Un teatro convertido en refugio

He de admitir que escribir sobre El diario de Ana Frank/Apnea del tiempo supone para mí un verdadero reto. Es tan grande la genialidad con la que ha sido concebida y tan trascendental la historia narrada, que temo no llegar a formular un discurso lo suficientemente abarcador acerca de la obra. Cuatro veces he disfrutado de su puesta en escena y aún no consigo elaborar una sola frase que resuma con lucidez mis impresiones.

A mis oídos ha llegado la noticia de que estoy muy lejos de ser la única decidida a repetir una y otra vez el espectáculo. Se trata de una necesidad colectiva, de una obsesión general. La pequeña salita del teatro no deja de inundarse con cada presentación. El equipo lúdico ciertamente tiene un objetivo claro: permitir que la mayor cantidad de personas posibles pueda disfrutar de la obra, con o sin entradas.

En ocasiones me pregunto por qué ese garaje diminuto situado en la calle I y no otro lugar más espacioso; sin embargo, luego de hallarme frente a las luces del escenario y sentir cómo la mirada de alguna actriz me cala los huesos, soy consciente del efecto que produce en nosotros, los espectadores, contemplar la acción dramática a tan pocos metros de distancia.

Es evidente que la pequeña Ana Frank se ha convertido en uno de los nombres más evocados y simbólicos al abordar los trágicos sucesos del Holocausto. No es necesaria una profundización minuciosa en la historia para recordar a Ana Frank como víctima de la masacre contra miles de judíos perpetrada por la Alemania Nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Su diario, editado y publicado por su padre, Otto Frank, en 1947, contiene escritos de Ana que comienzan el 12 de junio de 1942 y concluyen el 1 de agosto de 1944. A través de estas anotaciones, que en total conforman tres cuadernos, la autora describe sus vivencias durante los dos años que se oculta junto a su familia y otros cuatro acompañantes en Ámsterdam, en la parte trasera de una empresa que es propiedad de su padre.

La obra que nace del espléndido trabajo de la dramaturga Agniezka Hernández Díaz y del director Miguel Abreu tiene a sus espaldas la reconocida adaptación de Frances Goodrich y Albert Hackett estrenada en Broadway en 1955, y llevada posteriormente al cine en 1959, bajo la dirección de George Stevens. Sin embargo, El diario de Ana Frank/Apnea del tiempo va más allá de la historia que ha sido narrada por una adolescente alemana; a pesar de mantener como eje temático central «la diáspora del judío errante», esta obra se consolida como el discurso universal de los oprimidos, de los emigrantes y de los que nacen sentenciados a la perpetua búsqueda de un verdadero hogar.

Es necesario reconocer en la obra de Agniezka la eliminación o renuncia a la participación de algunos personajes presentes en El diario de Ana Frank y analizar la manera en la que esta transformación incide en la historia narrada. En concreto, resulta relevante cómo la dramaturga decide prescindir de la participación activa de Otto Frank y cómo este elemento provoca un cambio en la forma de contemplar a la madre de Ana, la cual se presenta entonces como madre soltera y cabeza de familia. Las decisiones, que antes recaían en la figura paterna, se desplazan hacia el sujeto femenino y hacen del personaje un constante productor de conflictos.

A este personaje, interpretado por la talentosísima Arianna Delgado, lo traspasa una angustia constante; sumergido entre el silencio y el grito, entre la esperanza y el pesimismo, intenta sacar fuerzas por su hija y sufre la pena de no poderle ofrecer un mejor presente que el vivido a escondidas. Además, la incomunicación entre ambas y la falta de entendimiento se muestran como fuerzas que atentan contra la estabilidad de la madre y la pasividad de la joven.

Ana, por su parte, se presenta como el personaje más sensible al cambio, en el que se vislumbran con mayor claridad las consecuencias de la represión y de las críticas condiciones en las que miles de judíos fueron obligados a subsistir. Tiene mucho que ver con esto el hecho de tratarse de una adolescente en pleno proceso de autodescubrimiento y autoevaluación; ella comienza a analizar su cuerpo y a identificar sus necesidades, necesidades que se ven dilatadas en el encierro. Es consciente, además, de que una parte de ella parece poseer cierta independencia de acción y la lleva a comportarse de manera inapropiada. En este reconocimiento del problema hay todo un despliegue de los conflictos internos que atraviesan al personaje, favoreciendo su evidente metamorfosis y dotándolo de un fuerte dinamismo dramático.

Esa Ana pequeña, sonriente, inocente y soñadora que inicia la obra teatral no será la misma que la concluirá. La Ana que contemplaremos en los últimos minutos será una Ana cubierta de lágrimas, despojada de sueños y de ropa, imponente, una Ana que levantará la voz y colocará todas las cartas sobre la mesa. La culpa es de los adultos, afirma ella, los adultos han construido un país fracturado, descompuesto, y le han arrebatado la posibilidad de crecer, de tomar sus propias decisiones, le han robado la libertad y los lazos que la unen con su tierra natal. En un tono fuerte expresa: «No es culpa nuestra que el mundo sea un desastre. No estábamos aquí cuando esto comenzó».

Por otra parte, la inserción de un personaje tan hiperbólico como el Carnicero de Praga dota a la obra de un nuevo símbolo visualmente llamativo que, a través de la ironía y de un humor bastante mordaz, refleja lo más irracional, despótico y aberrante del poder tiránico. Basado en Reinhard Heydrich,[1] e interpretado por la imponente actriz Claudia Alonso, el Carnicero de Praga puede considerarse una representación paródica del dictador, la que no solo se ha personificado en un cuerpo femenino, sino que además este cuerpo femenino está marcado por la provocación y la exuberancia, va vestido de un rojo intenso y mantiene por lo general una conducta lasciva, cargada de comportamientos con alta connotación sexual. Se trata, sin dudas, de un atentado a la virilidad y al patriarcado.

Fotógrafo: Yasser Expósito

Desde la sinopsis de esta pieza teatral, es presentada la analogía que establece un vínculo entre el ocultamiento de los judíos y el aislamiento obligatorio que trajo consigo la COVID-19. Esta y otras problemáticas políticas, económicas y sociales, a pesar de encontrarse enmarcadas en una historia situada en la primera mitad del siglo XX, no se distancian demasiado de las vivencias del espectador cubano del siglo XXI. La incorporación de elementos de la modernidad, como es el caso del teléfono móvil, forma parte de las novedades de esta recontextualización de la obra y acentúan incluso más la cercanía entre el público y la historia representada.

Es necesario admitir que la magia que envuelve a El diario de Ana Frank/Apnea del tiempo tiene mucho que ver con la elección de la banda sonora. En un escenario desnudo, sobre el que las actrices no se valen más que de sus vestuarios y del juego con las luces, las canciones, compuestas por Lilena Barrientos, concentran en sí gran parte de la tensión dramática al tiempo que transitan a través de las emociones más diversas. La riqueza rítmica producida por la representación de disímiles géneros musicales le ofrece al espectador, a través de los sonidos, un acercamiento tanto al judaísmo como a lo afrocubano. El suelo del teatro vibra cada vez que las actrices marcan con sus pies el tempo de alguna canción, y la melodía de sus voces llega a nuestros oídos de un modo embriagante.

La experiencia que durante meses nos ha ofrecido Miguel Abreu al dirigir El diario de Ana Frank/Apnea del tiempo no es más que el resultado de un admirable trabajo por parte de un equipo excepcional, y los resultados revelan, sobre todo, la poderosísima arma de intervención social que constituye la obra teatral de Agniezka Hernández. Las lágrimas que no pocos han derramado durante su puesta en escena son la confirmación de que, más allá de reconocerse como los relatos narrados por una adolescente judía, la historia de Ana Frank se ha convertido en la historia de la humanidad, una humanidad que luego de casi un siglo continúa comprendiendo e identificando analogías entre su propia vida y la de viejos oprimidos.

Nota:

[1] Oficial nazi reconocido por su intervención en la Segunda Guerra Mundial y por su colaboración en el proceso organizativo del terrible Holocausto.

Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Lo más Leído

Lo lamentamos. No hay nada que mostrar aún.

Suscripción

Para recibir nuestro boletín ingrese su dirección de correo electrónico