Rogelio Orizondo convoca, con su texto-vida, a cuatro huérfanos que orquesten la representación: Amlet/dramaturgo; Ofelia/pulmones; Laertes/acción y Braz/esperanza. Bajo estos presupuestos iniciales se construye la puesta de Ayer dejé de matarme gracias a ti, Heiner Müller, de Teatro Konstanz (Alemania), bajo la dirección de Andreas Bauer. La obra pudo apreciarse durante todo un fin de semana como parte de la muestra internacional del 16 Festival de Teatro de La Habana, en la Sala Tito Junco del Centro Cultural Bertolt Brecht.
Esta obra —muy cubana, actualísima, cargada de referencias a mundos dramatúrgicos del pasado en una prolongación de sus raíces hacia el futuro— nos cita para hablarnos de un tema que no pasa de moda: la apatía generacional, la desidia —podría quizás ser el reverso de una de nuestras cartas como país y/o sociedad. O tal vez, quién lo sabe —el texto es una constante puesta en duda—, el dramaturgo (ese Amlet sin H que es casi el alter ego de Orizondo) no hace más que recordarnos la incapacidad de un mundo que no entiende a sus jóvenes ni transforma el universo junto a ellos.
La puesta consume la particularidad de reunir a tres actores alemanes (Julia Philippi, Jonas Patzold y Geog Melich) junto a una cubana (Clara González): cada uno asume el reto de hablar en su idioma. A pesar de que con grandes desfasajes se trasmitía el texto de Rogelio Orizondo (nada fácil de enunciar ni de leer), el público no siempre vio una solución en esto, sino muchas veces un motivo de incomodidad que absorbía o dispersaba la atención de lo que (ahora sí en tiempo real) sucedía en la acción escénica.
Aquellos que conocíamos el texto de antemano, tuvimos quizás la disposición de renunciar a las traducciones y asumir el hecho teatral (la carne viva del actor) como única realidad existente. Y tal vez fue la solución más acertada de todas, pues en la función del sábado 24 de octubre los subtítulos decidieron “congelarse” por varios minutos, despertando así en el espectador la idea de encontrarse atrapado en una burbuja idiomática.
No obstante estos contratiempos técnicos, la labor de los actores pudo apreciarse en todo su calor. Ellos, hijos de una generación que ha rendido culto a la épica del playstation y los bombardeos de Siria, demostraron que la historia (esta vez con H) de un tal Amlet (esta vez con o sin H, decida el lector) tiene mucho para ser contado, ya sea mediante un eje transversal de referencias que puedan atar los cabos dejados por la dramaturgia de Müller o de Shakespeare, o simplemente abrazando el credo textual (hecho con las costillas del arte) que solo pertenece a Amlet.
Fueron los cuerpos de estos actores el testimonio vivo y fabular de la trama, de la expresión escénica en su tránsito por el tiempo y el espacio. Se tendría que hablar, entonces, de un cuerpo-utilería, un cuerpo-objeto que se conecta a una cámara de videos, a una historia, a una batería (por aquello del miedo a los apagones)… siempre con la esperanza de no perder su luz en el camino, de no convertirse en el ajeno, en el alien, en uno de los tantos maniquíes que son descuartizados por el actor (o tal vez es mejor decir: por el zombie-actor).
La idea del canibalismo, de vivir en una burbuja a la espera de que otros puedan comerte o conectarte a una virtual Matrix 3.0, son los grandes temores que se convierten en vida/descomposición gracias a la escena. Los cuatro intérpretes de esta pieza teatral fueron fieles al principio de la dramaturgia tan particular de Orizondo, aunque es preciso destacar la actuación de las féminas: Julia Philippi, en su rol de Ofelia, y Clara Gonzáles, como esencia de Braz. Ambas hicieron gala de contrastes en sus registros actorales y asumieron el testimonio de la representación como vida más allá de lo escénico. Sus grandes momentos llegaron a través de los monólogos, donde la distancia entre platea y escenario tendía a trucarse.
Siendo esta, en fin, una historia dentro de otra historia, un no-final, un no-comienzo (dramatúrgicamente hablando) podría haberse agradecido una concreción mayor de las acciones escénicas en virtud de síntesis. No obstante, el espectáculo se disfruta —ya sea desde el extrañamiento o la comprensión—, en buena medida gracias a una exquisitamente caótica disposición del espacio y el uso de diferentes visualidades escénicas. No se excluye la utilización de una cámara de video (a modo del ojo indiscreto del espectador), la cual fungió como evangelio de estos acontecimientos en su papel de hechos irreversibles.
Gracias a ti, Heiner Müller, muchos dejaron de matarse y olvidaron el fracaso, el estrepitoso fracaso del arte. Con esta obra —más que recordatorio: testimonio— se invita a vigilar la celosía de una mal llamada fábrica de hombres y mujeres, dígase museo de cera, vitrina de una tienda, estación del metro, si existiera. Sea como sea, los jóvenes de este mundo —aún— queremos usar Pravda y ser capaces también de pensar en la utilidad de la transformación.
Foto: Tomada de Uneac
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