Nuestro símbolo no es pues Ariel,
como pensó Rodó, sino Caliban.
Roberto Fernández Retamar
Escrito hará pronto cuarenta y cinco años, pienso que Caliban. Apuntes sobre la cultura de Nuestra América, publicado originalmente en el número 68 de la revista Casa de las Américas, de septiembre/octubre de 1971, —pero fechado entre el 7 y el 20 de junio de aquel año—, es quizás el más universal de los ensayos producidos por un intelectual cubano después de 1959. Y asimismo considero a su autor, el poeta, ensayista y profesor Roberto Fernández Retamar el miembro más brillante de la vanguardia creadora de su generación.
El filósofo argentino Néstor Kohan, en una valiosa exégesis del texto, ha destacado su genealogía con otros grandes ensayos latinoamericanos: “Como los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana de Mariátegui, El socialismo y el hombre en Cuba del Che o Dialéctica de la dependencia de Ruy Mauro Marini —para mencionar tan sólo tres obras emblemáticas— el ensayo Caliban de Roberto Fernández Retamar constituye una cumbre del pensamiento latinoamericano”. A los ensayos mencionados yo agregaría otros dos importantísimos textos emancipatorios latinoamericanos, que también tributan de manera explícita al estudio de Retamar, me refiero a la Carta de Jamaica (1815) de Simón Bolívar y a Nuestra América (1891) de José Martí.
La recepción y difusión de “Caliban…” en el universo intelectual latinoamericano y mas allá de sus fronteras fue instantánea, y sus páginas fundadoras iluminaron como un reguero de pólvora los caminos de los estudios subalternos y poscoloniales. Al decir del destacado critico marxista estadounidense Fredric Jameson:
Su clásico Caliban, después de todo, (…), es el equivalente latinoamericano del libro de Said Orientalismo (al que precede por unos seis o siete años) y generó una inquietud y un fermento similares en el campo latinoamericano; mientras su elocuencia sostenida y apasionada, el profundo aliento de su vocación polémica, lo marcaron estilística y formalmente como un momento único en los avatares de esa forma moribunda, el moderno panfleto cultural.
Por cierto, que la comparación del ensayo de Retamar con el libro del palestino Said no es una idea original de Jameson, sino que como confiesa el propio autor, esta semejanza de propósitos le fue señalada indistintamente por John Beverley, Ambrosio Fornet y Desiderio Navarro. Las circunstancias coyunturales para la escritura de Caliban han sido explicadas ampliamente por Retamar en varias ocasiones, y hunde sus raíces en la década luminosa y batalladora de 1960, “aquel momento hermoso en que en muchos países la vida intelectual estuvo, al menos en considerable medida, hegemonizada por la izquierda”.
El año 1971, bueno es recordarlo, fue declarado por la ONU Año Internacional de la Lucha contra el Racismo y la Discriminación Racial y en Nuestra América, las luchas de los pueblos por su liberación sacudían el continente: en Bolivia contra la dictadura de Hugo Bánzer, en Uruguay con la fundación del Frente Amplio por Liber Seregni, en Chile el presidente Salvador Allende nacionalizó la banca privada y la gran minería del cobre y en Colombia los estudiantes protestaban contra las privatizaciones. En el plano de la cultura, el poeta chileno Pablo Neruda fue galardonado con el premio Nobel de Literatura, mientras que en Cuba se producían los sucesos del tristemente célebre “caso Padilla”, dejó de publicarse la importante revista Pensamiento crítico y tuvo lugar el Primer Congreso de Educación y Cultura que normaría, con dolorosas consecuencias, la cultura cubana de los años 70 y aun parte de la década siguiente.
Cuatro décadas y media después, el símbolo Caliban, ese “concepto metáfora” o “personaje conceptual” del que Retamar expresó: “se me volvió una suerte de encrucijada a la que conducían textos míos anteriores; y de la que partirían otros que aparecen en varios de mis libros” , conserva una inquietante permanencia y ha tomado caminos y expresiones que reflejan la diversidad cultural y la fragmentación ideológica del mundo contemporáneo. A guisa de ejemplo, Caliban ha devenido en nombre de una revista católica española para jóvenes (cuyo subtítulo se proclama la revista del nuevo milenio), de un blog dedicado al análisis de la historia de Estados Unidos y el análisis académico del imperialismo norteamericano, y también de una publicación electrónica cubana dedicada a la historia y el pensamiento que fundé y dirijo desde el año 2008. Asimismo da nombre a editoriales, grupos de teatro, casas productoras de cine, una banda de rock metalcore alemana, personajes monstruosos de novelas, películas y videojuegos, y a una de las lunas del planeta Urano descubierta en 1997. Una entidad francesa de adictos a los robots y la inteligencia artificial se denomina Asociación Caliban.
Dentro de esta complejidad de imágenes calibanescas, los finales del siglo XX y principios del XXI han sido escenario de varios intentos intelectuales por releer al concepto-metáfora Caliban, en la dimensión que le otorgó Fernández Retamar y otros autores, como símbolo de la resistencia cultural de Nuestra América. En el presente texto ofreceré varios ejemplos de estas recepciones contemporáneas, en muchas de las cuales la relectura del Caliban de Retamar trata de polemizar o de cuestionar sus originales filos descolonizadores.
Así tenemos el ejemplo del crítico literario estadounidense Harold Bloom, quien en su monumental estudio sobre el autor de La Tempestad: Shakespeare: The invention of the Human (1998), expuso que la obra que representa el enfrentamiento entre Próspero y Calibán ha sido “arrastrada a la destrucción” por parte de los multiculturalistas, las feministas, los marxistas y los nouveaux historicistas (“los sospechosos habituales”, acota) quienes “conocen sus causas pero no las obras de Shakespeare”. En sus palabras: “La Tempestad no es ni un discurso sobre el colonialismo, ni un testamento místico.” De esta afirmación, demasiado obvia si solo se le interpreta literalmente, se infiere, a juzgar por el tono beligerante de la prosa de Bloom, que las apropiaciones literarias que a lo largo del siglo XX han hecho de dicha obra escritores como Aimé Césaire, George Lamming, Edward Kamau Brathwaite, Roberto Fernández Retamar y Luis Britto García, entre otros, serían deplorables explicaciones, ideológicamente perversas, de una de las últimas obras de Shakespeare.
Bloom, quien no vacila en proponer a Shakespeare como el modelo a seguir para toda la literatura occidental, e incluso propone que el hombre actual proviene de este autor, pues sus personajes habrían inspirado una forma moderna de ser humanos, se siente “irritado” porque se haya tomado a Caliban como una “alegoría antiimperialista” en el Tercer Mundo, por lo que llama “la contemporánea escuela del resentimiento”.
En el Diccionario de Filosofía Latinoamericana, patrocinado por la UNAM, la entrada correspondiente a Calibán, sostiene que: “La discusión relacionada con si Shakespeare, a través de su Calibán, hacía referencia explícita a la América recientemente descubierta ha sido larga y pedregosa, de tal forma que algunos intelectuales han recurrido a su imagen para realizar una analogía con América Latina”. Y continúa diciendo:
La intelligentsia de América Latina ha retornado la imagen de Calibán como una metáfora de la realidad latinoamericana. (…) Calibán es un símbolo que, aun siendo recurrente en los autores latinoamericanos, es importado del Viejo Mundo. Calibán mismo sufre una transportación y una metamorfosis. La afinidad podrá ser con los indígenas o habitantes de Nuestra América, pero finalmente Calibán es una creación europea y no tanto de América Latina. La cultura latinoamericana es más calibanesca por las interpretaciones y por la creación de Calibán como arquetipo, que por la esencia misma del personaje shakespereano.
Como se colige de la cita anterior, pareciera que Caliban es netamente una creación intelectual europea, un monopolio de aquella cultura y por lo tanto una imagen extraña y exótica a nuestro continente, que tuvo que ser transformada artificialmente para asimilarla a las realidades americanas. De igual modo, su reducción empobrecedora al mundo indígena nos revela las limitaciones interpretativas de este diccionario y la sesgada lectura que realiza de los autores que cita, principalmente de Lamming, Cesaire y Retamar. El propio Retamar abordó y dilucidó esta cuestión en su ensayo cuando dice: “Al proponer a Caliban como nuestro símbolo, me doy cuenta de que tampoco es enteramente nuestro, también es una elaboración extraña, aunque esta vez lo sea a partir de nuestras concretas realidades. Pero ¿Cómo eludir enteramente esa extrañeza?”.
La investigadora mexicana Liliana Weinberg, apunta en un texto de 1994 una doble genealogía calibanesca en Latinoamérica: la que corresponde a la constituida por el Caliban de Darío y Rodó, autores que retoman la oposición materialismo-espiritualismo y la “constituida por el Calibán de Aníbal Ponce, Fernández Retamar y de Leopoldo Zea a partir del Discurso desde la marginación y la barbarie (1983), en las cuales, de acuerdo a las líneas de ensayo anticolonialista, se privilegia el enfoque de una relación colonizador-colonizado”.
Es sospechoso que esta autora prescinda en su clasificación de nombres tan significativos como Lamming, Cesaire y Brathwaite, pero lo verdaderamente sorprendente, a mi juicio, es su opinión de que: “La lectura inmediatamente política y centrada en el Caribe que hace Fernández Retamar del mito de Calibán ha sido superada por la relectura universalizadora del problema de Calibán que nos ofrece Leopoldo Zea”.
No se trata aquí de ver cual lectura resulta más pertinente o superadora de las demás, pero me cuesta trabajo admitir que la propuesta del filósofo mexicano sea más universal, por el solo hecho de intercambiar los roles del colonizador-colonizado, en virtud de la imposibilidad de ambos de sostener un diálogo:
No es posible establecer un diálogo en la medida en que no se pueda reconocer en el otro no un elemento de la naturaleza a ser conquistado, un ser inferior, extraño y bárbaro, sino un par, un igual, portador de lenguaje y con derecho a diálogo. Un modo de universalizar el problema del colonizado y la relación hegemónica con el otro es el que encuentra Zea en la dificultad del diálogo y en su conversión paradójica, de lengua impuesta en grito: «La resistencia, la subversión, la conspiración no son obra del supuestamente monstruoso Calibán, sino del propio Próspero».
Dentro de esta representación lingüística, el estado ideal para el diálogo se alcanzaría cuando “Próspero tome conciencia de la realidad y conozca al verdadero Calibán e, inversamente, que Calibán haga de la palabra de Próspero «un instrumento de su propio discurso liberador». Convertir a Próspero en subversivo y a Caliban en bárbaro que puede transformarse en civilizado al aceptar el lenguaje del colonizador constituye, dentro de la tradición calibanesca emancipadora, una aporía demasiado ardua para insistir en ella.
En uno de los ensayos más voluntariosos sobre el tema del caníbal en la cultura occidental, el profesor colombiano Carlos Jáuregui rastreó las posibles pistas del calibanismo y su reformulación en el contexto de los movimientos descolonizadores y progresistas en América Latina. En su examen de la propuesta de Retamar, opina que su calibanismo no es ajeno al arielismo que impugna, y para demostrarlo dice: “La ocasión misma que da lugar al ensayo, el llamado caso Padilla, es una pugna arielista”. Más adelante señala que las dos grandes tradiciones simbólicas del tronco shakespereano, la arielista y la calibanesca anticolonial y revolucionaria, pecarían de androcéntricas y machistas en sus presupuestos, lo que exigiría una “feminización” de Caliban y dar mayor relieve a personajes como Miranda o la bruja Sycorax. A propósito de estas nuevas miradas sobre algunos personajes “secundarios” del drama de Shakespeare, ha señalado Kohan que:
Si la discusión tradicional sobre La tempestad —que Fernández Retamar recupera tomando partido y haciéndose eco de polémicas anteriores— ha girado en torno a la disyuntiva sobre qué representan Caliban y Ariel, en los últimos años un nuevo personaje de la obra, hasta ayer en segundo plano, ha ganado la atención y entrado en la palestra del debate. Se trata de la bruja Sycorax, madre de Caliban, que según Shakespeare “opera con hechizos, sapos, escarabajos y murciélagos”. Ese personaje endemoniado y aparentemente difuso, siempre opacado y en un segundo plano, es recuperado con gran acierto y lucidez por el pensamiento feminista marxista de nuestros días.
Volviendo al texto de Jáuregui, este reconoce el ensayo de Retamar como “el último gran ensayo nacional latinoamericano” y “uno de los textos obligados de la historia colonial latinoamericana” , pero lo sitúa como una reedición arielista “en el horizonte conceptual de la Teoría de la dependencia y del marxismo cubano de los 60” y desautoriza su hispanismo lingüístico, la disolución étnica y su androcentrismo, supuestamente deudores de las posturas evolucionistas y desarrollistas marxistas de su autor.
Sin embargo, su crítica rebasa el texto retamareano para llegar a la afirmación de que la Revolución cubana fue un Caliban convertido en Próspero “en la medida que no abandona el proyecto ilustrado ni el horizonte del desarrollo. Este es el problema y la tragedia intima de la inversión semántica de Caliban y del proyecto político revolucionario cubano”. No puedo menos que pensar en una postura de un idealismo extremo en Jáuregui, si en verdad piensa que un Estado deja de ser revolucionario al proponerse desarrollar un país o industrializarlo, o que es “arielista” porque democratiza la cultura y enaltece el papel de los intelectuales.
Creo que una de las respuestas más inteligentes a las objeciones planteadas por Jáuregui, la dio el crítico literario mexicano Víctor Barrera Enderle, cuando afirma que Caliban debe entenderse como representante de las múltiples otredades que habitan Latinoamérica, incluyendo por supuesto la lengua, el color de la piel y el género de los oprimidos. En su opinión: “Lo importante en este caso es hacer la lectura desde y en las particularidades de un sujeto descentralizado, capaz de expresar y describir sus deseos, sin mediaciones ni imposiciones (…)” y asegura que:
Mientras no se discutan, en las esferas políticas y jurídicas, ni los problemas de género ni las diferencias culturales de los pueblos y comunidades marginadas, se seguirá reproduciendo la conciencia unilateral del colonizado. Se requiere también la recuperación de dimensiones subsumidas en los discursos oficiales: lo estético, lo crítico, lo autorreflexivo. La polifonía es la vía más fértil.
Otras muchas censuras realiza Jáuregui al Caliban de Retamar, pero en todas rezuma un cierto “rencor”, para usar las palabras de Bloom, cuando no un intelectualismo grandilocuente y miope que lo lleva a afirmar que se trata de un texto escrito bajo la impronta del quinquenio gris. Opino, por el contrario, que el texto de Retamar es uno de los pocos ensayos verdaderamente luminosos de aquel período, junto a La revolución pospuesta (1971) , de Ramón de Armas y Ese sol del mundo moral (1975) de Cintio Vitier, en los que la historia, la ideología, la cultura y la ética realizan diálogos fecundos y aportadores a la historia del pensamiento cubano y continental. En el caso de “Caliban”, su trascendencia en la historiografía cubana y latinoamericana, como exponente de la historia de luchas y del pensamiento emancipador en el mundo colonial y neocolonial, es incuestionable.
En una cuerda semejante al sentido original planteado por Retamar, el sociólogo argentino Carlos Alberto Torres, director del Instituto Paulo Freyre de la Universidad Central de Los Ángeles, sostiene que Caliban, y no Ariel, debe ser el símbolo del intelectual crítico latinoamericano, comprometido teórica y prácticamente con los procesos de cambio social y no al servicio de los poderes oligárquicos:
Alguien que ofrece a la sociedad como su espejo, los aspectos críticos que deberían ser confrontados para mejorar los mecanismos de sociabilidad, para mejorar los mecanismos de producción, para mejorar los mecanismos de intercambio político. (…) todo intelectual crítico debería cuestionar la «mercantilización» de las actividades humanas. Es imperioso que intelectuales críticos, creando imaginarios sociales no lo hagan solamente a partir de la rica tradición ensayística de América Latina sino también a partir de la investigación empírica rigurosa.
Para Carlos Alberto Torres, en una propuesta que me parece muy atendible, el Caliban/intelectual crítico debería conjugar la triple condición del sabio, en el sentido académico; del pensador, haciendo honor a la vasta tradición latinoamericana en este campo y de ser un militante por la emancipación de los pueblos como Caliban:
La lección es evidente: la tarea de los intelectuales críticos no es solo construir imaginarios colectivos, sino también luchar junto con los movimientos sociales y los actores democráticos para la construcción de un mundo más justo donde sea más fácil amar. Así, un intelectual crítico debe ser un scholar en la más rica tradición política latinoamericana, y, como Calibán, un militante de la libertad.
Estimo que Roberto Fernández Retamar es un paradigma vivo de ese intelectual latinoamericano, lúcido, crítico, sensible y justiciero. Retamar es un poeta que cree “con un previo fervor y una misteriosa lealtad”, como diría vehemente Borges, en la fuerza y el valor las imágenes; y que forma parte ya de sus propios versos, en esa legión calibanesca donde lo acompañan los que “hacen los mundos y los sueños, las ilusiones, las sinfonías y las palabras que nos desbaratan y nos construyen”.
Foto: Tomada de Granma
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