En el año de su nacimiento se hundió el Titanic. La maldita circunstancia del agua por todas partes, diría. Un barco no es una isla. Virgilio no es una isla, pero quiere serlo.
Ha viajado, traducido a su amigo polaco Witold Gombrowicz, ha escrito, publicado, fundado revistas como Ciclón, una herejía junto a Rodríguez Feo, ha polemizado, lo hará toda su vida. Ha hecho amigos y enemigos. Ha regresado a su casa y aún no es 1959.
Entonces el país da un vuelco sobre sí mismo y se sacude la sombra del norte, convulsiona, se desprende de la garra. Virgilio escribe. El filántropo y La sorpresa son parecidos a ese tiempo nuevo. Van a escena. Envuelto en la vorágine transformadora de la revolución crea, cree.
Luego Virgilio tiene miedo. Lo ha dicho. Pero sigue siendo Virgilio, el de los Cuentos fríos, irónicos, absurdos, donde están los «puros hechos» y es suficiente; el de las Pequeñas maniobras narrando vidas intrascendentes, tan normales, hechas de gestos nimios, tan parecidos a la realidad; el del mito griego reinventado con ingredientes cubanos en Electra Garrigó, el del absurdo en El flaco y el gordo. Virgilio-Oscar, el poeta de regreso de Argentina, algo cercano a vencido, el mismo hermano de Luz Marina, anhelante del Aire frío, protagonista del ciclo infinito de la pobreza de una clase media en perenne agonía.
En él irradian el lenguaje autóctono, la ironía como firma, el humor negro, una causticidad ontológica, la reinvención del teatro cubano, la búsqueda de desmarcarse del cuórum, la vanguardia de la vanguardia. El hombre que ama a un hombre abiertamente en tiempos de puertas cerradas. Ese es Virgilio.
Busca constantemente la experimentación. Prueba la fórmula del teatro en el teatro. Reta al público, procura la interacción, provoca. Con Dos viejos pánicos gana el premio Casa de las Américas y es publicado en 1968.
¿Sería la maldita circunstancia, la de su nacimiento, la misma de su vida? Virgilio tiene miedo. Cómo no temer. Él es la disonancia. A nadie parece gustarle la estridencia de su otredad. Virgilio escribe, escribe como un modo de oxigenarse el alma, aunque en esta última etapa de su vida nada vaya a escena, nada se publique. Virgilio Atlas. Virgilio carga su isla en peso, la de su apartamento donde náufrago de su propia existencia crea un micromundo al que solo acceden unos pocos, elegidos acaso. Gente con menos miedo, menos grises que los años que viven.
Virgilio, hacia el final, como Rosa Cagí, quien fuera configurada en esa extraña latitud que es ser muert[o] en vida, pensaba en la posteridad. 1979 fue año atroz, al menos para la literatura cubana a cuyo panteón entraba el dramaturgo, el poeta, el narrador. ¡Ah, la oscura cabeza negadora!
De Virgilio se podría decir que ha vivido y… escrito infatigablemente, soñado lo suficiente para penetrar la realidad.
Tomó años devolverlo de una injustificada ignominia. Más de cuatro décadas han pasado desde su transformación. Ahora vuelve a las estanterías, al escenario, a los lectores.
Por eso como en un ciclo perpetuo Virgilio se convierte en isla. Virgilio, frontera del oleaje. Mis piernas se irán haciendo tierra y mar, y poco a poco, igual que un andante chopiniano, empezarán a salirme árboles de los brazos, rosas en los ojos y arena en el pecho. En la boca las palabras morirán para que el viento a su deseo pueda ulular. Después, tendido como suelen hacer las islas, miraré fijamente el horizonte…
- ¿Así que era verdad?
Indagará el poeta de vuelta eternamente a su Ítaca. Y entonces las olas subirán efervescentes por la plataforma insular de su poesía.
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