Algo más que palabras

El 30 de junio de 1961 quedó definida la política cultural del proyecto social cubano, tras el debate polémico de Fidel con escritores y artistas en el Salón de Actos de la Biblioteca Nacional. Su discurso —conocido como Palabras a los Intelectuales— estableció en una frase el camino: «[…] dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución nada».

Todavía hoy perdura cierta obsesión por descubrir el sentido real de aquel enunciando, que en ocasiones se asumiría como decreto para desconocer o censurar la obra de varios creadores. Sin embargo, la relectura de este acontecimiento muchas veces relega a un segundo plano los argumentos, hechos e intenciones que le antecedieron.

Fernando Martínez Heredia, Premio Nacional de Ciencias Sociales, recuerda que entonces «salían legalmente por el aeropuerto hacia EE.UU. casi 60 mil personas en tres meses. Es decir, un sector que podía viajar en avión se marchó, horrorizado ante la victoria de los revolucionarios en Girón. El 1ro. de mayo desfilaron los milicianos desde el amanecer hasta la noche. Una semana después, fue nacionalizada toda la educación […]. La administración de las grandes rotativas había pasado a la Imprenta Nacional de Cuba desde marzo de 1960; entre mayo y los inicios de 1961 desapareció o fue nacionalizada la mayoría de los medios de comunicación de propiedad privada».

Similares cambios acontecían en el ámbito de la cultura, pues además del desarrollo de la Campaña de Alfabetización —considerada la revolución intelectual de la época—, surgieron el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), la Casa de las Américas y la Orquesta Sinfónica Nacional; ello como parte de un proceso de institucionalización que buscaba dejar constituida la Asociación de Escritores y Artistas, finalmente la Uneac.

En ese contexto, la decisión del ICAIC de no exhibir el cortometraje PM (firmado por Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal) sentó un incómodo precedente en la discusión sobre libertad creadora, tema preocupante ante el lícito temor que suscitaba la posible imposición del control político del contenido de las artes, propio del llamado realismo socialista existente en la URSS.

Al respecto, Fidel señaló que «la Revolución defiende la libertad; que la Revolución ha traído al país una suma muy grande de libertades; que la Revolución no puede ser por esencia enemiga de las libertades; que si la preocupación de algunos es que la Revolución vaya a asfixiar su espíritu creador, que esa preocupación es innecesaria, que esa preocupación no tiene razón de ser».

Ya en otro momento de la alocución, el líder guerrillero sostenía sus ideas con mayor lucidez: «La Revolución […].debe actuar de manera que todo ese sector de artistas e intelectuales que no sean genuinamente revolucionarios encuentre dentro de la Revolución un campo donde trabajar y crear […] tenga la oportunidad y libertad para expresarse, dentro de la Revolución.

»Esto significa que dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos y el primer derecho de la Revolución es el derecho a existir y frente al derecho de la Revolución de ser y existir, nadie […].Creo que esto está bien claro: ¿Cuáles son los derechos de los escritores y artistas revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución ningún derecho».

La arbitraria subjetividad de quienes determinaban los «derechos» o fijaban los límites de lo «revolucionario», provocaron luego serias torceduras a la vida cultural de la nación, afectada por prohibiciones sin vínculo alguno con el esfuerzo creativo que había llevado a la materialización, en aquellos años, de hitos aún entrañables: el estreno del filme Memorias del subdesarrollo, la presentación del libro Biografía de un Cimarrón y la fundación del Movimiento de la Nueva Trova.

No podría explicarse en un escenario tan diverso el rechazo a las obras Fuera de juego, de Herberto Padilla y Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat;, ganadores del premio literario de la Uneac en 1968, institución que publicó ambos libros, dejando constancia de su desacuerdo con el criterio del jurado, al estimar que eran «ideológicamente contrarios a la Revolución».

Tras el Congreso de Educación y Cultura en 1971, las circunstancias se complejizaron. El Consejo Nacional de Cultura (CNC) pasó a ser dirigido por personas distantes al «universo» artístico, lo cual condujo no solo a una ruptura de los nexos, sino al desempeño de una política anticultural durante la primera mitad de la década del 70, etiquetada por Ambrosio Fornet como el Quinquenio Gris.

«Era una situación clara de antes y después: a una etapa en la que todo se consultaba y discutía —aunque no siempre se llegara a acuerdos entre las partes—, siguió la de los ucases: una política cultural imponiéndose por decreto y otra complementaria, de exclusiones y marginaciones, convirtiendo el campo intelectual en un páramo».  

De este modo, a unos 20 poetas —por ejemplo— se les impidió publicar en revistas cubanas, entre ellos: Miguel Barnet, Nancy Morejón, Pablo Armando Fernández, Fina García Marruz, José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Víctor Casaus…; un grupo nutrido que de 1971 a 1976 tampoco tendría la posibilidad de editar sus libros o textos.

Según reconoce Fernando Rojas Gutiérrez —actual viceministro de Cultura—, «las consecuencias de tales normas  […] dejarían una huella duradera en la población, que se perdería por buen tiempo una parte importante de la producción cultural de vanguardia. La cuestión, si bien fue resuelta en términos de definición de política en el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba en 1975, se prolongó por más tiempo. Fue más sencillo rectificar el error programático en los documentos políticos que eliminar las prácticas asociadas a aquel».

Aun cuando gran parte de los absurdos tomaron como adarga a Palabras a los Intelectuales, la trascendencia del discurso de Fidel no debería circunscribirse a su aberrante aplicación inicial, porque cuanto en realidad lo motivaba era el propósito de ser brújula, en la justa aspiración de situar la cultura al alcance y disfrute del pueblo. No revelan las bifurcaciones el aliento de ese principio, acaso comprensible solo en su literalidad: «dentro de la Revolución, todo»; absolutamente todo.

 

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