Amanece. Cuerpos yacen sobre el suelo como carne sin nombre. Carne que respira destinada a sobrevivir o sobre-morir tras las próximas 24 horas. Como zombis olvidan su voluntad creadora. Los cuerpos (ahora) pertenecen al silencio y a la contradicción de existir. Amanece y el pavimento pierde la dureza de la piedra para adquirir otro tamaño. Se trata de la multitud posada en la fatiga y el estrés tras la necesidad de existir.
El Ciervo Encantado es más que un grupo de teatro, es un As de luz que funge como espacio de resistencia. Los que asistimos a cada puesta en escena de la maestra Nelda Castillo y sus actores nunca estamos solo frente a un paisaje estético, sino que también ponemos la mirada sobre algo más aterrador: la realidad. El mundo de “lo posible” está en las obras de El Ciervo Encantado como un martillo golpeando una roca que no quiere ceder su estatus. En esta última imagen nosotros somos la roca y Nelda el martillo cuya mayor fuerza está en la verdad que nos invita a presenciar.
El último fue el espectáculo estrenado por El Ciervo Encantado durante el mes de noviembre en su sede de calle 18 entre Línea y 11. Un performance escénico con la voluntad de mostrarnos una realidad donde la violencia está normalizada ante nuestras escaseces. El desasosiego de tres cuerpos apilado sobre el temblorcillo/la calle/el parque, nos confronta. Los cuerpos desnudos llevan un nasobuco de tela blanco, de esa manera la expresión se concentra en los ojos y en la desnudez. ¿Tela protectora? ¿Tela de la enfermedad? ¿Tela para el silencio? Parece que los tres actores no sienten, no necesitan hablar ni entender lo que hay a su alrededor. Son carne innombrable, carne rota ante la desidia que significa vivir por norma.
¿Cómo resistir a un cuerpo normado por sus necesidades básicas? ¿Cómo no doblegarse ante el poder de la realidad? ¿Cómo no sentir/hablar/imaginar? ¿Dónde termina la cola? ¿Dónde comienza lo nefasto? Amanece y la realidad es un absurdo indescriptible. El Ciervo Encantado no busca complacer nuestra mirada, aunque las imágenes en escena resultan más que atractivas. La mirada pierde la curiosidad para inventarse la poesía. La mirada es subvertida por el oído. El performance trae la barbarie a través del ruido de una ciudad que se desprende del humanismo, una ciudad colapsada por nuevos fantasmas. Esos fantasmas están en el desgarrador paisaje sonoro que durante toda la puesta, evoca las colas y las aglomeraciones provocada por la falta de abastecimiento durante el tiempo más crudo de la pandemia. ¿Cuál pandemia?
Yindra Regüeiferos, David Valera y América Medina hacen del cuerpo un material simbólico. Cuerpos que representan a la multitud, cuerpos ciudad, cuerpos sin opciones para contradecir al movimiento. ¿Será esto el libre albedrío? La angustia se respira. La imagen superpuesta al sonido se agranda hasta que nuestra imaginación se confunde. La ficción, el teatro y el arte desaparecen ante nuestra experiencia. El paisaje sonoro es tan familiar que parece arrancado de un fragmento de nuestras vivencias. Es imposible negar que todos hemos sido parte de la enfermedad. La angustia se respira. Todo se hace más lento, más espeso. Amanece.
La iluminación, el sonido y los cuerpos que construyen el espectáculo nos permiten adentrarnos en las fronteras de la reflexión, más allá de cualquier configuración poética. Se trata de un proceso artístico no dramático/no representacional; las constituciones poéticas que emanan de esta obra, sugieren un corpus abierto que expresa una postura existencial (circunstancial y temporal).
Es habitual ver cómo El Ciervo Encantado propone espectáculos de un carácter performático cuya finalidad es un cuerpo crítico sobre el escenario. Para ello hemos visto cómo a veces el texto nace del propio cuerpo del actuante y solo puede leerse en los desplazamientos energéticos que se generan a través de ese cuerpo crítico. El último es un espejo humano donde el cuerpo es sujeto, objeto y espacio vivo. Todo acontece en su dimensión cotidiana y en su relación con otros cuerpos. Despojados de accesorios, los actores ofrecen un cuerpo en estado de perdida. Allí nos plantean una relación compleja con lo moral al exhibir nuestra fragilidad. ¿Amanece?
La carne expuesta sobre el escenario también conjura el dolor. Imágenes que nos muestran algunos de los síntomas de la enfermedad: el sinsentido de permanecer en lo abyecto, la poética del sobreviviente, o la moralidad como residuo de la manipulación. La acción de habitar el espacio desde la rutina/la resistencia, implica una transgresión consciente de los límites entendidos dentro de la realidad para que la metáfora gane vivencia. ¿Será esta la rutina del mal? ¿Cómo se construye una utopía ética?
El discurso de esta puesta es desgarrador, sobre todo porque no necesita de atrezo para comunicar. La amalgama no está en las obras de El Ciervo Encantado, en ellas todo es sencillo y fuerte. Al oído nos llega la desesperación, lo que nos suele suceder a la vista e ignoramos, o peor, participamos de ella. Así se alimenta la rutina del mal, no hay antídoto cuando las urgencias se confunden con la utopía ética de sobrevivir.
Amanece. Cuerpos se desplazan como carne sin nombre. Carne sin refugio. Carne sin vísceras ni voz. Permanecer es un privilegio como si la enfermedad también lo fuera. Amanece y la herida no sana. La herida nos define. ¿Puede el teatro ser tan profético? ¡Gracias Nelda Castillo por ilustrarnos que la utopía ética de la sobrevivencia es un ciervo encantado!
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