Evelin Queipo Balbuena
Éramos el primer grupo de jóvenes con sueños de artista que íbamos a San Juan y Martínez con el único objetivo de visitarla; porque mucho lo había soñado nuestra filial camagüeyana de la AHS.
El viaje estaba pensado para muchos meses antes, pero no pudo ser por razones elementales. Y luego, como quien consigue a toda costa su sueño porque sabe que es bueno, nos fue concedido lo necesario de lado y lado. Pues nuestra hermana filial de Pinar del Río también hizo lo suyo para que nuestra visita sucediera.
Salimos en la mañana del 15 de abril. No portábamos fusiles ni íbamos a defender el territorio nacional, pero llevábamos canciones de amor y de paz, profundas ideas en nuestras gargantas; llevábamos un poema en la mente y un lienzo en la axila, pidiendo llenarse de luz. Y llevábamos, por si hubiera sido necesario disparar, guitarras por metralla, lápices por fusiles, pinceles por pistolas. Nos creíamos los dueños del camino y del destino también.
A la mañana siguiente, después de transitar más de veinte kilómetros por la “Ruta del habano”, llegamos a San Juan y Martínez, un pequeño pero muy urbanizado municipio de paso, sito entre Pinar y Guane, cuna de los hermanos Saíz. Vimos con asombro cuán pequeña es la casa donde todo comenzó. Las pertenencias de Luis y Sergio estaban perfectamente conservadas. Desde los primeros mechones cortados, hasta los zapatos que habían usado en la mañana, poco antes de los trágicos sucesos del 13 de agosto de 1957. Habían trascurrido casi sesenta años y aquella casita parecía detenida en el tiempo. Cada mueble, cada detalle de las habitaciones había sobrevivido intacto para la posteridad.
Hubo entre nosotros, de los más sensibles presumo, quienes parecían como electrizados. Hubo quien se sacudió más de una vez, preso de energías inexplicables y quien me susurró al oído que sentía presencias ausentes. Yo, forjada en un materialismo tenaz, no pude sino pensar que se trataba del más humano sentimiento que solo las almas virtuosas son capaces de recibir.
Una joven muchacha, de una habitación a otra, iba narrándonos la leyenda que envolvía cada objeto, y por qué había algunos que nada tenían que ver con la decoración antigua. Esos eran presentes que Esther había decidido incorporar.
¿Pero dónde está la pieza mayor de este museo, la más brillante de todas, la más antigua, la de más valor?
Esther Montes de Oca había sido llevada al hospital días antes de nuestra visita. Sus 105 años comenzaban a pesarle demasiado sobre la espalda. “¿Podemos verla?”, preguntó alguien inquieto. “Creo que sí —fue la respuesta— pero ustedes son muchos y una sala de hospital es pequeña. Allí hay espacio para pocos y Esther está delicada”.
A pesar de ser una difícil decisión, pronto se supo quiénes irían. No es preciso mencionar nombres, porque fue como si todos los jóvenes artistas de Cuba hubiesen estado allí. Cansada, con el rostro inexpresivo de quien se despide, la vimos recostada esperando el almuerzo. No habló más de dos palabras y no sé, a ciencia cierta, si ella nos vio. Pero a nosotros se nos quedó para siempre su cara en la memoria, porque cuando un ser humano es así de grande, se sobredimensiona en el tiempo y el espacio. Se hace cada vez más mayor, y un día resulta imposible que quepa en el humilde nicho que los mortales hemos construido para recordarlos.
Así de tristes nos marchamos de aquella sala de hospital, no sin antes haber estado en la misma calle donde 59 años atrás asesinaron a Luis y Sergio por el solo hecho de pensar en Cuba, sentir a Cuba, hacer por Cuba. Una Patria que estará eternamente vestida con la sangre de sus hijos. Nos fuimos tristes a pesar de haber tenido a la mejor de todas las guías, a la más conocedora y también la más emotiva. Nos fuimos trises de San Juan, a pesar de que todos allí nos brindaran su casa y su plato, tan solo porque la pieza más bella del museo no estaba en su sitio.
“Creo que hemos sido oportunos”, me dije. Pero también recuerdo que pensé en que quizá era solo una recaída y pronto ella estaría otra vez en su casita-museo.
A la noche siguiente, durante la comida, vimos con expectación el juego de pelota entre Ciego y Pinar. Se trataba del último partido, de aquel que definiría el ganador del play off del año. En vilo estábamos, pues aunque la sangre de Agramonte nos hervía en las venas, queríamos que ganara Pinar. El juego parecía definirse en favor de los avileños, pero nada era seguro; habían transcurrido pocos inings. Entonces nos llegó la noticia: en horas de la tarde del 17 de abril falleció Esther Montes de Oca, la madre de los hermanos Saíz, la madre de todos los jóvenes artistas.
Dicen que siempre se sintió así; que en sus momentos de lucidez declamaba poemas, contaba chistes y hacía bromas. Estaba acostumbrada a recibir a los muchachos de la AHS, como nos dicen; eso era algo cotidiano para ella. Por eso me negué a guardar celoso luto, como nos habían orientado. Y desde muy adentro de mi garganta, canté 105 canciones que nunca nadie oyó. El equipo de beisbol de Pinar cayó ante Ciego. Su muerte había sido un presagio.
Esa noche nadie durmió bien. Creíamos que, de un momento a otro, nos mandarían de nuevo a San Juan para despedirla con una cantata o guardia de honor. Pero se hizo el silencio. Al amanecer fuimos a la funeraria. El pueblo entero de San Juan estaba presente, desde los más jóvenes estudiantes de secundaria hasta aquellos ancianitos que la conocieron y fueron hasta allí para rezarle una última oración. No hubo cantata pero hubo guardia de honor por turnos breves: eran varios los que querían cumplirle.
En masa fue el pueblo de San Juan, y nosotros, sus hijos a despedirla al cementerio. De vuelta a casa, derrotada y disminuida en lo más hondo, pensé en mi padre que también abandonó este mundo. Pensé en cuánto dolor puede llevar un alma dentro. Entonces, escribí estos versos:
A Esther y a mi padre,
porque: “Nadie es una isla, completo en sí mismo (…).
La muerte de cualquier hombre me disminuye”1.
“¿Por quién lloran las campanas?”
Me preguntaron un día.
Yo de ignota no sabía
de respuestas tan arcanas,
y cuando tuve cercanas
las Moiras entonces vi
que no doblan porque sí,
no es inútil su tañido,
justo ahora que te has ido
sé que lloraban por mí.
1 John Donne.
La Habana, 18 de abril de 2016
Tomado de: www.ahs.pprincipe.cult.cu
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