Volumen I
¡Donde hay Clara no hay fantasmas!, aunque la beca esté oscura y se acabe la merienda
La conversación con Clara de la Caridad transcurrió serena, mientras el ISA permanecía como un testigo inmutable, o quizá pendiente de cada una de nuestras palabras. La hierba se derramaba formando un manto salpicado de hojas, había olor a tierra mojada y a protector solar. De un lado, la maleza queriendo devorar de una vez la arquitectura trunca del gusano de Música, y del otro la beca, con su estilo constructivo Girón. Las cúpulas de la Facultad de Artes Visuales podían verse a lo lejos, las guaguas Transtur pasaban con un sonido difuso rumbo a la recién restaurada Facultad de Música. En aquel paisaje, no podía adivinarse la Facultad de Arte Teatral; sin embargo, esa mañana también se habló de teatro.
Empecemos con la pregunta cliché: ¿cuándo y cómo descubres tu vocación por el teatro?
Te respondo con un cliché: desde niña. Desde que estaba en el círculo infantil cantaba «Vinagrito es un gatico…». Después mi mamá me llevó a varios lugares, entre ellos a la Casa de la Cultura de Artemisa. Mi papá fue jefe de Cultura en la Escuela Interarmas de las FAR General Antonio Maceo, allí tenían un teatro muy grande y él me llevaba en las vacaciones. Yo corría por el escenario, veía en las actividades cómo los cadetes sustituían sus uniformes militares por disfraces, eso me divertía mucho. Mi mamá me cuenta que yo siempre me ponía su ropa, y actualmente me dice: «¡Tú antes eras más artista, porque ahora siempre te pones la misma ropa!». (Risas). Realmente soy tímida, aunque en el escenario parezca extrovertida. Cuando niña era más atrevida en ese sentido, yo me sentaba con el vecino y cantábamos: «Los marcianos llegaron ya…». Aunque decirlo sea un cliché es la verdad, así empiezan muchos artistas. Mira, Carlos Díaz, cuando era niño, hizo un enanito de Blancanieves (Risas).
Después me presenté en la Escuela Vocacional de Arte en Güira de Melena, me aprobaron y empecé a estudiar guitarra. Pero no me fue bien, extrañaba mucho a mi familia y no avanzaba en las clases. Estaba en quinto grado, me daban miedo los cuentos de terror que hacían. Casi no comía, ni siquiera lo que mi mamá me traía de la casa.
Ciertamente, estabas muy depre.
Sí, la verdad. Ya yo estaba depre con nueve años, imagínate ahora. (Risas). Así que cogí mi pañoleta y continué el quinto grado en una escuela normal en Artemisa, mientras tanto seguí las clases de guitarra con un profesor particular. A los pocos años, mi papá hizo una gira con los cadetes por Cienfuegos y Villa Clara, y me fui con ellos. En esa gira cantaba y hacía una payasita con él, a veces nos presentábamos en cumpleaños; fue muy importante esa experiencia con un público delante. Cuando tenía 15 años me presenté a las pruebas de la ENA en Caimito, mi regalo de cumpleaños fue saber que había aprobado.
¿Qué me cuentas de Carlos Díaz y Clarita?
Te contaré algo muy gracioso. Cuando tenía 11 años, pasé con mi papá en una guagua por delante de El Trianón. Había un cartel gigante que decía La Celestina. ¡Me impresionó tanto aquel cartelón! Recuerdo que a mi papá le dijeron que esa obra estaba buenísima. Reaccioné muy entusiasmada, pero él me dijo que yo no podía verla porque estaba muy fuerte y había desnudos. Así que aunque no conocía a Carlos Díaz, ese fue el primer destello que tuve de él, la primera provocación.
El primer espectáculo que vi de su compañía El Público fue Santa Cecilia de La Habana Vieja, por Osvaldo Doimeadiós, ¡quedé fascinada! Después vino mi graduación de la ENA con la obra El otro cuarto, un texto del dramaturgo polaco Zbigniew Herbert. Al principio se valoró la idea de evaluarme en televisión porque en ese momento estaba grabando con Mariela López la serie Mucho ruido. Pero yo quería que fuera con un espectáculo teatral. Ya había empezado mi relación con el actor Yanier Palmero y él trabajaba con Carlos; así que Palmero y yo tuvimos un mes para preparar una propuesta de El otro cuarto y presentársela a Carlos Díaz. A él le gustó y al mes siguiente la estrenamos en El Trianón. Fue la primera vez que me subí a ese escenario. Carlos Díaz me dio una calabacita durante los ensayos para el personaje que yo hacía, y después me la regaló. A partir de ese encuentro empecé a querer mucho a Carlos, y lo querré siempre.
En el primer año del ISA, hice La otra orilla con Alexis Díaz de Villegas. Esa obra espiritualmente me cambió la vida, transformó mi conexión conmigo misma, aprendí a hacer yoga, recuerdo los entrenamientos intensos, las lecciones de Villegas. Con ese espectáculo me abrí a nuevas formas de entender el teatro. Fue mi primer desnudo y estaba muy asustada, pero lo hice. Era teatro arena, con todo el público a nuestro alrededor.
Cuando Carlos Díaz me vio leyendo la carta de Hedda G me dijo: «te vi haciendo de pionerita, me gustaría que en Noche de reyes interpretaras una pionera». Era un espectáculo a partir del original de William Shakespeare. ¡Disfruté tanto esa experiencia! En la función número 100 había tanta alegría en el escenario, estaban todos los actores que lo habían hecho, todos los dobles. Pero esa era la última función: es lo que sucede con el teatro, uno se despide constantemente.
En esa obra dijiste la célebre cita: «¡Pero Nemesia no llora!».
Sí, la primera idea de Carlos fue que me vistiera como pionera, pero al final mi vestuario era una marinerita azul, blanca y roja, eso vinculado a los poemas de Martí: Los zapaticos de rosa y La perla de la mora, además de Elegía a los zapaticos blancos, de Jesús Orta Ruiz.
Después trabajé en Porque los no nacidos también son personas, obra dirigida por Rogelio Orizondo, basada en el texto El nombre del dramaturgo noruego Jon Fosse. Fuimos a Noruega con esa obra. Con Teatro El Público también estuve en el elenco de Ana en el trópico; y en Gotas de agua sobre piedras calientes, texto del cineasta y dramaturgo Rainer Werner Fassbinder y de François Ozon. Recuerdo que al mismo tiempo de estar haciendo Gotas… empezamos el proceso de Perros que jamás ladraron, texto escrito y dirigido por Rogelio Orizondo.
Volumen II
¡Clarita tiene más voltaje que Voltus V!
Háblame de Rogelio y Clarita.
Rogelio… (Pausa). Le tengo mucho respeto, es mi amigo, pero cuando trabajo con él nunca sé con exactitud por dónde anda su mente, puede pedirme cosas que no espero; eso me encanta y me seduce, pero me provoca como un miedito (risas), no sé. A veces me preguntaba: «¿Y ahora qué va a escribir?». Lo conocí en el ISA, el primer contacto que tuvimos fue a partir del texto que escribió para la pionera Hedda G. Era una carta que ella le escribía a su padre y también le hablaba a Voltus V. Yo estaba en segundo año del ISA. Rogelio me preguntó si yo tenía un uniforme de primaria, sabes que a veces cuando uno termina la escuela guarda las cosas, a mí me quedaban la blusa y la saya. También conseguí una pañoleta roja, y me hice dos motonetas. Luego él me pidió que usara un bate de pelota y que me pusiera tacones, para mostrar a una pionera que estaba comenzando a crecer. Antes de hacerlo en la Fundación Ludwig lo filmamos en el ISA, pusimos una olla roja, en lugar de una urna. Dentro tenía panes, caramelos, pellys. Había una piñata que al final la pionera rompía con el bate. Rogelio me explicó que él, al igual que buena parte de su generación, había crecido viendo la película Voltus V, los muñequitos rusos; quería hablar de eso como algo que ya no estaba, pero formaba parte de nuestra generación, y mezclarlo con la historia de su padre. El público se conectó con aquella carta y me sentía muy feliz de usar de nuevo el uniforme de primaria. Mi padre estaba ese día entre los espectadores, fue muy emocionante. Después, la pionera Hedda G tuvo tres cartas más, y también las hice yo.
¿En qué otros momentos y espacios habló la pionera Hedda G?
Las otras cartas no tenían que ver con Voltus V, eran sobre otros temas. Recuerdo que una la hicimos en La Tropical, y esa trataba sobre el reggaetón. En aquella ocasión no llevaba la pañoleta, pero se mantenía el bate, y me hicieron unas ojeras pronunciadas. La última carta la hicimos en la Sala Adolfo Llauradó, en esa presentación rompimos la muñeca a petición de Rogelio. ¡Le caímos a batazos! Eso me dolió mucho, esa muñeca viajó con nosotros a Noruega cuando hicimos Porque los no nacidos también son personas. Desde entonces fue más que un objeto, se convirtió en nuestro símbolo. Recuerdo que Harly y yo le decíamos a Rogelio: «Esa muñeca es parte de nosotros, ¿cómo vamos a destruirla, a matarla?».
Un proceso que disfruté mucho fue el de Perros… Éramos solo tres actores, y cada uno tenía que hablar de sus vivencias: yo hablé de mi abuelo, fue una investigación hacia el interior de cada uno de nosotros, muy personal. En pleno trabajo con el espectáculo sucedió el problema de la beca del ISA. Palmero y yo no teníamos donde quedarnos, por suerte un amigo nos prestó su casa; pero no fue fácil, porque ambos estábamos trabajando muy duro en proyectos que nos interesaban, y de pronto no teníamos dónde estar. En la parte que me sentí más identificada fue con el texto sobre mi abuelo, debía enseñar su foto; y también con el último monólogo, cuando grité: «¡La fosa del ISA!». No tenía decidido decirlo, pero en el momento me salió así.
Un tiempo después, Rogelio me dice que en Alemania querían hacer un texto de él: Ayer dejé de matarme gracias a ti Heiner Müller. A la velocidad de la luz tuve que hacer todos los papeles, empecé a aprenderme el texto y me fui 15 días a Alemania. Allá comencé el proceso con los alemanes. ¡Mi Dios del cielo!
(1) Hedda G (por Hedda Gabler, nombre del personaje que da título a una obra de Henry Ibsen) fue interpretado por Clara de la Caridad González para Rogelio Orizondo.
Fotos: Cortesía de la entrevistada
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