El agua ciñe nuestra condición de Isla, en y desde la teatralidad. Porque escribir para el teatro, y ser teatro, es también compartir la condición del espacio cerrado, de lo que no volverá, de la idea —la maldita obsesión—que tenemos de un regreso.
Nuestra memoria cultural (ser jóvenes) nos brinda el prodigio de imaginar que existen otras tierras, idealizamos ese Más Allá de los silencios: en nuestro árbol maúllan, cantan, resuenan los gatos como las campanadas del apocalipsis. El teatro vive, respira bajo ese árbol. Intenta no ahogarse como los cuarenta y nueve gaticos de la fábula. El teatro pide una hermosa patología de útero para las Navidades y luego exige la quimio (junto a una gorrita moderna). Los jóvenes, a veces, queremos repetir a gritos que nada está a salvo, ni siquiera nosotros, ni siquiera nuestra capacidad para cerrar los ojos. Seguimos imaginando mejores tierras y olvidamos que el mar nos circunda; que desde el vino amargo y la paciencia hemos intentado construir múltiples historias.
Perséfone Teatro —desde su juventud— nos invita a subir, a escalar las ramas de esta ceiba llamada El árbol de los gatos. Podría también nombrarse casa, familia, generación, violencia, país, sobrevivir, luchar, conquistar, isla. Podría usar cualquier otro nombre: teatro, escena, platea, público, actriz, director, dramaturga. Podría transmutarse en maleta, en un busto de Martí, en un gatico ahogado y una madre que, en un home norteamericano, ríe por cualquier cosa. Esta obra es una Muchacha Cualquiera y un tanque oxidado que se llenó cubo a cubo en tiempos de sequía. Toda esta metamorfosis no es un hecho efímero ni una realidad paralela que se ha querido compartir desde la escena, sino otra de las puertas que conducen AL MUNDO.
Cada fin de año, la familia cubana saca —de los maletines del olvido— algunas tradiciones ingenuas que, supuestamente, garantizan el éxito de un ciclo terminado y de otro que se avecina. En manadas, salen las personas a la calle a dar la vuelta a la manzana con una maleta-arrastra-sueños. Se lanza un cubo de agua hacia las avenidas. Que se vaya todo lo malo, repiten los viejos y los jóvenes. Se tiran bengalas. Se grita y se comparte el vino, el ron, la carne, en una comunión de viejas lides, no por conocidas menos abstractas. Repito: el agua se arroja hacia la calle y la gente confía que arrojando cosas al agua, que arrojándose al agua (o a cualquier sucedáneo que las sustituya) será feliz, tendrá un buen año, se quemarán las maldiciones del pasado.
Así, se han cruzado fronteras. Hemos perdidos amigos. Olvidamos a la familia. Somos desconocidos en otras tierras. Así paleamos nieve. O lanzamos despojos al mar como si fueran monedas de la buena suerte. O elegimos escribir para salvarnos. O elegimos hacer teatro para salvarnos. Y yo digo que no es una decisión. Que el olvido no se elige, como tampoco la escritura o el deseo de estar allá arriba, pronunciado un discurso ajeno, en un momento ajeno, para desconocidos que buscan, de alguna manera, comulgar con la realidad.
Nosotros, jóvenes tal vez o no, nacimos en la desmemoria. Algunos se han rendido a ella. Otros quisimos abrir los ojos y elegimos la ruta de Alicia en el País de las Maravillas (caer agujero abajo) o la famosa píldora del no-retorno de Neo en La Matrix. Cuando despertamos, el mundo había quedado reducido a una batería. Y el ser humano era esa misma batería, solo que oxidada luego de tantos años estar bajo el agua, en ese tanque viejo del vecino. Pero ya éramos memoriosos y, aunque quisimos cerrar los ojos nuevamente, no podíamos volver a ser baterías ni homúnculos.
Por eso, quizás, elegimos el teatro.
El árbol de los gatos no se erige provocación, no busca la cicatriz de los recuerdos. Existe porque sí, en un momento en que era necesario existir. Una Muchacha Cualquiera aparece, por momentos, transformada en una Gertrudis otra, una Tula otra, ya no la buena versificadora, ya no la mujer que recita «Al partir», ya no la madre de una niña muerta. Pero aún así, esa Muchacha, esa Tula, sigue siendo mujer y poeta. Podríamos decir, entonces, ser humano. Desde su realidad, que es también la nuestra, dialogamos con la memoria a través de la escena: tempestad e impulso.
Otros barcos más sólidos no han llegado a tierra y todos, en algún momento, hemos sentido que el mar nos acompaña junto a sus muertos incontables —simbólicos o reales. Porque el mar es la esencia de quien vive en una Isla aun cuando intenta irse.
¿Puede uno marcharse? ¿En realidad se puede? Si tú sabes esa respuesta, levanta la mano y grita. Dilo, pronuncia el encantamiento. Enséñanos a partir. Nosotros ya escogimos la píldora de la memoria y estamos condenados a quedarnos. Si tú lo sabes, quizás entonces tengas tiempo de subirte en lo más alto del árbol y junto a los otros que se encuentran allá arriba, podrás entonces mirar al mar y saber la angustia que se esconde tras la renuncia.
Ay, Cuba, ¿se puede? ¿Se podrá algún día? Si tú, como yo y como tantos otros, no sabes esa respuesta, entonces tienes la opción de quedarte. Olvida la píldora de la memoria. Lanza tu cubo con agua hacia las avenidas. Piensa que vendrá un mejor año para todos. Los sueños, dicen por ahí, a veces se hacen realidad.
* Este trabajo pertenecen a las Notas al programa de la obra: El árbol de los gatos, de Elaine Vilar Madruga, 15 de mayo del 2016 (N. de
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