En tanto temática y contexto, el filme Akahige/Barbarroja (1965) viene a pertenecer a ese tercer eje creativo de Akira Kurosawa (1910-1998), que pudiera catalogarse como de concepción intimista-humanista, coexistente con su más (re)conocido cine de samuráis (El bravo, Trono de Sangre) o de corte noir (Los canallas duermen en paz, El infierno del odio), todos coincidentes en la general connotación épica.
Hasta en cintas como las precedentes No añoro mi juventud (1946), Vivir (1952) y las posteriores Rapsodia en agosto (1991) y Madadayo (1992), aunque desarrolle historias minimales de seres discretos, ciudadanos comunes sin espectaculares habilidades en la esgrima, aureolas shakespereanas, o reinos a sus pies, no deja el icónico realizador de impregnar (ni de enfocar) con un aliento épico sus bregas contra y por la vida, sus sacrificios, inmolaciones y expiaciones.
Más allá de este común nexo, Akahige resulta una singular cinta “bisagra” entre el cine de samuráis y el referido minimalismo, a partir de la decisiva participación de Toshiro Mifune (1920-1997), definitivo fetiche de Kurosawa, en el rol del doctor Kyojō Niide, apodado Barbarroja. El intérprete lo asume, una vez más, desde una personalidad imponente, intensa y gallarda, hasta el punto que el director no pudo resistir la tentación de incluir en el extendido metraje de tres horas, al menos una escena de pelea: asaltado por varios malhechores de poca monta, Barbarroja los enfrenta y derrota a mano limpia, con destrezas muy semejantes a la esgrima japonesa.
Así, tenemos un médico que remonta la senda del sacrificio según semejantes principios de entrega, lealtad y consecuencia del bushido samurái, sólo que, desde su castillo trocado en hospital público decimonónico del pobre barrio de Koishikawa, en Edo, responde ciegamente a un múltiple señor: los enfermos y los necesitados. Hasta delata trazas de Robin Hood que cobra caras consultas a los aristócratas para volcar los honorarios en el sostenimiento de la institución que rectorea, cada vez más desamparada por el gobierno. Lo asiste un respeto inmenso por el ser humano, por su dolor y su muerte, como piedra de toque para cualquier tratado de ética médica.
Confiado en su diestra mano como director de actores, y en el talento de Mifune para garantizar la debida organicidad y los matices de humana personalidad, Kurosawa tampoco escatima virtudes a la hora de perfilar este personaje. Mucho menos teme los excesos de idealización de tal adalid de la piedad en su empeño por contraponer un héroe dador de vida y esperanza al clásico héroe guerrero, dador de muerte al fin y al cabo.
Más que protagonista, Barbarroja resulta suerte de eje y rasero moral —con el hospital como principal escenario— de una película concebida desde lo episódico, casi de carácter coral, con capítulos diáfanamente autónomos, frutos quizás de la propia hibridación dramatúrgica que es el guión, donde se engarzaron relatos cortos reunidos bajo el título de Akahige shinryotan, del narrador Shūgorō Yamamoto, con segmentos importantes de la novela Humillados y ofendidos, del ruso Fiódor Dostoyevski, otro de los autores favoritos de Kurosawa, ya versionado catorce años antes (Hakuchi/El idiota, de 1951).
Los relatos-capítulos funcionan a su vez como escalones, estadios del desarrollo ético-moral del personaje del doctor Noboru Yasumoto (asumido por Yuzo Kayama), joven profesional obligado a pasar su postgrado en Koishikawa, y cuyo adiestramiento al lado de Barbarroja devendrá primaria línea argumental, además de nexo dramatúrgico entre todas las anécdotas.
Es la cinta de marras una obra de aprendizaje, de temple espiritual y sensibilización con las aristas más dolorosas y a la vez más puras del ser humano. Barbarroja somete al malcriado Noburo a una iniciación en el estoico sendero del médico verdadero. Lo lanza de cabeza a la tina del extremo sufrimiento, tanto físico como mental y moral, materializado en las desgarradoras historias de vida que van exponiéndose como heridas descarnadas, sin ningún tipo de afeite: ni tremendismos patéticos, y mucho menos edulcoramientos melodramáticos. Más bien, Kurosawa emprende por momentos una singular indagación estética sobre la belleza de la agonía y la muerte.
«Nada hay tan solemne como el estertor», le dice Barbarroja a Noburo, ante las últimas bocanadas que trabajosamente exhala el artesano Rokusuke. El rostro desencajado del anciano, que con acompasados movimientos de autómata busca el aire, ubicado hacia el borde inferior del plano, concentra en sí toda la tensión del momento. Captado por el lente como al descuido, casi cual elemento parásito, incordia sobremanera y termina dando al traste con todo el sobrio equilibrio visual prefigurado.
Una vez muerto, cuando la hija revela la aciaga historia de sufrimiento y resignación con que cargó su padre, irrumpe en la subjetiva del joven doctor, como primer signo de la posterior anagnórisis (que lo decide por la entrega a los necesitados), el rostro agonizante de Rokusuke. Es redimensionado visualmente por un primer plano al cual la fotografía y la iluminación, donde luz y sombra contrastan violentamente, le confieren una gran fuerza expresionista, radiante de piedad y quizás de reprensión a Noburo por su ligereza egoísta ante el dolor de un desconocido.
El casi fugaz plano deviene registro de la definitiva y liberadora pasión de quien ha vivido una existencia en perenne viacrucis. Se revela aquí, con toda su fuerza, la sensible capacidad de Kurosawa (acorde su vocación humanista) para desarrollar la épica del ser “llano”, capaz de lidiar con toda las desgracias del mundo, de expiar los pecados de la humanidad desde el perdón al prójimo y el sacrificio en su nombre.
La muerte será igualmente liberadora para el personaje de Sahachi, abrumado de culpa, y para la desesperada familia del pequeño Chobo, quienes hallan en el suicidio colectivo la única solución a su miseria. Con el niño se retoma, hacia el final de la cinta, el minucioso registro de la agonía humana, del estertor, acentuado todo por la extrema juventud del enfermo. Con Rokusuke y Chobo, Kurosawa traza así un segundo eje semiótico, más poético, simbólico y hasta fantasmagórico, que interseca la más “realista” y didáctica interacción (integración) de Barbarroja y Noburo.
Muchas de las más espectaculares obras de Kurosawa siguen la sumersión de sus protagonistas en el oprobio, en el campo de ortigas que han cultivado donde la integridad se hace girones, de en pos de la ambición, mas Akahige devela un optimista sendero de ascensión y mejoramiento humano.
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