Con algunas obras una tiene una difícil relación, así me sucede con las de José de Sousa Saramago. Mientras Ensayo sobre la ceguera me produce desesperación lectora, y Levantado del suelo abulia, su novela de 1984, El año de la muerte de Ricardo Reis me seduce completamente. El ejemplar de Arte y Literatura permanece en mi pequeño librero pase lo que pase. He sido una vendedora de libros sistemática, porque no me gusta retener, pero esa genial novela seguirá allí hasta el final.
Recuerdo que comenzaba a pensar que me sería posible escribir narrativa justo en aquellos días en que Joaquín Osorio me entregó la novela para presentarla en una Hora Tercia del año 2001. Su libertad manifiesta me asombró, sentí que el libro estaba escrito con la conciencia de que los lectores deberían participar y ser capaces de descubrir qué parlamento correspondía a cada personaje, me sigue fascinando esa complejidad suya que sin duda me llevó a elegir el párrafo indirecto para mis textos, y provocó que insistiera en dejar bien claro las diferencias entre una voz y otra.
Pero El año de la muerte de Ricardo Reis es una prueba de lectura: comas seguidas de mayúsculas en diálogo del poeta muerto y el iniciado vivo en la poesía; combinaciones de versos de ambos sin señalamientos; dibujados sintagmas que ocultan intenciones.
Y luego, es una novela con superficie y hondura poéticas, como demandaba Ricardo Reis, ese heterónimo de Pessoa que es médico y trabaja en Brasil.
Saramago continúa el mito del poeta. Hace viajar a Reis de regreso a Lisboa cuando se entera de la muerte de Pessoa, y construye una de las mejores novelas inspiradas en personajes de ficción que ya cuentan con otra vida gracias al poder de la literatura.
El enigma de Pessoa queda al descubierto en las páginas de El año de la muerte de Ricardo Reis, porque el novelista entiende perfectamente el porqué de los heterónimos, sabe que Pessoa no se esconde detrás de ellos, sino que se expone en sus multiplicidades. El hombre múltiple fue capaz de crear universos literarios diversos, y Saramago entiende y disfruta esa elección.
Por qué Ricardo Reis y no Álvaro de Campos, el ingeniero homosexual, o Alberto Caeiro, que negaba la prosa, o cualquiera de los setenta y dos inventados por Pessoa. No lo sabremos, pero podemos intuir que Reis resultaba cercano a Saramago, cómodo a la hora de enfrentarse a esa bilateralidad narrativa.
El ejercicio que realiza el novelista, insertándose justo en el medio de dos historias, para enlazarlas y expandirlas, es perfecto. El ritmo que le imprime para que ambos personajes corran por su patria la suerte que les ha tocado, y sean capaces de amar, dialogar, poetizar, mientras los paisajes detrás develan una parte de la historia de Lisboa en 1936, es magistral.
Cuando termino otras lecturas, me acerco siempre a esta página del libro que permanece en mi librero:
La muerte de Fernando Pessoa le había parecido suficiente razón para atravesar el Atlántico tras dieciséis años de ausencia… Ahora duda. Fernando Pessoa, o eso a lo que da tal nombre, sombra, espíritu, fantasma, pero que habla, oye, comprende, lo único que ya no sabe leer, Fernando Pessoa aparece de vez en cuando para decir alguna ironía, sonreír benévolo, y luego se va, no valía la pena haber venido por él, está en otra vida pero está igualmente en esta, cualquiera que sea el sentido de la expresión, ninguno propio, todos figurados.
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