Hace unos días entre amigas Diversas tuvimos un debate sobre la novela cubana de reciente transmisión: Vuelve a mirar. Analizamos muchos temas, pero centré mi atención en la forma en que se juzgaba una situación de infidelidad. La historia de Norberto, quien traicionó a su esposa con Rita. Sin embargo, nuestra discusión no giró en torno a eso, sino, en el hecho de que Rita quiere que Norberto sea su esposo y hace varias maldades para lograrlo, incluso dejarse un embarazo que él no desea.
“Esa mujer se propuso a toda costa romper un matrimonio”. Esta frase se quedó en mi cabeza y me hizo pensar en las diferentes formas en que “nos convierten en nuestras peores enemigas.” Las mujeres nos vemos entre nosotras como la competencia, cuando de hombres se trata. Ese momento, en que la atención de un hombre nos hace sentir envidia de nuestras semejantes, a nuestros ojos más lindas, más exitosas, premiadas con el amor, la admiración o la simple mirada de un hombre. Volviendo sobre la novela, eso le otorga a Norberto cierta impunidad, lo libra de responsabilidad emocional y de respeto hacia su matrimonio y desplaza toda la culpa a Rita –es ella quien se “ha propuesto romper el matrimonio”–. Así como lo fue el Adam de Eva, quien debió obligarlo a pecar. Cuántas veces, en caso de una separación por la infidelidad de una mujer hetero pensamos: “Ese hombre se propuso a toda costa romper un matrimonio”. No sé usted, pero yo nuca lo pensé así, en el caso de las mujeres infieles pensaba: “Esa mujer es una descarada”, y en el caso de los hombres que deciden acercarse a una mujer casada, pensaba: “Se enamoró, puede suceder.”
¿De dónde viene esta diferencia? ¿Por qué pensamos así? ¿Realmente las mujeres somos malvadas entre nosotras, está en nuestra naturaleza? Me alivia decir que no tiene que ser así, existen otras formas más sanas de relacionarnos entre mujeres.
El origen de estos razonamientos –que todas hemos tenido, al menos una vez–, responde una enseñanza cultural, propia de nuestra sociedad: la misoginia internalizada. Se define como la internalización involuntaria de los mensajes sexistas presentes en nuestra sociedad y cultura.[1] El resultado son un conjunto de prejuicios, creencias y desconfianzas hacia lo femenino, que asumimos y reproducimos, aun siendo mujeres: “Las mujeres son manipuladoras, débiles, tontas, enfermizamente ambiciosas, sin capacidad de liderazgo”, son algunos de los rasgos que se nos asignan.
Lo cual me recuerda otras situaciones de la novela y de la vida cotidiana: la historia de Alina, una mujer casada con dos hijos, sin casa propia, que vive con su esposo y su suegro en la casa de este último. Esta pareja vive en un cuarto con sus hijos y no tiene privacidad, lo cual les afecta. Para el esposo, eso no es un problema, así que deja a su esposa toda la responsabilidad emocional de hablar con su suegro de esta situación y de buscar soluciones.
Sus soluciones son negativas; es mostrada como una mujer enfermizamente ambiciosa, mientras que la violencia de su esposo al dejarle a ella toda ese trabajo emocional, más las labores del hogar y el cuidado de los hijos y los comportamientos egoístas y machistas de su suegro se les resta toda importancia, en comparación con la actitud asumida por ella, convirtiendo a estos hombres nuevamente en víctimas de esta ambiciosa mujer.
Otra situación es la Yoandra una ex prostituta negra, que a pesar de llevar muchos años en práctica, de conocer muy bien a su ex chulo, se comporta de manera ingenua o tonta ante sus amenazas. Fuera de la novela me recuerda las opiniones sobre mujeres negras dirigentes de la ciudad, donde ante malas decisiones en su gestión, la opinión fue que las mujeres no estaban listas para dirigir, incluso en uno de los casos donde la administración es compartida con un hombre, ella es la única responsable de todas las malas decisiones, a los ojos de la opinión pública.
Mencionar estos ejemplos, dentro y fuera de la pantalla, aparentemente no relacionados, no es casual, es una evidencia de cómo aprendemos la misoginia internalizada. Mediante la socialización, en conversaciones con amigas, libros, telenovelas. De ahí la importancia de lo que presentan nuestros medios, en particular las novelas (específicamente Volver a mirar), que transmiten la cultura que aprendemos sin querer, legitima comportamientos, forma nuestra personalidad y moldea nuestra forma de pensar y actuar, y refuerza además, creencias y prácticas como: “siempre me he llevado mejor con chicos, las mujeres son muy chismosas”, “se merece lo que le sucedió, por p…”, “esa p… me robó a mi marido, lo persiguió hasta que me lo quitó”. Normalizamos hablar mal de otras mujeres, humillar a otras, ser cómplices de situaciones de violencia y reproducirlas.
Y es que no solo se trata de cómo nosotras vemos a otras mujeres, sino también de cómo nos vemos y valoramos a nosotras mismas. Este es el caso de Consuelo, otra de las mujeres de Vuelve a Mirar, que muestra otra cara de la misoginia internalizada. Es una mujer consagrada únicamente a su familia, al punto de olvidarse de ella, amargada, controladora, déspota, capaz de mentir y chantajear a su propia familia para cuidarlos, que se niega a tratarse medicamente sus dolencias por tal de no dejar de hacer las tareas que como “mujer le pertenecen” (labores domésticas y de cuidados). Cualquier placer le es ajeno, su prioridad es servir, por lo tanto, no tolera cualquier actitud de los otros que no pueda controlar, donde ella no pueda servir. El daño físico y emocional, para sí misma, es evidente y acumulativo y se refleja en el rechazo y los reclamos de sus víctimas/ familias.
“Recuerda no ver a la mujer siempre como una víctima”. Como en el ejemplo anterior, la misoginia internalizada nos convierte en cómplices involuntarias del sistema que nos oprime; es parte del proceso de socialización. Todo lo que hacemos está sesgado por el género y, por lo tanto, al identificarnos consciente o inconscientemente con alguno de los géneros actuamos en consonancia con lo que es culturalmente asignado, bueno o malo pero socialmente aceptado para nuestro género.
Nuestra cultura machista nos enseña a ser machistas a todes sin importar sexo u orientación sexual o identidad de género, sin embargo, no podemos olvidar qué ha sido la violencia de género histórica y sistemática para las mujeres y las disidencias sexuales. Todes, incluso cuando entendemos las lógicas sexistas del patriarcado, reconocemos su opresión y nos oponemos a ella, somos forzados constantemente por nuestra misoginia internalizada y misoginia social a aceptar muchas de las ideas que rechazamos. Romper con esas dinámicas es una lucha diaria por desaprender, lo cual requiere analizar lo que hacemos pero más profundamente, así como el sistema de opresiones que nos lleva a hacerlo, y qué hacer para no reproducirlo.
La misoginia internalizada favorece a los hombres en tanto nos pone a competir por el respeto y el reconocimiento masculino, nos consume tiempo, trabajo emocional, limita nuestras redes, nos impide organizarnos, hacer negocios y proyectos juntas, apoyar el desempeño femenino en cualquiera de sus variantes, de ayudarnos entre nosotras y desarrollar la empatía. Esa misma competencia, odio involuntario por lo femenino, nos enseña la LGBIQ+ fobia y nos impide la unidad estratégica y esencial para enfrentar el patriarcado, en el caso de Cuba.
“No podemos pedirle a las novelas tratados feministas”, decía juiciosa mi amiga. Ciertamente, no es ahí donde comienza el cambio. El cambio comienza cuando rompemos las lógicas de normalización, individual y colectivamente, cuando hacemos la crítica con enfoque de género a los materiales audiovisuales y, a partir de esa crítica, del debate, podemos generar nuevos conocimientos colectivos, para desaprender la misoginia internalizada, cuando nos permitimos amarnos a nosotras y empatizar con las otras. Luego alcanzaremos la fuerza política necesaria para convertir nuestro feminismo en cultura hegemónica, para posteriormente ser representada en los productos comunicativos.
[1] Polo Sabat Clata define como misoginia internalizada cuando las mujeres somos cómplices de nuestra propia opresión. Consúltese La vanguardia 18/o2/2017.
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