«Recuerda que si estás todo el tiempo con la nariz enfurruñada, rezongando como un buey, no podrás sentir el olor de los almendros», así le dice la madre al joven Ernesto —protagonista de la noveleta La sombra de los almendros, del joven pinero Daniel Zayas, premio Calendario 2015—, y este será uno de los últimos consejos que escuchará de su madre. Frase metafórica que se convierte en una de las mejores ideas que deambulan este texto, donde seguiremos a un adolescente que intenta sobrellevar lo duro de sus días.
La Isla de Pinos, que no de la Juventud, es el escenario donde transcurre la vida de este joven, que con la muerte de su madre perderá también la capacidad de sentir los olores de su isla. En este plano es interesante como estos símbolos: madre e Isla, comparten una simbiosis de afectos en el protagonista desde el propio inicio de la historia: «El olor que antes se filtraba, desde la puerta de lata hasta mi nariz, se ha ido como otras tantas cosas que por más que busco ya no encuentro en esta isla».
Esta noveleta comparte, en alguna medida, con las narraciones de Nersys Felipe (Cuentos de Guane, Román Elé, entre otras), el empleo del olor como una repercusión sicológica que nos guía por el recorrido dramático del texto y al mismo tiempo genera atmósferas conmovedoras.
En cada capítulo, Ernesto se enfrenta al gran conflicto que presuponen las pérdidas o lo efímero de las cosas esenciales. De este modo, los almendros, la madre, la glorieta del parque, los versos de François, Virginia McCullers y otros tantos, serán abstracciones simbólicas que representan el encuentro con lo precario.
Todo lo esencial va desapareciendo de su vida: su padre, el propio día de su nacimiento, cuando «salió a buscar a la partera y no volvió»; su madre, a quien ni las aguas milagrosas de Santa Fe consiguieron devolver la esperanza, muestra palmaria de «que la magia también puede dar la espalda»; los McCullers, perdidos en la maleza de la desmemoria, de fábulas que no consiguen atrapar sus rastros; François —alter ego del poeta Paco Mir—, quien antes de marchar, «quizás a otra isla», envuelto en un «olor de rosas», dejó en el viento sus últimos versos:
«Acabará mi vida
licenciosa de guitarras y coros
perseguido por la fama de los patios
y el fracaso de una puesta sin candilejas
que hizo reír cuando intenté contar mis agonías».
Todo es transitorio en la vida del adolescente que, en la misma medida que transcurre la historia, se percata —como la Loynaz— de que su Isla de Pinos: «es, pues, lo menos firme, lo menos tierra de la Tierra.»
Cada acontecimiento va gestando en el protagonista una evolución moral, psicológica, y es que La sombra de los almendros se inscribe también en la tradición de las novelas de crecimiento —conocidas como Bildungsroman— en las que los o el protagonista inicia(n) una transición evidente hacia el final de la historia, en la que irremediablemente ha(n) crecido en juicios axiológicos. Y es que a pesar de su enfrentamiento a los sucesivos abandonos, Ernesto conocerá el precio de la amistad (con el Ñéquere y Pablo, dos presos escapados del Presidio Modelo); y el amor, a través de Rebeca (con la que conformara el equipo del Caballero Amarillo y La Dama del Palo); quienes le harán reflexionar sobre la necesidad de emanciparse, luchar contra los miedos y crecerse como un héroe.
Historia llena de lirismo y paradójicamente, también de apegos y una profunda nostalgia a un pedazo de tierra que tiene «la maldita circunstancia del agua por todas partes»… doblemente. Encontramos sensibilidad y sutilezas, construidas por un autor que muestra su talla de poeta, construyendo oraciones que por su belleza resultan memorables.
El joven Ernesto, «criatura de isla», le tocará vivir una realidad angustiosa, y tremenda será la decisión que tomará. Pero a pesar de tanta levedad, sus recuerdos y sus olores perdidos lo llevarán a buen puerto. A uno donde logre desenfurruñar su nariz… así quiero creerlo.
Tomado de: http://esquife.jimdo.com/a-la-sombra-de-los-almendros-el-olor-de-la-isla/
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