Trebejos en el juego brutal de la vida

El consumo de textos teatrales es poco usual entre la generalidad de los lectores. Esto es fácil de constatar si hacemos entre nuestros conocidos una breve encuesta. Pero Ediciones La Luz insiste en incorporar a su catálogo la diversidad genérica capaz de ofrecer una mirada a la creación literaria de los jóvenes creadores cubanos. Es el teatro una de sus inclusiones más recientes. Suman alrededor de una decena de títulos del género los que se inscriben en esta lista.

Así lo hace Ludoteca, de Leonardo Estrada Velázquez, dramaturgo, crítico, asesor teatral, traductor, entre otros muchos oficios y competencias que sirven de credenciales a este joven.

Con esta entrega el autor no reúne personajes sino jugadores que se mueven en una Habana áspera, en blanco y negro, cuadriculada. Aquí Fabián, Silvia, Frankie, y El Rata conocen bien los pasos que pueden dar, su dirección.

Porque, aunque se crean con libre albedrío y su voluntad o naturaleza les compulse a salir de los designios de la marginalidad intrínseca, de la prostitución como único camino probable, de la cárcel que habita dentro del expresidiario como algo inmanente, no basta.

Frente a un tablero podrían vivir un hombre y un niño. Dilapidar allí sus horas sin pensar en futuros pocos auspiciosos, en presentes lamentables, en pasados de los que abjurar o arrepentirse. En una ludoteca cualquiera esperaría estar a salvo.

El juego puede ser el refugio. El ensayo de la vida. En los juegos prohibidos hay otra manera de vivir, pegada a los límites, entre la fortuna y el descalabro, bien lo saben los que se arriesgan a jugar.

La ludoteca puede ser un lugar para salvarse. Pero hay deudas que condenan a los deudores. Fatalismos. Karma. Elecciones imposibles. A veces un peón se cree que es rey.

A veces un púber, atropellando su infancia y con mucho por andar para llegar a la adultez, se enfrenta a desafíos que lo superan, porque es colocado por las circunstancias ante la obligación, ante la exigencia de crecer a destiempo.

Y hay quien ataca por las esquinas más impensadas, por los flancos desprotegidos que quedan en el tablero. Planeando un jaque falaz, están las ratas al acecho.

Mientras, una mujer que no es dama, pacta entre el abandono y el placer, para regresar a casa con unos centavos, apenas le alcanza para subsistir. Parece que pudiera moverse a todos lados, pero recorre un círculo de vicios, sirva este juego de palabras para evidenciar que es presa de la miseria. Acepta venderse a escondidas para solventar la economía doméstica. No busca pretextos. Hay gente así, que apenas sobrevive, diríase, que agoniza.

Dura en Silvia un modelo de maternidad cuestionable para muchos, y al mismo tiempo un sacrificio, el nacimiento de una heroína contradictoria, que en el acto de defensa de su familia termina exponiéndola, dejándole indefenso. Su vida, presentada en estas líneas, parece la suma de muchas desgracias, a veces, quizás muy seguido, la realidad supera a la ficción.

Saltan entre las páginas, o al abrir las puertas de este sitio de juegos, por momentos macabros, cierta mordacidad, la crudeza del gesto de quien amenaza, de quien hiere; el acto casi animal, instintivo, de defensa; el sexo como un canje, el desamparo, la soledad, el niño que cuida a otro niño, padre de sí mismo y de un hermano expuesto, la niñez como un estado de gracia o de desgracia, la fragilidad del cuerpo chico, lo hostil que puede ser el mundo distanciado de idílicos cuadros familiares, postales que se cuelgan en cualquier anaquel, más no en esta historia.

Como trebejos mueve Leonardo Estrada a sus personajes. Les llama jugadores, pero en realidad nada deciden, son piezas. Construye con ellos escenas cotidianas, atadas al dolor, a la desesperanza. Exhibe al juego constante que es la vida, ajedrez gigantesco, donde el autor escoge estrategias. La apariencia del libre albedrío en contradicción a un destino escrito desde el principio pudiera pensarse que es la premisa de este texto, el hecho de que somos piezas en movimiento, sujetas a una voluntad más alta, esperando, con desasosiego que alguien diga Mate.

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