En el espléndido otoño de 2019 crucé la frontera apenas perceptible entre España y Portugal en compañía de unos estudiantes de la Universidad de Salamanca. La tarde anterior cuando me anunciaron que visitaríamos algunas aldeas del Portugal profundo en busca de castillos medievales, pensé de manera instintiva en Saramago. A la mañana siguiente, quedaron atrás las dehesas de alcornoques y los campos de olivos de Cáceres y entramos silenciosamente en tierra lusitana. En la frontera, el círculo de estrellas de la Unión Europea nos anunciaba el ingreso a Portugal, sin necesidad de engorrosos trámites migratorios.
Nuestra lengua materna se transfiguraba en los carteles y anuncios de los pueblitos contiguos a la carretera, y el tradicional «buenos días» tenía que mudarse de pronto al «bom dia». El asunto era, que yo desde el asiento del copiloto, continuaba de forma imperturbable pensando en José Saramago. Hay un momento en la línea «evolutiva del lector» donde dejamos, casi sin darnos cuenta, de perseguir libros dispersos para consumir la plenitud de un autor. Por razones que ahora no recuerdo demasiado bien, Saramago fue el primero en mi lista.
Ante el revuelo causado en Portugal por la salida de El evangelio según Jesucristo (1991), y gracias a su publicación en español como parte de la campaña promocional del Nobel, decidí que comenzaría por esa obra. A partir del encontronazo inicial rastreé como un sabueso cada una de sus novelas. Justo es que reconozca que la Editorial Arte y Literatura aligeró un poco mis pesquisas bibliográficas publicando además de El evangelio…, Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis, Historia del cerco de Lisboa, Ensayo sobre la ceguera, Ensayo sobre la lucidez, Las intermitencias de la muerte, El viaje del elefante, In nómine Dei (teatro) y más recientemente Levantando del suelo.
En esas grutas de tesoros que son las librerías de viejo compré Todos los nombres con el sello de Alfaguara en cubierta y traducción de Pilar del Río, y a cambio de un ejemplar de El nombre de la rosa obtuve Caín, otra novela generadora de múltiples polémicas. El hombre duplicado, La caverna, La balsa de piedra, y hasta la inconclusa Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, no tuve más remedio que leerlas en la pantalla del tablet. Recibí en préstamo Manual de pintura y caligrafía, y oh dolor supremo, al término de su lectura tuve que devolverla.
Los relatos de Casi un objeto y El cuento de la isla desconocida, también pasaron por mis manos; para ser exacto por mis ojos. Me resultaron pocas las páginas de Las pequeñas memorias, así como los apuntes recogidos en Cuadernos de Lanzarote. En fin, no es de extrañar que cuando alguien mencionó la palabra «Portugal» mi cerebro de forma automática remitiera a José Saramago. En junio de 2021 me topé con un post de la narradora cubana Dazra Novak, donde recordaba el encuentro que sostuvo Saramago en 2005 con los alumnos del Centro de Formación Literaria «Onelio Jorge Cardoso». De hecho, en la fotografía, la mano derecha de Saramago descansa sobre el hombro de Dazra, que no imaginaba que llegaría a dirigir el Onelio.
Mientras trato de utilizar todas mis herramientas informáticas para hacerme con una copia de La viuda (Terra do pecado), publicada por un muy joven Saramago en 1947 y que gracias a las gestiones de Alfaguara ha retornado a los lectores, celebro junto a Ediciones La Luz el centenario de este singular novelista nacido en los años veinte del pasado siglo. Su prosa, un poco densa (es cierto), me reconcilia vez tras vez con la literatura. Cuando subí aquella mañana de octubre de 2019 al Castillo de Monsanto, a solo veinte kilómetros de la frontera y contemplé la aldea incrustada en granito, los molinos de viento, los olivares y membrilleros, la campiña portuguesa en todo su esplendor, supe que antes, mucho antes, ya había estado allí.
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