Todo escritor, cuando comienza, con el tiempo lucha, trabaja, por encontrar un estilo propio que lo identifique. Sin embargo, el mayor logro y la grandeza se alcanza cuando el lector logra identificar y reconocer la voz o la persona de ese autor a través de sus escritos.
Precisamente eso es lo que sucede al leer El restaurador, Ediciones Mecenas, 2018, de Ian Rodríguez Pérez. Y digo escritor porque no es justo encasillarlo en las definiciones de poeta ni editor ni narrador ni escritor para niños y jóvenes; así como tampoco podría decir que es un autor de Las Tunas o pinero, cienfueguero o, más recientemente, de Santa Clara. Sobre este autor, miembro de la UNEAC y merecedor de la Distinción por la Cultura Nacional desde el 2013, lo más justo es decirle: escritor cubano.
El Restaurador es un libro completo, multigenérico en su cuerpo escritural, que, al igual que a su autor, es complejo de etiquetar (algo que tanto le gusta a la crítica), ya que si les dijera que se trata de una novela, estaría correcto. Del mismo modo que si dijera que es un libro de cuentos, de filosofía, un diario, una guía espiritual, de cantos o de poesía. Al ser el aliento poético, el lirismo y el alto vuelo del lenguaje y la profundidad de su mensaje lo predominante en sus textos, me decantaré por llamarlo “libro de poesía”; no de poemas, sino de POESÍA.
Porque la poesía es belleza y este es un libro hermoso.
Hermoso y necesario.
Este es un libro equilibrado, aterrizado, de un vuelo y juego lingüístico impresionante ya que desde el primer momento en que comienzas a leer, te das cuenta que tras esa palabra directa, de esas imágenes, historias con gran similitud a las parábolas y escrituras bíblicas, a los cantos homéricos, existe un sinnúmeros de mensajes ocultos a simple vista, pero bien visibles para todo aquel que “sepa mirar”.
Quizás este libro sea parte de una saga, trilogía, o solo sean estos dos… quizás sea una continuación de País de estatuas, publicado por Sanlope en el año 2011; ya que hay varias líneas en común, donde destaca a ese sujeto lírico que lleva la voz mandante y quien le da nombre al libro del que les hablo ahora: el Restaurador.
La voz del Restaurador, como alter ego del Ian, es el que nos habla en cada texto como si en lugar de un libro, estuviéramos leyendo sus cartas, su diario. Este diario que comenzara miles de años atrás, cuando el primer temblor del habla era solo un suceso en los labios del hombre. En este primer poema, el sujeto lírico nos cuenta de cómo reconoció a su alma por primera vez y de cuántas ocasiones la confundió ora con Dios, ora con el Diablo. Y este es un inicio necesario para entender por qué el autor/sujeto lírico puede ser un restaurador.
Y ¿qué es?
Según la RAE, restaurar es recuperar, recobrar, reparar, renovar o poner algo en el estado, o estimación del estado, que antes tenía. Y restaurador es esa persona que tiene por oficio restaurar pinturas, estatuas y otros objetos artísticos y valiosos.
El restaurador de Ian se dedica a restaurar almas, corazones; estatuas como personas. Este artista utiliza un cincel afilado: la palabra. Ya que el poeta, el Escritor no es más que eso, alguien que salva, que recupera, moldea, restaura vidas con sus palabras. Ian lo sabe. Por eso recurre a esta analogía más directa y nos lo revela al comienzo, cuando explica cómo pudo hacerse un restaurador. Y noten que dije “hacerse” y no convertirse, ya que el artista se hace, rehace y reinventa obra a obra. Según El Restaurador, nadie se convierte en escritor de la noche a la mañana, del mismo modo que una estatua necesita ser tallada, creada, todo lleva tiempo y trabajo.
Se preguntarán cómo pude hacerme de estos marasmos, cómo pude llegar a dominar el arte de la palabra que pretende restaurar, y sin embargo, es arma que hiere.
El hilo conductor, el argumento de El Restaurador transcurre en un orden lógico, casi lineal a lo largo del libro; donde el autor se permite algunas digresiones necesarias. Ian utiliza a las estatuas, el oficio del restaurador, al acto de restaurar y otras muchas analogías para compartirnos desde sus experiencias en el oficio, pasando por todo un inmenso pensamiento filosófico y humano, hasta llegar a esas situaciones difíciles, incómodas de nuestro/su oficio, como “restaurador”. Incluso, como en la antigua Grecia, los maestros escultores al llegar a cierta edad comenzaban a buscar aprendices que continuaran con la tradición; del mismo modo que su Maestro lo hizo con él.
De ahí lo que mencionara desde el inicio respecto a que a través de estos textos vamos (re)descubriendo al autor, por los hechos, por su filosofía. Nos muestra las estratagemas del restaurador, sus confesiones, dudas, enemigos, los marasmos de este necesario oficio, su dolor, padecer, sus lamentos.
Por tanto, este sujeto lírico/personaje principal se nos hace tan humano y cercano a nosotros; del mismo modo que las historias nos resultan tan verosímiles, reales y cercanas. Ian logra lo imprescindible en todo buen libro: que el lector se sienta identificado con lo que nos cuenta, que padezca con el Restaurador.
El Restaurador se divide en cuatro partes principales de las siete que conforman el libro. Estas son “El limbo de la vanidad”, donde se nos presenta el principal conflicto del Restaurador, su origen, de algún modo; “El arte de la restauración”, donde se nos explica de qué trata este oficio, “Las últimas confesiones”, quizás la parte más crítica, socialmente fuerte de este gran libro, donde se nos muestran las principales miserias humanas y sufrimiento con que lidia nuestro héroe/Restaurador; y “Al lector”, donde, como en todo diario, en toda épica, el Restaurador se dirige a ese aprendiz, discípulo, a ese lector y resume gran parte de lo que tiene que decir. Aquí aclara muchos puntos indispensables del libro, de su intención y nos da uno de los mejores cierres de todos con esta sentencia:
Ah, lector, enemigo mío, ¿cómo hacer para que comprendas? Mi camino no es tu camino, y sin embargo, andamos más juntos que nunca.
Y, ¿saben qué? Ian y el Restaurador tienen toda la razón.
Disfruten de esta excelente obra de arte.
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