Aunque Delfín Prats nos diga que está “desasido de todo proyecto” y como el barco ebrio de Rimbaud pretende “ir descendiendo por ríos impasibles”, los lectores y amigos del autor de Para festejar el ascenso de Ícaro sabemos que los ríos de la memoria –que siguen cauces caprichosos– suelen variar su ruta y encontrar asideros para el desborde y el eros… Y que la poesía –trasmutada en disímiles formas– no abandona jamás al poeta. No hay manera de escapar de ella después de rasgado el fino velo de la búsqueda de la belleza… Podrá resistirse un poco –porque sabemos que la poesía es una flor de hierro candente sobre el pecho abierto– y decirnos que más que un nuevo libro serán versos, como Whitman con sus Hojas de hierba, quienes engrosen las páginas de El brillo de la superficie, su poesía completa publicada por Ediciones La Luz; pero las constelaciones hace mucho están abiertas y hace un buen tiempo, más de cincuenta años, que Delfín Prats inició un diálogo sostenido con eso que los griegos antiguos llamaban la poiesis y que Platón, en El Banquete, definió como “la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no ser a ser”. Ese viaje –a veces errante y otras confirmatorio y místico– del no ser al ser poético, de lo común a la fascinación, recorre en buena medida la obra de Delfín Prats y está presente en Islas Gilbert, pues aunque en lo externo lo real esté “esplendiendo o degradándose”, dentro la poesía arde.
Y aunque Delfín nos diga que es “un poeta a saltos”, sin una continuidad o un oficio en las letras, sabemos que “estupefacto ante la maravilla del bosque rotundo que ya se adentra en la noche anclada” nacieron los versos espléndidos que han colocado su nombre en el corpus literario nacional, como los de Lenguaje de mudos, “Aguas” y ahora los de Islas Gilbert, que publica en su colección Analecta Ediciones La Luz, para festejar con él los múltiples ascensos de Ícaro, porque Ícaro sigue levantando vuelo hacia el infinito, el universo y la sustancia exterior. Sabíamos que el poeta trabajaba en nuevos versos y le habíamos escuchado leer fragmentos en algún espacio literario; y sabíamos, además, que estos versos partieron –aunque Delfín nos diga que es difícil rastrear cómo se hilvana un poema, cómo un prototexto va imantando esquirlas– de los incendios en la Amazonía en 2019 y de un documental que nos muestra cómo Kiribati, antes Islas Gilbert, podría ser el primer país engullido por las aguas como consecuencia del cambio climático. Las enormes selvas sudamericanas ardiendo, devorando la vida en su interior… y un pequeño archipiélago habitado por personas que viven de lo que les ofrece el mar, protagonista absoluta de la vida en Islas Gilbert, aunque las olas del océano Pacífico pueden acabar sumergiendo un país levantado, precisamente, de coral y aguas. Pero –cuidadoso con cada palabra que se desprende en su viaje hacia las confabulaciones de lo poético–, Delfín Prats insistía en decirnos que aún no estaba terminado, que la partida hacia las Islas Gilbert en la Polinesia francesa –la misma que cautivó a Paul Gauguin– debía esperar un poco más. Y esperamos, sí, expectantes, por la concreción de ese alegato sobre el amor y los anclajes de la posesión, un alegato donde el poeta se decide por esa belleza transitoria y efímera que lo trastoca todo. Poco después, “Islas Gilbert” llegó a las plataformas digitales y el poema abría nuevas constelaciones. Incluso se publicó en formato libro-arte, como homenaje al cumpleaños 76 de Delfín, gracias a la iniciativa del Centro Provincial del Libro y la Literatura de Holguín. ¿Puede la belleza dejarnos impávidos, Delfín Prats? ¿Se puede ser inmune ante el esplendor y el caos, y “ver desde aquí incendiarse una y otra vez la selva”? ¿Podremos dejar de añorar los abedules de la juventud o la campiña prístina, atravesada por el riachuelo que aumentaba su cauce con las lluvias? ¿Cómo resistir la contemplación del cuerpo tendido sobre la cama, desnudo como mancha en tela blanca, alterando en su gozo los estados del sueño?
Estas y otras preguntas rondan Islas Gilbert, que se reconfigura como un sitio múltiple –la isla como cuerpo y viceversa– y espacio ofrecido al eros, que tensa sus músculos hacia “la naturaleza como cuerpo habitado”. El poeta que ama las islas puede descreer. Niega en principio el deseo que mira hacia “lo erótico como fuerza cósmica y creadora”. No obstante persiste la pesadumbre, asume las contradicciones y las adversidades, y es consciente de alejarse del cuerpo de estas islas fabuladas en un continuo forcejeo entre la violencia circundante y la violencia fecunda del eros; pero ello no le impide imaginar al cuerpo del deseo como un espacio real y soñado, en pulsión entre las aguas de un archipiélago casi virgen. Este grupo de islas es posible más allá de lo geográfico: desde el eros y el lenguaje pueden conjugarse los signos de la naturaleza, la libertad, el pensamiento y el deseo. Ese “animal extraño” le visita en las noches y el poeta pide un rompeolas para proteger la fragilidad de las islas Gilbert; algo que atempere el mar y sus avances, y le salve de esa “legitimación de la catástrofe [que es] intentar la poesía” cuando desde los confines líquidos del sueño y ante el cuerpo desnudo y su solventada esfinge, el poema empieza a escribirse por sí solo.
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