacio que nunca es más que memoria e imagen, se rompen desde una cartografÃa personal y trágica que retrata una angustia que pareciera no ser cierta, una angustia que asalta incluso a los que nunca se han ido y a los que creen que nunca se podrán ir. Carente de alusiones polÃticas burdas y facilistas, y guiños gratuitos, el réquiem generacional que se desgaja del texto es un llanto honesto, intimista y a la vez vertiginoso.
La puesta en escena, a cargo de un jovencÃsimo Adonis Milán, no se guardó nada de audacia y afortunadamente tuvo la sobriedad suficiente para no rozar la lÃnea que separa una buena puesta en escena de un espectáculo carnavalesco. El preestreno tuvo lugar el dÃa 28 de mayo en un marco que algunos no dudarÃan en llamar periférico, pero que resultó ser más que perfecto: La Cobija; unos pocos corrimos con la suerte de asistir. Los dÃas 31 de mayo y primero de junio formó parte de la cartelera del centro Raquel Revuelta, la aceptación del público se hizo notar; sin embargo, las limitaciones del nuevo escenario cercenaron en gran parte el alcance de la representación tal y como fue concebida por el director, asà que de ahora en adelante me referiré solo a lo que aconteció en el acogedor espacio de La Cobija. La escenografÃa, simple y severa, acumuló la carga semántica sobre los elementos justos: el tanque de agua, el recipiente, el lÃmite marcado, la insularidad; la maleta: no solo viaje, exilio, sino carga, memoria, el peso de las cosas que guardamos y con las que cargaremos siempre; el busto de MartÃ: podrÃa decirse que para un espectador timorato la secuencia del interrogatorio al busto martiano resultarÃa un tanto sacrÃlega, pero se estarÃa haciendo una mala lectura; Martà forma parte fundamental de la carga con la que arrastra la protagonista pero no representa un discurso polÃtico que se cierra a nosotros y asà mismo, representa el umbral de la respuesta última y la imagen activa del intelectual que sufre en el exilio. La interacción con el público es francamente escalofriante, me refiero al nivel de conexión que se entabla con la ruptura no solo de la cuarta pared, sino de todo el espacio personal de aquellos que son interpelados por la actriz, a veces provocativa, a veces recriminante y literalmente agresiva, un poco de leña al fuego —y luzbrillante y gasolina y TNT. El final es un asalto directo a la audiencia no apto para cardÃacos (Spoiler de cortesÃa: que levante los pies el que todavÃa se pueda mover y no desee mojarse).
Dos autores y con ellos sus respectivos intertextos son aludidos explÃcitamente: Gertrudis Gómez de Avellaneda y Virgilio Piñera, quedan asà señalados los dos núcleos semánticos principales del discurso del personaje; asà como, los dos momentos claves para entender su evolución. Virgilio es la angustia de la insularidad, el ahogo, el afuera imaginado, el agua que rodea la isla y lo hace sentir encerrado. Tula es la añoranza, la nostalgia (nostos-volver, algia– dolor), el exilio, y el enfrentamiento con la imagen de lo que se ha quedado y lo que se vuelve a ver una vez acontecido el anhelado regreso. Ambos autores forman parte del constructo del personaje no solo a nivel intertextual por sus poemas citados («Las siete de la tarde», «Al partir» y «Regreso a la patria», respectivamente) sino por sus experiencias vitales y por cómo han devenido en sÃmbolos que a menudo reaparecen en las más disÃmiles manifestaciones de las generaciones jóvenes del arte cubano (diaspórico o no). Adonis Milán ha sabido capturar y concretar el aliento de un texto nada sencillo, y lo ha hecho con suma elegancia y madurez.
De la actuación de Aymeé Reynoso no sabrÃa qué decir, pues temo que cualquier adjetivo sea impreciso, que cualquier alago no haga más que rebajar a los ojos de los lectores una performance tan visceral. En las palabras del director «…el trabajo con ella fue tan intenso que luego de cada ensayo nadie podÃa acercársele por al menos 30 minutos». La imagen con la que cerró el preestreno es perturbadoramente imborrable: Aymeé aferrada al tanque de agua, casi convulsionando, en un estado catatónico de shock, el director y la autora sobre el escenario tratando —sin éxito— de hacerla volver en sÃ, para que recibiera los aplausos de un público que no acababa de comprender lo que habÃa sucedido. Moliere dijo que «… ante la grandeza y la verdadera belleza del arte, el silencio es el único cumplido posible.»
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Excelente espectáculo. Felicidades a la dramaturga y a la actriz. Muy buen trabajo del director. Ya conocÃa una puesta anterior con el mismo texto de Elaine. Creo que la llevó a cabo Ysmercy Salomón.