Sentado en el parque descubro restos de una mariposa. Una mujer en vestido cruza la calle. Hay una cadena en su cuello, y la mano que toca su hombro es sin duda la misma que se la regaló. En la cadena cuelga una mariposa dorada. ¿Casualidad o es que en este libro todo parece planificado para que una escena sea consecuencia de la próxima? Con estas imágenes comienza la lectura de Restos, del escritor Ariel Fonseca Rivero, que vio la luz en 2018, por la editorial espirituana Ediciones Luminaria.
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Un poemario donde será recurrente la imagen de la casa. A veces desde el balcón, la cama, el picaporte de la puerta. Pero siempre la casa: unas veces refugio, otras veces cárcel. No podría imaginar el autor que a finales de 2019 el mundo comenzaría a vivir, verso a verso, lo que en este libro describe casi como una predicción:
Voy al balcón hojas secas calle desierta
Tengo la sensación de estar viviendo un déjà vu
Una muchacha camina descalza Algo en su
cara recuerda la muerte
La soledad, el silencio, serán comparados al pez que mira el paso ralentizado de un dedo por el cristal de la pecera que le sirve como casa-jaula. Otros textos mostrarán imágenes de lo que acontece fuera: se sentará en el parque, saldrá a correr en las tardes, se confundirá con los escasos transeúntes. Sin embargo, cada una de estas escenas dejarán la sensación de imágenes construidas desde el encierro. Las paredes serán cada verso más perceptible.
La ciudad es un perro hambriento/
Salgo a correr en las tardes/
Los transeúntes van/
vienen/
No ha cambiado el ruido/
el olor de la impaciencia/
el sabor del conformismo/
que corre por la garganta y nos impide respirar
Al final de este poema dirá, como una confirmación silente del espacio limítrofe y, tal vez, para insinuarnos el por qué de su distanciamiento: “El despertar es lo más duro de vivir”.
Mientras avanzo en la lectura siento que soy unas veces narrador omnisciente, otras el autor o el protagonista. Y es que el libro está escrito en un lenguaje conversacional, narrativo y fácilmente sugestiona por el modo de tratar el tema de la soledad, la enajenación, la prisión que en ocasiones somos para nosotros mismos.
En las altas horas de la noche el protagonista escribe y lee, se mantiene atento contra las trampas del sueño: quedarse dormido puede ser peligroso si la ciudad asecha amenazante.
A las tres de la mañana/
desde el balcón/
grito a la ciudad mi rabia
Podemos hablar de un libro construido desde la intimidad, donde el poeta nos describe con nostalgia las huellas de un amor que, en algunos textos, irá desapareciendo; en otros insistirá en mantenerse a flote como un sobreviviente que se aferra a la última tabla del naufragio:
El día que te conocí
descubrí la tortuga Las gomas de un auto
habían machacado el caparazón su existencia
se redujo a un montón de pedazos que
imaginé un rompecabezas
Hoy camino a casa pensaba en la huella
cada vez más tenue
Jamás imaginé que el tiempo fuera capaz de
borrar algo tan fuerte como una tortuga sobre
el asfalto
(Página 15)
Ensalivo el dedo y hago círculos en tu abdomen
Soy más idiota que antes La vida me ha dado
por querer parecerme a todos por no ser
nadie Velo tu sueño como si alguien pudiera dañarte
(Página 26)
Ariel no esconde su postura de narrador. Ha dividido el libro en versos sin que cada poema abandone su conflicto. Sirva de muestra la página 20: la casa recordará los castillos medievales donde cuelgan en las paredes los trofeos de cacería. El autor intentará escapar del interior de la mansión, no sin antes acariciar las pieles de las bestias disecadas y sentir su dolor. Cada trofeo será una distracción inevitable. Al final una voz, que se describe como dulce y que a mí como lector me suena escalofriante, le instará a quedase, a besarla. Y la besará. Quién sabe si por amor u obligado por ser sorprendido huyendo mientras duerme. ¡Quién sabe! Intentará correr nuevamente y nuevamente fracasará. Las pieles y su dolor atraerán sus manos en una manía patológica y retardarán su escape. Al lector le quedará la duda de si “la voz” realmente existe o es la soledad que grita desde todas las esquinas.
Ha llegado la primavera y la gente camina sujeta al suelo por el cansancio, como si el invierno fuera imposible de olvidar. Se notan aburridas y aún así caminan. Los niños se mesen en los columpios y dan la impresión de que todo vuelve, vez tras vez, a ser lo mismo. La rutina y su torpeza llena el espacio. El autor se suma a esa multitud, camina. O al menos eso dice. Tiendo a creer que desde la ventana observa con dolor el paisaje e imagina que sus paredes dejan de ser el límite.
Llego a la última sección. El libro parece cada vez más breve y, sin embargo, la muerte asalta como la única salida del protagonista. La casa ha dejado de ser mencionada, pero es una alegoría que persiste. Ahora soy yo el que observa que los niños han vuelto y el ruido de los columpios es lo único que delata un tramo feliz.
Me movería al parque si no fuera más que otra farsa/
Es medianoche/
En el parque se detienen los columpios/
El olor a felicidad ajena me obliga a vomitar
A veces, acostumbrados a vivir de lo que a otros le sobra, nos negamos a creer que existe la abundancia. Los restos del dolor se anuncian en cada página: los transeúntes que pasean, las paredes de la casa, las bestias disecadas y hasta el invierno que insiste en golpear con sus recuerdos toda la consistencia de la primavera. Las puertas de escape han desaparecido para el último poema y el protagonista reprocha haber despertado. El silencio es desgarrador.
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