En la trilogía que el cineasta chileno Pablo Larraín dedica a la dictadura pinochetista, No (2012) es una película rara, atípica, si se la compara con las otras dos, Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010). Es una película extraña porque tenemos aquí a un Larraín que habla en códigos de Hollywood, mientras que sus otros abordajes a la tiranía se sustentan en un rechazo frontal de este lenguaje.
Tony Manero resulta una desgarradora parodia de Saturday Night Fever (John Badham, 1977). Ambos protagonistas persiguen la fama por medio de la danza, ambos participan en un concurso de baile, pero al Tony Manero de Larraín le ha tocado irreversiblemente ser la copia del americano, la copia de John Travolta. El protagonista chileno, encarnado por Alfredo Castro —actor que hila la trilogía con personajes bien diferentes pero con un trabajo igual de virtuoso—, es un cuarentón obsesionado con Saturday… y Travolta, que aspira a triunfar precisamente en un concurso televisivo de imitadores.
Este resumen parecería condensar una versión de la historia latinoamericana del siglo XX en la cual el rol de nuestros países ha sido copiar a los estadounidenses para fracasar. Y en los tiempos de Pinochet parece cuajar mejor esta analogía, pues aquí se configura el modelo neoliberal que todavía hoy estrangula en Chile la búsqueda de cualquier alternativa, incluso cuando la izquierda se ha empoderado del Estado.
La escena donde el protagonista de Tony Manero le rompe el cráneo a una anciana por dinero y, básicamente, por amor al arte; golpea con dos lecturas de aquellos tiempos más elocuentes que cualquier discurso. La primera es la impunidad de un asesino en serie en un contexto de muertes donde el mayor verdugo es la autoridad. La segunda, igual de escalofriante, es que, al ser un bailarín quien ejecuta los crímenes, el arte en su sentido más amplio y sublime parece condenado a ser una institución despiadada y retorcida. De hecho, la televisión comercial y su forma particular de comunicación comienza a interesar aquí a Larraín como objeto de análisis para resurgir, ahora con mayor detenimiento, en No.
Visto así, el propio Pablo Larraín ofrecería los argumentos con qué condenar su No, que viene a cerrar el triángulo. Y el Oscar a la Mejor Película que recibiera serviría para tasarla definitivamente como una copia más del estilo Hollywood, una excelente copia —porque la Academia de Cine Americana no premia basura—, pero copia a fin de cuentas.
No sería otra de esas historias de comunicación didáctica que uno se encuentra a miles en la cartelera. Su protagonista, a cargo de Gael García Bernal, devendría otro de esos que se lanza a un proyecto irrealizable con estrategias de triunfo que todos los personajes del filme califican de chifladas; pero que al final, después de unos toques mágicos del director, termina cumpliendo su cometido, para gusto del público.
Esta sería una manera de entender el filme. Y así la han entendido muchos: como una película que aborda la dictadura de Pinochet valiéndose de estrategias de probado éxito comercial. Pues, a quién si no a un loco se le habría ocurrido realizar una campaña para derrotar a Pinochet cuando el propio Pinochet fue quien dio el permiso para realizarla, cuando los partidos de la oposición prefieren aprovechar los pocos minutos televisivos que les ofrece el dictador no para derrotarlo sino para denunciar sus crímenes —en vista de que lo primero parecía imposible—. Para colmo, a quién se le ocurre desplegar una campaña contra Pinochet basada en un concepto como la Alegría, así con mayúsculas… con un eslogan como “Chile, la alegría ya viene”. Como se ha dicho, esta sería la típica historia hollywoodense del protagonista soñador que lucha contra el mundo y prueba al final haber sido siempre un loco objetivo y realista, por mucho que aquí se exponga una paradoja.
Un filme de este tipo parece Hollywood, huele a Hollywood. Y más, cuando el director convierte a su protagonista en un padre modelo, cuando dibuja con la habilidad artesanal del Nuevo Hollywood una subtrama doméstica con un hijo y una mujer que oxigenan los debates políticos del personaje de Gael. Y más aún, cuando Larraín renuncia a las escenas de poco diálogo que prevalecen en sus películas anteriores, para abrazar parlamentos declamatorios, debates políticos llenos de tesis explícitas y bastante masticadas…
Sin embargo, No, también ganadora del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, está lejos de ser todo esto que aparenta. Resulta imprescindible comenzar notando que si los dos primeros filmes de la trilogía (en especial Post Mortem) analizan la impronta de la dictadura sobre ciudadanos aparentemente comunes, en las vidas cotidianas que no interesan a la Historia pero sí a esta nueva generación de cineastas latinoamericanos de principios del XXI; si Tony Manero y Post Mortem se piensan los términos de la dictadura, No se concentra en los principios que sostienen una democracia.
Es así que los debates políticos que entablan los personajes del filme pasan de la denuncia y la irritación con Pinochet a definir los elementos en que se debería apuntalar la democracia por venir. Es el protagonista quien estimula este giro temático pues, como publicista que es, conoce que no puede sostenerse una campaña basada en el miedo al adversario. Era necesario convertir la palabra No a Pinochet, en un Sí implícito.
Cuando Pablo Larraín desplaza a un segundo plano el interés del filme por la dictadura y convierte en su foco de atención la democracia, No deja de ser una película histórica, centrada en un pasado, para convertirse en un filme del presente, un filme que evalúa todo lo que ha sido y es la democracia chilena que llegó después del viejo Pin8. Desde esta lógica, No es una película triste, pesimista, donde Larraín redondea su decepción por el género humano, al menos en el sistema de relaciones sociales contemporáneo.
Quizás estas últimas sean palabras mayores, pero al menos así lo siente uno cuando escucha a una vieja escupir maldiciones racistas poco antes de que el protagonista de Tony Manero le rompa el cráneo, cuando asiste a la matanza de los primeros días de dictadura en Post mortem y constata, como muchos de los médicos allí presentes, que no tiene caso curar a los que llegan heridos porque los militares terminarán asesinándolos. Larraín desmantela el concepto de arte en Tony Manero; explora las podredumbres del amor, del amor puro, en Post Mortem; y hace de la alegría un espejismo publicitario en No.
El pesimismo de No radica en que el espectador compara aquí lo que debió ser el camino a la democracia con lo que realmente está sucediendo en el filme. Tanto los pinochetistas como la oposición terminan aceptando que al pueblo no le interesan tanto las muertes que ha traído el totalitarismo y que está dispuesto a votar por aquel que le llene el plato, que lo haga reír, que mejor lo engañe con la demagogia alambicada e intangible de un mundo más feliz.
En No, el futuro de Chile no es una batalla política sino una guerra publicitaria, vence el que saque un mejor producto durante los 15 minutos en la televisión con que cuentan los competidores para convencer a los votantes. Y el protagonista, más que un héroe impoluto moralmente al estilo de Hollywood, es un cínico. Como comunicador mediático, sabe que tocados los resortes correctos, con una retórica efectiva, el pueblo hará lo que se desea. Pablo Larraín ejecuta el mismo procedimiento con los espectadores de su película al repasar muchos de los caminos trillados del cine comercial.
En No, el futuro de Chile no es una batalla política sino una guerra publicitaria. (Foto: Fotograma de la película)
Ambos, el protagonista del filme y su director cumplen con su cometido. El éxito de No es equiparable con la algarabía del pueblo chileno que puede verse justo en el desenlace de la película. Sin embargo, el rostro de Gael García contiene la misma apatía en esa escena que podría haber sentido posteriormente Larraín ante la popularidad de No en relación con dos filmes desgarradoramente sinceros como Tony Manero y Post Mortem.
Luego, a modo de epílogo, Larraín nos deja claro que la tierra sigue girando en la misma dirección después de que Pinochet abandona el poder. El protagonista continúa trabajando para los mismos clientes que apoyaron la dictadura, continúa ahí su jefe, que lideró la campaña a favor del tirano. Ante esa certeza, el protagonista tiene como refugio el amor de su hijo. ¿Dónde se refugian los otros chilenos? ¿Dónde está el refugio de nosotros?
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