Cuando pienso en María Laura Germán no me llega de repente la imagen de la muchacha con la que compartí el espacio académico del ISA, sino la imagen de la actriz que me ha hecho reír y comulgar con las dinámicas de la escena en las muchas puestas de las que ha sido partícipe. Pienso también en sus textos, en las partituras teatrales que sus obras tejen en mi mente. María Laura Germán tiene muchos rostros, y todos ellos conforman a esta artista —damatriz— con la que hoy converso.
—¿Cuáles piensas son los principales desafíos del teatro y la dramaturgia jóvenes en nuestro país? ¿Qué horizontes les falta por conquistar?
—El principal desafío es acabar de vernos como un movimiento de teatro joven cubano, sin tanta “miradera” por encima del hombro, sin tanta sectorización por géneros teatrales. Fíjate que me haces la pregunta y, cuando lo pienso, somos bastantes, pero como nos vemos aislados no hacemos bulto. Más allá de la diferencia de lenguajes, medios de producción o geografía —que es en realidad lo que más me atrae de la amalgama somos/podríamos ser—, creo que hemos dedicado demasiado tiempo a competir secretamente con el otro. Aun así, el gremio apunta hacia un cambio en tiempos recientes, como estamos viendo en los esfuerzos de los actores en crear una Asociación que los ampare. Y eso ya empieza a verse diferente.
—¿Cuánto influye María Laura actriz, en María Laura dramaturga? ¿Se aprenden desde la escena elementos vivos con los que la escritura no puede emular?
—Muchísimo. Empezando porque somos la misma persona, ¿sabes? (Risas.) En serio. Yo actuaba para la televisión desde los 11 años, pero cuando comencé en Teatro de Las Estaciones —que es donde realmente marco mi inicio profesional— ya estudiaba en segundo año de Dramaturgia; así que nunca he visto una cosa desvinculada de la otra. Incluso he recomendado a algunos colegas acercarse al trabajo de los actores, porque creo que el conocimiento práctico de la escena te moviliza la escritura. Es una toma y daca perenne: la actriz influye en la escritora, y la dramaturga influye en la actriz… y yo, en medio —de dramatriz— las dejo confluir y ser.
—Has estado en contacto directo con diversos modos de hacer y entender el teatro desde la práctica escénica, ¿qué de ello te ha servido para (re)formular tu pensamiento como creadora?
—Todo. Todo me sirve. El trabajo de Rubén y Zenén, y de cada uno de los actores de Las Estaciones me alumbra el camino hacia un acercamiento cada vez más seguro a la dramaturgia y la dirección del teatro para niños y de títeres; y la experiencia de El Portazo me agudiza la vista hacia un género cabaretero, popular, bufo, político, que es siempre necesario mantener fresco y actualizado. Son dos aristas diferentes de lo que significa estar siempre alerta, joven, atento; y esa vivencia diaria reformula tu pensamiento constantemente.
—En tu creación para niños, ¿qué defiendes por encima de todo? ¿Qué temas te parecen perdurables y cuáles condenados al olvido?
—Defiendo al niño sobre todas las cosas. La inteligencia del niño, su capacidad de aceptación, de comprensión, de asociación. Defiendo el derecho del niño a ser tratado como una persona normal: inocente, nueva, delicada, pero dueña de su intelecto y de un universo maravilloso que nosotros —muchas veces— olvidamos cómo entender. Defiendo la verdad a la hora de hablarles de la vida, del amor y del odio. Creo que todos los temas son importantes, todos son perdurables siempre que se traten desde la sinceridad y la delicadeza; una vez que se miente, o se ocultan en laberintos formales, asumiendo la ingenuidad del niño como defecto, con perjuicio, ese tema deja de interesarme. Y lo peor no es que deje de interesarme a mí, es que deja de interesarles a ellos. El niño sabe y, lo más importante, necesita saber; porque la estrella azul ni tiene todas las respuestas ni le va a durar para siempre.
—¿Qué opinas de la generación de autores dramáticos a la cual perteneces?
—Variada. Auténtica. Versátil. Interesante. Peleadora. A veces austera. Me gusta. La admiro en su mayoría. La conozco en su mayoría. Aunque a veces quisiera sentirme más parte, pero creo que es algo que tiene que ver con los nuevos tiempos.
—Escribir en verso, ¿por qué el desafío? ¿Fue acaso una manera de rescatar tradiciones y formas de lenguaje escénico que parecían perdidas en el tiempo? ¿Qué entiendes por poesía escénica?
—Lo del teatro en verso viene de cuando estudiaba en tercer año y tuve un apasionado profesor de Dramaturgia que me habló del género: Luis Enrique Valdés Duarte; incluso en un semestre entregamos una obra de teatro en verso. Me fascinó, al punto de decidirme para mi tesis por una versión de la Sonatina, de Rubén Darío. Eso y leer a Norge, a Lorca, a Martí, a la Loynaz… Siendo totalmente sincera nunca pretendí —ni me sentí en el derecho de pretender— que podía rescatar alguna tradición, simplemente encuentro en el verso una forma de expresarme donde me siento cómoda (lo cual no quiere decir que me sea del todo fácil), libre, feliz. Cuando escribo en versos soy feliz. Ahora que lo pienso alguna vez leí sobre el efecto de la poesía rimada en los niños, y recuerdo que pensé en la poesía como el lenguaje ideal para los títeres, por aquello de que ambos son metáforas en sus universos (seguramente tengo algo por ahí escrito sobre el tema); en eso también influye, por supuesto, mi cercanía al mundo de las figuras animadas. Pero sobre todo creo que tiene que ver con la felicidad.
—¿Cómo ocurre tu inicial acercamiento a Teatro de Las Estaciones? ¿De qué manera se relaciona tu cuerpo actoral con la figura del títere?
—Llego a Teatro de Las Estaciones por Yerandy Basart, que a petición mía me lleva a un ensayo. Yo quería saber cómo funcionaba el teatro por dentro, los ensayos, la actuación, la dirección; y quería acercarme a Rubén y Zenén, figuras que admiro desde la infancia. Llegué en agosto del 2008 y me quedé, para mi suerte. Me enamoré de los títeres desde niña, y tenía con ellos una extraña relación que me permitía comunicarme mejor con otros niños: esas fueron mis primeras titiritadas. Tal vez eso hizo que el trabajo de animación no me fuera totalmente ajeno, eso y que crecí en una biblioteca, leyendo de todo, y que aún voy por las librerías comprando cuanto libro para niños me parezca interesante, y me da igual si me los tengo que leer ahí mismo porque no me alcanza el dinero; puede sonar tonto, pero es real, lo que te acerca al universo del títere es creértelo y dejarte arrastrar por él.
—Eres uno de los rostros más reconocibles en Teatro El Portazo, ¿cómo se vertebra tu mirada dramática cuando entra en contacto con la poética de un director como Pedro Franco?
—Pedro y yo tenemos muy buen diálogo, la verdad. Siempre lo hemos tenido. Es como si algunas veces pudiera casi leerle la mente y eso me facilita poder traducirlo, tanto para mí como para los otros actores. Supongo que tiene que ver con un trabajo de siete años juntos. Con Teatro El Portazo fue mi primera experiencia de teatro dramático y eso me enseñó muchísimo, me sacó el demonio, como dicen por ahí. Creo que mi dramaturgia le interesa porque puede ser moldeable a sus necesidades; y a mí me interesa su visión aguda, porque la creo una de las más alumbradas de nuestra generación.
—Quiero hacer un aparte para hablar de tu reescritura de Los dos príncipes, una obra que, obligatoriamente, nos pone en contacto con José Martí y con su vocación para dar a conocer a los niños parte de lo mejor de la literatura universal. Háblame un poco del proceso de creación de este texto.
—Los dos príncipes fue, primeramente, una provocación de Rubén; y luego la razón de mi insomnio durante todo un año. El proyecto me enamoró desde la propuesta inicial, que partió de encontrar un pequeño guion de los Camejo para una versión de Los dos príncipes, de José Martí, para teatro de sombras, que nos pareció demasiado apegado al poema original. Desde ese momento supe que tendría que releerme a Martí; sentía que para emular de alguna forma su escritura —y no creo que emular sea la palabra correcta, así que cambiémosla por homenajear— tenía que bebérmelo todo, apropiarme de sus metáforas… mirar, o al menos intentarlo, como miraba él. Eso fue lo primero, ya luego vino la etapa de decidir la métrica del texto y de los personajes. Por suerte hace años encontré en una librería, de esas a las que uno no sabe ni por qué entró, un ejemplar que se convirtió en mi libro de cabecera: Métrica, verso libre y poesía experimental de la lengua española, de Virgilio López Lemus, y buscando y rebuscando encontré la idea del octosílabo para el príncipe y el pentasílabo para el pastor, así como de la rima sonante para seguir la pauta del original martiano. En principio escribí la obra para cuatro personajes: Rey, Príncipe, Pastora y Pastorcillo, pero así de maravillosos son los montajes de los textos y Rubén terminó incluyendo a la Reina y el Pastor, y transformando narraciones en diálogos. Como proceso de escritura es de los que con más cariño guardo, pero mentiría si te dijese que todo terminó con el punto final, pues estar presente en la puesta en escena, no solo como actriz, sino como una especie de asistente de dirección, escuchar los textos dichos por otros, descubrir los diseños de Zenén, la partitura espectacular que se iba creando con los mismos versos que alguna madrugada escribí, fue realmente iluminador. Y un día, de pronto, ver cómo delante de mí se levantaba una obra —que llevaba mi nombre— como si fuera un libro troquelado de cuando era niña.
—Sobre tus libros, ¿vuelves a ellos comúnmente o prefieres entenderlos como una escritura terminada?
—Escritura terminada. ¿Eso existe? (Risas.) Creo que uno siempre piensa que no está completo, que pudo ser mejor, que quizás esta coma no iba en este lugar, que este personaje debió llamarse de otra forma o responder de otra manera… incluso cuando el libro ya está publicado seguimos pensando en él como producto perfectible —creo que eso es lo que me apasiona del teatro, que siempre se puede mejorar. Pero si hablamos de esos textos-hijos-proyectos que tenemos engavetados o en la carpeta de TEXTOS A REVISAR, te soy completamente sincera, muchas veces prefiero comenzar un proceso nuevo que regresar al anterior —depende obviamente del grado de conformidad que haya conseguido a su terminación—, imagino que por aquello de que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.
—Los premios y reconocimientos no te han sido escasos, ¿marcan en ti un antes y un después?
—Sobre todo un después porque, aunque no los creo definitorios, me parece que los premios son necesarios para estimular la creación, pues te condicionan a superarte. Después de la satisfacción de obtenerlos, y la celebración de esa noche, viene otro día en el que comienza otro proceso donde tienes que escribir o actuar, y sientes que debes hacerlo mejor: es lo más parecido a vivir con el qué dirán, pero funciona, te crea una sensación de constante vigilia que te exige ser mejor: mejor actor, mejor escritor, mejor profesional y, en los mejores casos, hasta mejor persona. Siempre que sigan causando ese efecto: ¡bienvenidos sean!
—Cuando termina el espectáculo, cuando cierras la página del libro que estás creando, ¿quién es María Laura Germán?
—La misma niña que sentada sobre las rodillas de su madre, en un teatro de la calle Daoiz, se enamoró perdidamente del teatro de títeres, y luego en casa armaba detrás del espaldar de la banqueta sus pequeños retablos. La misma adolescente que comenzó a escribir para dedicarles a los demás los libros que nunca tuvieron su nombre. La misma joven que se sentó un día de agosto a la diestra de Rubén, y muerta de nervios supo que era ese el lugar al que pertenecía.
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