Sigrid y Brünilda, desde La Luz

Resulta más bien inusual que la literatura escrita para niños y jóvenes encuentre espacio —se le haga espacio— en actos formales, pensados para lectores adultos o en publicaciones a este dirigidas, salvo algunas muy especializadas (En julio como en enero, una zona de Chinchila), pese a ser los mayores quienes deciden en definitiva el acto volitivo que constituye la compra de un libro (para sí o sus hijos). Por ende, no es tampoco frecuente que quienes solemos ocuparnos de su promoción pensemos textos más o menos críticos sobre los libros infantiles, sino más bien en una manera otra de ofrecerlos directamente a los niños, acudiendo a un estilo lúdicro, informativo, ligero.

Sin embargo, Ediciones La Luz me pide hacer la «presentación en sociedad» de su joven Hilda, especie de noveleta con que Sigrid Victoria Dueñas (y por su dedicatoria me atrevo a sospechar sus motivaciones) lanza opiniones e ideas en torno a un tema que a todos nos visita de vez en vez, y que es mirado cada una de estas veces de modo diferente, incluso por un mismo individuo, según el momento de la vida en que nos asalte y el modo en que lo haga: la muerte.

Si nos atenemos a la nota promocional, pudiera pensarse que la lectura nos llevará por los caminos del equívoco, la aventura, el choteo cubano quizás, en que se verá envuelto un personaje de la mitología nórdica caído abruptamente en La Habana de hoy, ¡en un solar de La Habana!, y el primer capítulo nada desmiente, salvo que la niña venida de Europa parece demasiado humana para ser una valkiria, aunque muy madura y hasta quizás algo severa si nos atenemos a la edad que aparenta, cualidades que, sin embargo, no la hacen inmune a la amistad que le ofrece Raúl, el otro protagonista, adolescente habanero que habita el cuarto contiguo al suyo en el solar y que peca de lo contrario, pues parece ser demasiado ingenuo e inmaduro para su edad.

HildaJusto en las líneas finales del capítulo aparece, imprevista como tanto suele hacerlo, la muerte, y con ella una muda en el nivel de la realidad que convierte a estos personajes en otros, sin dejar de ser ellos, contaminando con el cambio sus acciones y actitudes sucesivas.

A partir de ahí cobra significado ese segundo párrafo de la contracubierta y empezamos a recibir «un certero mensaje de aliento sobre la virtud de enfrentar el dolor y la muerte con ese coraje que dignifica la condición humana».

Y no es que sea tema este desacostumbrado en la saga infantil cubana. Presente ya en algunas de las entregas martianas para sus/nuestros niños de América, lo mismo que lo está hoy en la obra de autores como Luis Cabrera Delgado o Nersys Felipe, por solo mencionar dos, paradigmáticos; es que Sigrid Victoria lo trata con claridad singular, de modo directo y descarnado, y sin embargo no lastima —aunque duela— porque consigue investirla de la naturalidad que, siéndole inherente, seguimos ignorando de forma sistemática y deliberada, y también porque, todo el tiempo, explícitamente o no, contagia los sucesos narrados con un hálito de esperanza, de renacimiento y permanencia.

Todo parte, quizás, de la manera de morir de estos personajes, ya sea haciendo deliberadamente el bien en actos heroicos de los cuales, por sus características y accionar anteriores no parecían capaces; ya por el estoicismo —nacido tal vez de la necesidad de proteger a los que se quedan— con que enfrentan el sufrimiento, o simplemente porque, pese a aparentes intolerancias o resabios, supieron conformar una familia funcional y por lo tanto hacerse querer de ella.

Para reafirmar el sabor optimista del relato, el último episodio, pese a quedar inconcluso, nos deja la certeza de que este nuevo candidato a ser transportado por la valkiria… ¿al Valhala?, logrará permanecer entre los suyos y alcanzará a regenerarse en la vida presente, salvado por sus propios sentimientos.

Un libro «raro», diría yo de este Hilda de Sigrid, si el vocablo no resultara aquí de significación ambigua, pero sí puedo asegurarles que es todo él un canto a la valentía del hombre —y la mujer— común, a la tolerancia, y más que eso, a la aceptación del otro a partir de la comprensión de sus actitudes y los resortes que las provocan; y un libro increíble, sí, si tenemos en cuenta la juventud de su creadora (no rebasa los 35), quien, utilizando con precisión de orfebre los recursos narrativos, crea sicologías y ambientes que nos dejan una lección inobjetable de vida.

No puedo menos que agradecerle por ello, como a La Luz conminarme a leer Hilda, cosa que hice con fruición, de punta a cabo en poco menos de dos horas, gracias también a la impecable edición de Adalberto Santos y a un diseño, de Frank Alejandro, puesto, como debe ser, en función de facilitar dicha lectura, cosa que le sugiero haga, y enseguida querrá brindarlo a sus hijos, a su pareja, a sus amigos y hasta alguno que no lo sea, por necesitar, precisamente, fijarse más en ciertas conductas que le ayuden a mejorar la suya. Para eso son también, en definitiva, los buenos libros.

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