Lázaro Reynaldo: «Nada es para siempre; todo se transforma»

Desde los primeros griegos, e incluso desde mucho antes, lo dual ha sido piedra de toque de la mitología, la cultura y la sociedad. Dioniso, dios del goce y el vino en la Grecia antigua, es un ser dual por excelencia, al encarnar la alteridad y la transfiguración. Representa, por un lado, lo femenino, pues crece, se educa y se viste como mujer, son las ménades quienes integran su corte y sus sacerdotisas también son féminas. Por otro lado, se le considera un ser viril y se asocia al toro, que es un animal fecundador por antonomasia. Esta aparente paradoja deja entrever un aspecto fundamental: la rica y plural visión de Dioniso, que está presente también en la filosofía y la sociedad griega y que abre las puertas, mediante el teatro y particularmente la tragedia, a la autorreflexión sobre la ambigüedad que posee la condición humana.

Nietzsche, quien se sumergió en las honduras del mito y sus ecos, escribió que «el desarrollo del arte está ligado a la duplicidad de lo apolíneo y lo dionisiaco», en continua lucha y reconciliación. Lo dual es la coexistencia de dos elementos diferentes: espíritu y materia, obra de arte y artista, vida y representación… Dichas lateralidades pueden dar como resultado producciones distintas, maneras contrapuestas de enfrentarse a todo un proceso cognitivo que deriva en reacción abierta dependiendo del estado y el sentir en ese momento. Ser y arte entrelazados por una dualidad que no solo influye en el resultado, sino que, en cierto modo, dirige el sendero por el que cada obra se encamina. El artista, ser dual por naturaleza, es quien crea al «otro», uniendo razón y pasión en sus obras. «Yo es otro», escribió Rimbaud. Blanco/negro. Positivo/negativo. Masculino/femenino. Día/noche. Yo/tú. Nosotros. O sea, la armonía.

Lázaro Reynaldo, consciente de que toda obra es, en su esencia, autobiográfica, encuentra esa armonía, donde espíritu y materia, obra de arte y creador, vida y representación son una sola. No los puedes separar, aunque estés seguro (o precisamente por ello) de que nada es para siempre.

A esa sensación de «desorden» experimentada en la infancia, que, con el paso de los años, entendió como falta de armonía, regresa desde una posición más consciente para realizar un viaje por el yo (por su yo esencial) y reordenar algunos de los elementos que caracterizaron su discurso en los años 80: las plumas, los caracoles, el coco, las maderas, los objetos de hierro oxidados… se conectan con una esencia ancestral que, en el presente, posee un enfoque menos estático, pero con idéntico sustrato. Esa dualidad —nos dice— está en casi todo. La base de una plancha de hierro que fue calentada hace mucho con carbón, mantiene la esencia femenina, pero también en forma vertical puede convertirse en un elemento masculino. Aunque nada es para siempre y todo se transforma, afloran las posibilidades de la armonía.

Su obra —en la que incorpora objetos personales que abren las puertas a su intimidad— se precipita en el ocre, los tonos terrosos, sensitivos, dorados, que dan paso a la creación espontánea, al trazo intuitivo. Lázaro realiza la búsqueda de la manera más sensible y espiritual que cree; indaga en la armonía interior que lo equilibra todo, la explora y evoca; y en ello afloran sus hermosos rostros (también equinos). El artista va armando artilugios de su memoria, fragmentos a salvaguarda de los días, maderos a los que aferrarse; y con ellos ofrece señales de su espiritualidad y su identidad. Sus trazos sencillos, minimalistas, nos remiten a los contextos de una paz interior deseada y encontrada que quiere compartir con nosotros.

Lázaro presenta en soportes diversos su filosofía de vida, sus paradigmas estéticos. Estamos frente a un libro que, libro al fin, posee numerosas páginas, pero que, en su esencia, es el libro. Su belleza, sensual y espiritual, está dispuesta para que el espectador complete un discurso que se abre al universo, que va de lo personal a lo colectivo, de lo particular a lo general, de lo específico a lo global y que, en su atemporalidad, es el resultado de un riguroso y rico sincretismo. Lo que podría ser ignoto cobra fuerza y se nos abre a los múltiples senderos.

Luego de sumergirnos en las profundidades de sus tonos, en sus líneas y contornos, Lázaro nos abre otras puertas que dialogan consigo y con nosotros. Detrás de cada trazo y cada objeto, él ha escrito/descrito su vía crucis, que ha sido un viaje de aprendizaje constante y que promete, como la propia vida, seguir siéndolo. El periplo, el reencuentro que posibilita la creación en Holguín, parecería algo lógico, una boutade, si Lázaro Reynaldo no fuera un artista sincero consigo y con su obra. Las piezas expuestas aquí no son solo, o no únicamente, un giro en el que la imagen se inscribe en el marco de la representación y de lo representado, sino que marca latitudes y sitios del ser en los que el artista edifica su idea del arte y de la vida.

Miramos al universo y buscamos encontrarnos también en esa dualidad, conscientes de que nada es para siempre, pues todo cambia y se transforma, como la propia vida bajo el sol y la luna.

 

Palabras inaugurales de la exposición Nada es para siempre, del artista holguinero radicado en México, Lázaro Reynaldo, en la Casa de Iberoamérica, de Holguín, el 24 de octubre de 2023, como homenaje a la institución en su aniversario 30 y como parte de la XXIX Fiesta de la Cultura Iberoamericana.

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