La soledad también está en las casas vacías, en las casas que han perdido sus olores, en los rosarios que quedan desamparados sobre la mesa y en las plantas que mueren ahogadas por la tierra árida que una vez dio forma a sus raíces.
Soledad (Editorial Ácana, 2022, Premio de la Ciudad Silvestre de Balboa, Camagüey, 2021), de Elaine Vilar Madruga, es un libro inherente al mundo de la pérdida; pero también al de la reconciliación. Es posible percibir la belleza de las palabras hirientes y de los fantasmas que acechan en los cuartos, sobre las sábanas cubiertas de polvo y las cómodas con frascos de perfumes sellados por el tiempo.
Una mujer que se niega a olvidar, porque es madre y una madre jamás olvida sus retoños. Existe algún fenómeno, como la psicosis puerperal, que mantiene intacta la memoria del adiós. Los hijos que se van, nunca se van del todo. Regresan, porque ser hijo es también un aliciente para el mundo que se empeña en destruirlos. El retorno encierra muchas dudas, y el desarraigo de quien se queda es aún más fuerte que la marcha.
Como una buena obra de teatro, el conflicto principal —porque presenta más de uno— encamina al lector hacia un final hermoso y con cierta melancolía, como si la autora pretendiese esparcir el dolor, pero su vínculo con los personajes intercediera como atenuante en esta historia de ‹‹libros dentro de libros››. Sí, porque la autora es una mujer de personajes, parece amarlos, posicionarse en sus cabezas y llevar sus acciones al nido de la maternidad, al hogar de la ausencia y la renuncia. Es la maternidad uno de los ejes principales de la obra, en casi todas sus aristas: la madre libro, la madre ausente, la madre del dolor…
Estos personajes, empapados de nostalgia, caminan, hieren y ponen en sus bocas un discurso delicado, pero entrañable, con el que se puede empatizar desde el comienzo. Incluso, un personaje referido, puede hacer al lector partícipe de su ausencia e imaginar todo lo que pudiera decir en sus renglones.
Es un libro tan real como las interacciones que presenta. La búsqueda de esa verosimilitud conduce a un espacio de caída y reconstrucción, como pudiera ser el hogar de cualquier familia que enfrenta una crisis; véase la crisis también como la oportunidad de acercamiento.
Transcurre en una casa, con sus partes: una biblioteca, las habitaciones, etc., y su espacio extendido deviene una isla abandonada. El último abrazo y su inmersión en las páginas de un libro. Es, además, una pieza que juega con los sentidos. El olor del papel, la textura del polvo y el retumbar de los perros; los perros y su madre humana. He aquí un símbolo, una línea interesante: el ladrido como advertencia y necesidad de protección. Pudiera representar la conquista del espacio abandonado, la demanda de alimento y atención, una inflexión hacia el reconocimiento del hogar cambiante.
Con un lenguaje cercano, a veces íntimo —en lo que al vínculo madre e hija se refiere— permite al lector involucrarse con la historia, ser partícipe de ella, algo que es de agradecer, especialmente en el teatro, que agrupa la lingüística y su representación escénica, engrandecido por artefactos simples, pero igual de trascendentes. Las ilustraciones de este libro, a cargo de Silvia María Becerril Guillermo (Draw_my_journal), complementan y enriquecen la evolución de la trama con su calidez, lográndose una complicidad hermosa entre el poder textual y la imagen gráfica que proponen sus páginas.
En cambio, es notable el coqueteo con los nombres, el juego que la escritora establece entre sus expresiones, la forma en que una letra puede cambiar la interpretación del duelo y llevarlo a otro lugar, al llamado sin respuesta y al tormento. Aceptación y estoicismo, en eso radica la grandeza y la calidez que se encuentra hasta la última de estas páginas.
Soledad es lo emotivo del teatro y de sus ruinas. Emerge del suelo de un hogar y acompaña su reconstrucción. Es la sensación de volver a casa, mirar los ojos de tu madre, ver lo que te hace diferente a ella, encontrarla en un libro y ponerle su nombre como estampa.
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