Charlot en el país de las sombras largas

El 26 de junio de 1925 se estrenaba mundialmente La quimera del oro (The Gold Rush)[1], una de las cintas «mayores» protagonizadas por Charles Chaplin, en esas épocas siempre travestido como su sempiterno e inefable Charlot. Reasumía en este largometraje de seis rollos la singular pendulación entre la pura humorada slapstick y el gag chispeante, característicos del personaje, y la dramaturgia compleja de una historia con inflexiones trágicas. Sin embargo, cuenta con una moraleja más explícitamente llana (happy end en estado casi puro) que una obra como la previa El chicuelo (The Kid, 1921), donde se plantea un conflicto más «realista», social e íntimo.

La quimera…, desde una perspectiva aventurera, con claves toques de suspense —¿terror, quizás? ¿por qué no?—, ciertos tonos surreales y oníricos, subraya la suerte que acompaña a la ingenuidad, o más bien, que corona la pura inocencia encarnada en este Charlot debatido en un mundo tan hostil y agreste como el prefigurado en el extremo paisaje casi ártico, donde se desarrollan la mayoría de las acciones.

1. Charlot en el país de las sombras largas

Las claustrofóbicas secuencias de agonía y zozobra, acaecidas en la destartalada cabaña, primero entre el triángulo conflictual de Charlot, Black Larsen (Tom Murray) y «Big» Jim Mac Kay (Mack Swain), luego entre el dueto Charlot-Mac Kay, convierten al espacio en otro de los indiscutibles protagonistas de la cinta: resulta una suerte de modelo a escala del estrato ctónico del mundo, el Hades donde son lanzados estos tres personajes-(arque)tipo para ¿expiar culpas? o mejor, para purificar sus almas y demostrarse merecedores del feliz triunfo final.

Black, sin muchos afeites ni matices, representa indiscutiblemente el mal. Más que una persona, pertenece a la nieve y a la huracanada ventisca. Es una fuerza contra la cual deben bregar los otros dos más complejos personajes.

Mac Kay representa al hombre emprendedor, ambicioso pero mediocre, típico fortachón, definitivamente débil ante el asedio del hambre y la locura que tiende a acompañar a este azote. Contiene en sí a su propio contrincante, es sombra de su luz, lo cual implica una importante alternancia entre lo co-protagónico y lo antagónico respecto al más estable y comedido Charlot, cuya resignación de anacoreta —como si de un santo inconsciente se tratara—, ecuanimidad y aplomo mental ante las dificultades, resultan sus principales recursos de supervivencia.

Esta relación de figura-contrafigura resulta uno de los más importantes precursores del subgénero cinematográfico posteriormente calificado como buddy film.[2] La sólida complejización de los nexos camaraderiles de los protagónicos, destaca ante las más sencillas relaciones de parejas contemporáneas como Laurel y Hardy, de la cual pudo ser antecedente no confeso, dadas las similitudes físicas —Swain, por su volumen y esencia más realista y racional, equivaldría al «gordo» Hardy, y Chaplin, por su naturaleza casi absurda, con bombín y todo, sería el antecedente directo del «flaco» Laurel— y hasta conductuales con el referido dueto.[3]  

Como tercer vértice del escaleno triángulo, Charlot representa una cota superior de la existencia, con su ingenuidad casi angélica, sobrehumana —¿o infrahumana, casi animal?— que busca una supervivencia sin desesperación, se resigna en todo momento a las circunstancias; hasta cuando amenaza la más terrible inanición y un zapato es el único alimento disponible. Incluso, en esos momentos, comparte con Mac Kay el calzado y llega a ofrecerle cocer el segundo (como si fuera la segunda mejilla) para seguir sobreviviendo. Ante las dificultades, busca, o se le presentan, alternativas inmediatas, chispeantes y suertudas. Sus tretas apenas trascienden la ingenuidad.

La desaparición de Larsen no convierte el sistema de relaciones en una dinámica bidimensional, sino que implica una suerte de fusión del mal que representa, con el propio Mac Kay, y pervive el triángulo. La naturaleza humana, en esta atmósfera carcelaria, se ve forzada a sus máximos límites de supervivencia animal. Desaparece toda moral, todo sentido de lo correcto e incorrecto. Mac Kay se divide, alterna lucidez con locura, olvida la ética que rige su relación con su prójimo, y decide devorar a un Charlot que no pierde nunca el sentido de la realidad, de lo humano y lo humanista.

Por momentos, predomina el horror kafkiano, con tintes de Maupassant. El canibalismo aflora, la locura subvierte la realidad. Charlot se transfigura en una gallina gigantesca, se rebaja al nivel de presa no humana, que autoriza automáticamente a Mac Kay a su sacrificio en el terrible —pero dialéctico— altar de la supervivencia del más apto.

chaplin

2. Charlot en la Ãnsula Barataria

La quimera… se desdobla en una alegoría casi en estado puro de las búsquedas (ambiciones, pretensiones) más importantes del ser humano: la riqueza y el amor. Desde una perspectiva más filosófica y metafísica, simboliza su dualidad matérica y espiritual, casi de manera didáctica, y desde una concepción episódica. Oro y mujer se presentan como los máximos símbolos…

Tras la agónica aventura de la cabaña, que obedeciendo a los principios clásicos (básicos) de la comedia, finaliza bien para ambos protagonistas, the little fellow[4] se involucra en la persecución del amor, aún más azarosa.

Aparece la bella y algo frívola Georgia (Georgia Hale) en un contexto urbano, civilizado, pero igualmente acerbo para un ente como el puro Charlot. Los seres humanos se arraciman a su alrededor. La mendacidad y la crueldad de sus iguales sacuden su «cabaña» con fuerza aún más devastadora que las potencias naturales. Los sentimientos sufren mucho más que su cuerpo, las soluciones se le escapan de las manos, la parsimonia de antaño escora peligrosamente. Homo homini lupus… definitivamente, y con perdón de los lobos.

Charlot se revela crudamente como el verdadero descolocado que es. Su esencia de outsider, epítome de la otredad, se consolida en la cinta de marras. Georgia, verdadera Dulcinea contemporánea, se divide en dama ideal y mujer real. El vagabundo la sueña diáfana, pura, encarnación del amor y proyección de su propia claridad interior. La (anti)heroína resulta banal y coqueta. Frisa un tanto con el fantasioso estereotipo machista, tan caro en aquellos tiempos, de la vampiresa, aunque sin la vileza sexual consciente de Theda Bara y sus epígonos.

Tampoco el maniqueísmo sexista (inevitable en la época) es tan brutal en esta zona de la cinta, pues no faltan los personajes masculinos antagónicos e igualmente perversos a la hora de acometer esta suerte de colectivo bulling psicológico sobre Charlot.

Irrumpe nuevamente lo onírico, la realidad paralela e ideal soñada durante la alucinación de Noche Vieja, donde el vagabundo espera esperanzado (valga el retruécano) por Georgia y su cohorte de amigas, tal como le prometieron. El clímax de la secuencia está coronado por otro de los momentos clásicos de la película: la danza de los panecillos.

3. …y todos fueron más felices que nunca

  1. La quimera… culmina con el final quizás más afortunado que ha tenido el vagabundo: la felicidad, la realización total. Revela cuán errada es la clásica traducción de su título al español —The Gold Rush significa más literalmente La fiebre del oro—, pues nada aquí es quimérico, todo lo contrario.

Las búsquedas material y espiritual se ven satisfechas con un inesperado enriquecimiento junto a su buddy Mac Kay, con el bono de la final redención de Georgia, quien, al aceptar a Charlot en su plena indigencia, se ve consecuentemente premiada.

Charlot, aunque trajeado de la más fina manera, enriquecido por el oro hallado, no deja de recoger una colilla de tabaco del suelo, en un impulso automático. No olvida su naturaleza humilde, no abandona su bondad e ingenuidad, su natural travieso y llano.

Es un happy end absoluto, redondo, fabulesco, que no se volverá a ver hasta El gran dictador (The Great Dictator, 1940), cuando el tardío Charlot parlante-barbero judío suplanta al poderoso Adenoid Hynkel y promueve una era ideal de concordia, como nueva y global encarnación del humanismo chaplinesco.

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[1] En 1942, se reestrena la cinta, esta vez con banda sonora y narración en off del propio Chaplin. En los premios Oscar, fue nominada en las categorías de Mejor Sonido y Mejor Banda Sonora.

[2] El buddy film o «película de amigos» (compinches, camaradas) estructura y desarrolla la amistad entre dos varones como principal concepción dramatúrgica. El diccionario completo del cine (Penguin, 1998: 41), de Ira Konigsberg, lo define como «aquel que enaltece las virtudes de la camaradería masculina y relega la relación hombre-mujer a una posición secundaria».

[3] La primera cinta donde Laurel y Hardy hacen pareja «oficial» es Los segundos cien años (The Second Hundred Years), dirigida por Fred Guiol en 1927, y estrenada en junio, a casi dos años exactos de La quimera…

[4] En la referida versión «sonora» de La quimera…, el Chaplin narrador se refiere muchas veces a Charlot como the little fellow: tradúzcase como «el pequeño muchacho» o «el tipejo».

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