¡El infierno está aquí! El otro no me asusta.
Marceline Desbordes-Valmore
Penthouse en el infierno.[1] Cabeza de caballo sanguinolenta. Cerebros podridos. Gato adhesivo sobre el asfalto. Entrar aquí es convertirse en el autor mientras dure el viaje: ¿peyote o ayahuasca? Elige. ¿Salir o no salir? En sus poemas se descubre la certeza de una cata: la poesía es experiencia. ¿Rimbaud o Kerouac? Ambos, probablemente, desde el envite o –quizás– desde el acto mismo de metaforizar(se) en lo circunstancial; y no solo eso, sino establecer esas circunstancias antes del acto mismo de escribir(se): el deslumbramiento del sujeto parado en medio de las vías férreas, conociendo que llegó ahí a voluntad, pero con un ingrediente imprevisto: una bestia de acero acercándose con estrépito: la esperanza insólita.
El sujeto conduce siempre a este tipo de situaciones. La mente en vilo. El cuerpo siempre a término. El riesgo es la belleza. La posibilidad del no dolor, porque el dolor es demasiado real, demasiado inevitable: “Diamanda insiste en lanzarse al río infestado de rocas./ Ha estado demasiado tiempo sobre el puente como para/ descubrir que cruzarlo/ es tan irrelevante como permanecer.”
En el fragmento anterior se revela uno de los cimientos sobre los que convulsiona Penthouse. Lo efímero del cuerpo ante lo inconmensurable de lo otro. Lo precario de la condición humana, a pesar de la voluntad que, al menos en apariencia, permite decidir entre permanecer en un punto o en el siguiente. Al decir de José Kozer: “Mi cuerpo no importa; o mejor dicho, solo me importa a mí.”[2] Esta idea se repite a lo largo del cuaderno: “El gato que se pudre en la Avenida 2 de diciembre está tan solo/ y solo yo me detengo a padecer su metamorfosis porque era mi gato./ Otros gatos aplastados me han sido indiferentes.”
Maikel maneja la visión de un país (el país); no desde lo voluptuoso, tampoco desde lo patético: trabaja con ironía sobre algunas capas áridas, rocambolescas: la cultura insípida o fingida del cocodrilo. Poesía urbana que llega a ser sorprendentemente cosmopolita, aunque se trate –sobre todo– de subrayar los estertores prematuros de una ciudad que nunca llegó a ser ciudad, país que no llegó a ser país: “La Niágara de mi abuelo penetraba las puertas de la isla como quien entierra una astilla bajo las uñas.”
Eso sí: no lo hace sobrevolando un dron, sino desde un punto de vista subjetivo a ras de suelo. Cámara en mano. Situado sobre un puente de vías férreas habría que decidir entre permanecer a la espera de la bestia de acero o saltar. Situado con los dos pies en el salto, habría que decidir si posicionarlo en las rocas o en el río que las envuelve. El infierno ganado a pulso, a golpe de colocarlo en imágenes en carne viva. Un infierno real: formado por todas las habitaciones, pent-house o no, habitadas o no, habitables o no.
Estamos en presencia de una poética singular, que suele colocar los ojos en la lengua del autor. Una anomalía en el espacio-tiempo. Sin dejar de ser contemporánea, se percibe en ella cierta nostalgia, cierto dejo vintage, de un pasado que sin embargo permanece, como escuchar vinilos en un tocadiscos a batería de litio: “Un rosado glow de palmeras rodea la cabeza del mundo./ Las lenguas edulcoran mi infierno,/ lo ablandan para colocar mi cabeza dulcemente en el fuego.”
Las referencias inevitables rondan por ahí como personajes de relleno en películas expresionistas; evocan una tradición que asume lo estrambótico con dulzura, pero con rigor, regalándonos una poética otra. Ni más allá ni más acá, sin apologías o viceversa, Penthouse parece una de esas cintas de Cine B, estrafalarias, cargadas de una belleza inaudita que tiende a mejorar con los años y las relecturas.
Lo quijotesco, lo virgiliano (piñeriano) alimentan en forma de moléculas un lenguaje muy personal, elucubrado desde la glándula pineal. En una danza litúrgica de ese lenguaje, el poeta estafa sílex a la cloaca. En la cloaca el lagarto se escuece y los viandantes fermentan a más no poder, pero el poeta intuye de dónde sacar. Y saca. El poeta vomita poesía. Recurriendo una vez más a Kozer: “lenguaje que no valora más la sangre que el semen”.[3]
Las palabras son solo palabras, el lenguaje las usa a discreción del poeta que escribe, para ejercer la voluntad de alimentar un sentido únicamente sonoro, rítmico y de construcción cerebral del símbolo; el símbolo entendido como multiplicidad de signos culturales, incluso antropológicos: “De ahí el trabalenguas repta inepta y conceptual e infecta la recta / la espora perpendicular. / De ahí la música de un tipo arrastrando una cabilla por los adoquines.”
Maikel Velázquez se posiciona en medio de las vías con este cuaderno, en espera de la bestia de acero, que le percibirá gritándole sus maniguas. Además de leerlo, habría que verle diciendo sus textos. En medio de un trance cercano al de los sufíes o los toasters, segrega lenguaje. Poesía visceral e implacable, que salva desde las antípodas. Zombi envenenado. Culo caníbal. Pelea de perros. Penthouse en el infierno.
[1] Penthouse en el infierno, Maikel Velázquez, Ediciones La Luz, Holguín, 2016.
[2] José Kozer: Ave atque vale; entrevistas a José Kozer, Ediciones Orto, Manzanillo, 2016, p. 13.
[3] José Kozer: Ave atque vale; entrevistas a José Kozer, Ediciones Orto, Manzanillo, 2016, p. 35.
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