Los poemas reunidos en Anémona (Ediciones Sed de Belleza, 2013) de Jamila Medina (HolguÃn, 1981), resultan sumamente inquietantes por el juego verbal que establecen con referentes poco comunes (al menos asà le parecen a este modesto reseñista); y además desconcertantes, debido esto último al juego semántico que realiza la autora con el paréntesis y el slash para construir palabras múltiples que tornan el poema ambiguo o difÃcilmente descifrable. Y he aquà una de las caracterÃsticas notorias de este libro: su leve hermeticidad, la pequeña cerrazón que provoca al lector con más intención que suspicacia.
Desde el poema prólogo Fur(n)ia, el lector queda advertido de la conciencia femenina que late en estos versos, mujer agujereada, y a la vez mujer brazo, duro, de la ley; mujer que se desdobla en planta, en animal, en tierra, que busca su complementación en otras vidas, en otras geografÃas.
 Tres secciones dividen este libro; la primera, «Mar tapada», reúne un conjunto de poemas que descollan por la presencia de elementos eróticos; estos textos responden a una sensualidad que rehúye a la imagen erótica (al menos la canónica y prefijada), mas bien establece códigos con un enunciado verbal erotizante: Entonces me recojo en mi centro (en mi salón de braille) /marcando con saliva mi redil. /Y me pongo como loca a recordar la textura arenosa de las gominolas.[1]
 Por su parte, en la segunda y tercera sección, «Como un pez sin bicicleta», y «La risa de la medusa», los poemas se tornan más insensibles, más frÃgidos, y las imágenes responden a lo biológico, demarcados con suma objetividad. Las palabras buscan horadar el cuerpo del poeta/lector, recorrer su interior para regresar con excrementos, bilis, humor; anhelando aquel útero primigenio, el lÃquido amniótico del que se está expatriado, y al que solo es posible volver inundando el otro; y es esa una de las obsesiones más latentes en estos versos: el retorno al amnios, la búsqueda de la soledad como única protección: Siempre he envidiado la soledad de la celda, la sombra del corredor del fondo, la humedad de aquel útero.[2]
También Anémona está surcado por el ansia de atraparlo todo, de vivirlo y apreciarlo todo, de reunir en un mismo instante todas las sensaciones y experiencias posibles. El otro —amante, resguardo, fornicador— es una presencia etérea dentro del libro. No obstante, esta misma fugacidad justifica el desconcierto, y la no fijación en una sola esencia, lo cual se entronca con el estigma de la anémona: la petrificación, la fijación al fondo marino, la dependencia del largo, y del veneno, de sus tentáculos para poder alimentarse y mantenerse con vida. El poemario se prefigura como una anémona fijada en el lector, y los poemas son como tentáculos que lentamente le roban la vida, le extraen toda savia, sangre, saliva.
Quiero constatar que estos poemas se juzgan constantemente; a la vez que una mano los escribe un ojo los vigila, registrando asà cada movimiento, cada paso en falso; lo cual se manifiesta por la prevalencia de una escritura desde la conciencia de la propia escritura, desde la necesidad inmediata de reflejar lo vivo y lo que lucha por su sobrevivencia, un decir que remarca la insuficiencia de la palabra, una escritura desde el cuerpo y sobre el cuerpo, que habla de goces, placeres y orgasmos, pero también de temor, de dolor, y de muerte; un libro que intenta escapar al patetismo pero que al final termina bebiendo en sus aguas, porque no podemos decir dolor como decimos maquinilla de afeitar, porque al final la condición del hombre/mujer es un peso para el que no hay escape.
 Más allá de la anémona-animal, o la anémona-planta, más allá del conocimiento o la ignorancia, de la rabia o el sosiego, quedan estos poemas como testimonio de lo inabarcable, de las obsesiones y el desequilibrio humano.
 [1] Jamila Medina: Anémona, Editorial Sed de Belleza, 2013, p. 19
[2] Jamila Medina: Anémona, Editorial Sed de Belleza, 2013, p. 74
Foto de portada: Tomada de Circulo de PoesÃa
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