Cosme Proenza Almaguer (Holguín, 1948) ha creado un discurso propio que lo hace distinguible en el ámbito artístico cubano. En series como Manipulaciones, Boscomanías y Los dioses escuchan, Cosme ha forjado reconocibles “mitologías individuales”, donde diferentes signos e intertextualidades acompañan al ser humano en un vía crucis artístico constante a través del estudio de los códigos del arte europeo.
Esta entrevista tuvo dos momentos: el primero a fines de 2016, cuando la Asociación Hermanos Saíz (AHS) le entregó el premio Maestro de Juventudes; y el segundo casi en idéntica fecha, pero en 2018. La primera vez Cosme había terminado su serie Variaciones sobre temas de Matisse, y varios de los cuadros colgaban de las paredes de su casa, mientras trabajaba en una de las “Estaciones”, que toma como referencia la obra de Pieter Brueghel, el Viejo. Ya en 2018, Variaciones… se había expuesto en el Centro Provincial de Arte de Holguín, y había dejado sorprendidos a muchos admiradores de su trabajo; mientras que uno de los cuadros de aquellas “Estaciones”, después de ser exhibido en alguna muestra colectiva en la ciudad, terminaba en manos de Kiril, Patriarca de Moscú y toda Rusia. Por tanto, se nos hacía necesario el reencuentro, el diálogo ameno casi al atardecer, al amparo de una de sus vírgenes de la Caridad del Cobre.
—Cosme nació en un barrio llamado Santa Rita, a ocho kilómetros de Tacajó, en la antigua provincia de Oriente. ¿Cuándo supo que las imágenes le impactaban de una manera diferente?
―El Tacajó de mi infancia era el de la compañía norteamericana, con un parque muy lindo que atendían japoneses, y un administrador que allí era el gurú.Vivía en una finca preciosa, hoy un marabuzal fabuloso. No fui un niño prodigio como Mozart. Me gustaba mucho la pintura y en mis caminatas a Santa Rita me daba tiempo pensar. Me estaba leyendo cosas muy gordas en esa época, los tratados de Ortega y Gasset, por ejemplo. Eso me creó una base que hoy día agradezco, porque me hizo saltar en el pensamiento. Aun viviendo allí era profesor en Holguín. Trabajaba los fines de semana como un trastornado, en uno de los cuartos de la casa que daba para la calle, frente a una ventanona grande y con un bombillo encendido. Allí, y también en Santa Rita, pinté una buena parte de mi obra, incluso cuadros que he utilizado en exposiciones recientes.
—La habanera Escuela Nacional de Arte viene a ser un parteaguas ―incluso generacional― en la carrera del Cosme artista. ¿Qué le aportaron estos años en Cubanacán?
—Llegué a Cubanacán en 1969 con una visión y una experiencia diferentes. Había pasado tres años en el servicio militar, pero cuando me encontré allí resulta que el régimen de beca de Cubanacán era mucho más militar que la unidad donde estuve. Había que marchar a toda hora. No sé cómo no acabamos con el Country Club dando patadas en el piso. Era un régimen muy duro, muy de caerle atrás a la gente; pasaban lista a toda hora. Esa época parió buenas cosas, porque tuvimos buenos maestros. Antonia Eiriz fue la excelencia de las excelencias. Ella marcó toda una generación, de Tomás Sánchez hasta Zaida del Río, y quizá un poco más. Marcó duro, porque Antonia era una mujer muy potente, bellísima y, además, con un carácter agudísimo. Era como un látigo, pero de seda. Allí conocí en esa época a pintores importantísimos, como Antonio Saura, que iban a verla.Parece que esas cosas aceleran el espíritu, nos hicieron crecer como generación. Fue una época que generó muchísima espiritualidad, parece que la carencia… En la beca nos daban las seis de la mañana en el piso, creando. El dibujo que está expuesto en el Museo Nacional de Bellas Artes lo hice en esos años en el piso de la beca.
—De profesor en la holguinera Academia Profesional de Artes Plásticas El Alba, Cosme viaja al Instituto de Bellas Artes de Kiev, Ucrania. ¿Cuál fue el resultado de “enfrentarse” con una cultura milenaria y diferente como la ucraniana?
—Recuerdo que antes de irme a estudiar estábamos en una exposición de profesores y un pintor me dijo: “Ja, te perdimos”. “¿Por qué?”, le pregunto. “Porque ahora vas a venir para acá hecho un realista socialista”. Entonces Yánez, profesor mío también, le respondió: “No, Cosme es un pintor formadísimo, él lo que va es a absorber de allí lo que necesite y lo otro lo va a dejar allá mismo”. Es decir, no traje de allí nada que no fuera el conocimiento.
—¿Y estos estudios europeos influyeron en la concepción de sus “mitologías individuales”?
—El discurso de análisis de mi obra tiene mucho que ver con el aprendizaje tecnológico, independientemente de las exigencias del realismo socialista, un arte estatal, y subordinado. Allí había dos opciones: seguías con la pintura de caballete o continuabas la especialidad en pintura monumental. A mí esta me pareció fabulosa, porque en La Habana había dado clases con un ayudante de David Alfaro Siqueiros y tenía una previa muy buena. Además, el profesor era un hombre muy librepensador. Poníamos las poses como queríamos, la cuestión era que trabajáramos con gusto. Nos enseñó tecnología de la pintura, desde el principio del óleo hasta hoy. Viví seis años en esa ciudad, que no es poco tiempo. Aprendí mucho y disfruté la gran cultura ucraniana y rusa.
—Manipulaciones (1990-1993), Boscomanías (1994-ca.1997) y Los dioses escuchan (a partir del 2000)…
—Antes de Manipulaciones, que es una postura de análisis posmoderno, hice otras cosas. Cuando regresé de Ucrania realicé mi exposición del regreso en la biblioteca provincial de Holguín. También hice una primera exposición de cuando me gradué en Cubanacán, en 1973; además, dos exposiciones de copias de grandes pintores, en 1975 y 1978. Fue el primer paso hacia una estructura de análisis de lo que iba a trabajar en el futuro, pues estaba democratizando las cosas, exhibiéndolas, dando conferencias. De ahí seguí con el estudio del Renacimiento sobre todo. Irlo mezclando con visiones mías más contemporáneas; hice cosas mejores, hice de todo, porque para aprender tienes que machacar. En Boscomanías estudié la obra de El Bosco,y su trascendencia. Todas las relaciones que existen en la historia, esas idas y vueltas, son para mí, muy importantes.
—Muchos opinan que pintar es una manera de ir dejando partes de uno mismo en cada obra. Y eso conlleva preguntarle: ¿hasta qué punto un pintor “va dejando su vida” en la pintura?
—Esa idea tiene que ver con lo que nos dejó el romanticismo como pensamiento del arte: es el artista, como decía Antonia, enredado en un trapo negro imaginándose las cosas. Musa, no, la mía es secretaria. Sí, entra a trabajar por la mañana cuando desayuno y se va por la tarde. Trabajo como trabaja cualquier persona, no dependo de una inspiración, eso sí, cuando inicio un sector de estudio, lo hago hasta reventarme y lo disfruto.
Uno tiene que saber qué quiere y para qué lo quiere. El que realmente vea mis cuadros pensando que va a encontrar el estilo personal, los sufrimientos y las pasiones de los pintores modernos, está muy fastidiado, por ahí no me va a encontrar. Si me busca a través del conocimiento, sí, como una persona estudiosa de una cultura, una tradición. Mi vida ha sido un poco la interacción, no el reflejo. Reflejar es otra cosa. He interactuado con todo este mundo y esa interacción marca mi forma de ser y de pensar. Cuando trabajo con el código de Occidente estoy trabajando con un código que no nos es ajeno, porque Cuba fue colonizada, hablamos el idioma de una cultura milenaria, con los sedimentos árabes y demás que ya esa cultura traía. Logramos tener la riqueza de vocablos aborígenes, africanos… porque somos un maremágnum de mezclas.
Soy un resultado más de eso. Creo que reflejo algo que tiene que ver mucho con lo cubano, pero no con lo cubano sígnico, desde el punto de vista de lo que la gente reconoce o cree reconocer como cubano. Cuba es más que eso: no puedo permitirme concebirnos como una palma real o un cocotero con cuatro mulatas bailando debajo y tomando ron. Debo sentir que me gusta el cuadro, que lo que estoy haciendo es bueno, o al menos digno. Lo grande que tiene el arte es precisamente su capacidad de expansión. La belleza es imperdonablemente adhesiva, no hay manera de escapar de ella.
—Eso me lleva a otra idea suya: “Creo, como Warhol, en ella y comparto con él que si algo quedará del arte será su belleza”.
—La belleza de las ideas, de las obras de arte, sean cual fueren, el soporte que sea, la locura más aparente: permanece. El hombre es un productor de arte por los siglos de los siglos. No importa cuál sea el medio, el soporte. Todos los soportes son válidos; creo que Da Vinci hubiera hecho hoy día videoarte. Creo saber cómo ir al público, y como llevar determinada idea o lenguaje hasta un grado de comprensión. Si la gente disfruta, me basta y me sobra.
—Aunque hay narración en su obra, ha dicho que no le gusta ser anecdótico: “Soy de los que rehúye la anécdota…”. ¿Por qué?
—No puedo hacer una pintura anecdótica porque no trabajo con relatos. El mío es un relato epocal, de una época muy larga que abarca siglos. Por tanto, un cuadro te puede contar una pequeñita faceta de una historia, pero esa historia se imbrica en otra y en otras… y son como la evolución de la humanidad. Una detrás de la otra y si no, no tiene sentido.
—Cosme ha realizado dos amplias exposiciones personales, a manera de antologías de su obra: Voces del Silencio (MNBA, 2002) y Paralelos. Cosme Proenza: historia y tradición del Arte occidental (Centro Provincial de Artes Plásticas de Holguín, 2011).
—Paralelos… es la columna vertebral de mi obra. Comparé diferentes etapas del arte en relación con mi trabajo. Dentro se hallaba Medio occidental o el fin justifica el Medio, que era la capilla que había abajo e hice para esa exposición. Medio es lo que utilizas, el óleo; y occidental, de Occidente, y alude, a su vez, a la hibridez insoslayable de nuestra cultura. Lo que se reflejaba allí, en esa capilla, era el principio y el final de la pintura: seis siglos de existencia resumidos. El fin de una manera de entender la cultura, la modernidad, o las grandes narraciones.
Por dentro estaba el siglo XV, la primera gran obra importante al óleo, el Políptico de Gante, y por fuera estaba toda la escuela abstracta norteamericana, el fin de eso; es decir, ya la pintura se acabó ahí, llegó a la belleza total con la abstracción. Cuando la expresión es igual a la belleza máxima y la belleza máxima es un cuadrado de un solo color, no hay nada más. Tope. ¿Y después de eso qué hay, si ya está a tope? Con la invención viene el juego, hasta hoy día con las cosas que se hacen, que son arte, artes plásticas, pero que no tienen pinceles ni pintura, o que ya no necesitas pinceles para hacer pintura. Si tuviera edad haría eso.
No olvido que en la entrada de la Bienal de Venecia observé la pieza de unos norteamericanos: un tanque de guerra bocabajo. Ellos llevaron cinco deportistas que, corriendo, movían las esteras del tanque. ¿Cuánta inteligencia, contenido y maravilla? Mis respetos. Era la belleza de la sensibilidad humana, que no tiene parangón. Ya no tengo oportunidades, lo mío es otra cosa. Lo que pasa es que estas exposiciones se insertan dentro de la contemporaneidad. Tengo más de 70 años, pero mi obra no deja de ser contemporánea, porque es una obra de análisis, que no trabaja con algo muerto.
—Y respecto a la muestra en Bellas Artes, en 2002…
—Esa fue una curaduría no hecha por mí, se presentó entonces, por otros, todo lo que se creía que era mi trabajo. Entre todo este cuadro –Cosme señala la primera obra de su conocida serie Los dioses escuchan, fechada en 2000, que custodia, imponentemente, detrás de nosotros, una de las paredes de la casa–, con el que no estoy en contra, pues todo es mi obra. Este lo bautizó, tú sabes quién, Abilio Estévez. Él es mi gran amigo, estaba un día en mi casa y yo había empezado este cuadro. Se hospedaba en el hotel Pernik y me llamó por la noche: “Coño, cabrón, ese cuadro tuyo no me dejó dormir anoche”. Le digo: “Ni que fuera un bicho tan feo”. “No, precisamente la belleza no me dejó”, y me metió un teque de esos. “Cómo se va a llamar esa obra”. Le dije: “Yo primero hago a los muchachos y después los bautizo, y a veces no soy muy bueno poniendo nombres, por qué no se lo pones tú que eres escritor”. “Tú me das ese honor”. “Pues sé padrino”. “Me da pena, yo después te llamo desde La Habana. Te voy a dar una lista, tú escoges el que te dé la gana”.
Luego me llamó: “Cosme, aquí tengo la lista. Dime cuál te gusta. El primero es –casi siempre el primero es el que sirve, lo demás se repiensa– Los dioses escuchan”. “Ya no me digas más nada”, le dije. “De verdad no te digo”. “Ya no me digas más nada, el esfuerzo posterior no me interesa. Me interesa esa eyaculación poética tuya”, le respondí.
—Cosme, ¿alguna vez ha sentido que esas imágenes que una vez pintó de forma apasionada han “muerto” para dar paso a otras imágenes nuevas?
—Sucedió, precisamente, con Los dioses escuchan. Era un cuadro, pero se convirtió en una serie muy larga. Una poética que tiene un sentido hasta un momento determinado, no puedes amarrarte con ella porque te mueres. Recuerdo que en Madrid estábamos exponiendo en el Pabellón de Cuba, y entonces un representante de Christie’s me dice: “¿Maestro, cuándo vamos a subastar? ¿Quiere hacerlo este año o el que viene?” Le digo: “No, no, no…” “¿No, no tiene cuadros?”. Y le respondo: “Cantidad”. “¿Pero, por qué?”, dice. “No, mire, sería un poco amarrarme al mercado, mi pintura nada tiene que ver con eso; yo vivo de ella, se venden mis cuadros, pero mis cuadros no se hacen para eso. Los conservo, los colecciono, pero si me subasto con ustedes y da la casualidad que sale bien subastado, me hacen una oferta de cinco años de esclavitud y no puedo pintar otra cosa que no sea lo que a ustedes les dé la gana”. Él me miraba y me dijo: “Joder, primer cubano que me dice eso”.
—¿Por qué ha dicho que ha realizado su obra en condiciones adversas?
—Vivimos en un país tropical, somos la llave del Golfo pero con una historia convulsa, de carestías, sueños y realidades. Si quiero pintar algo y no lo tengo, me las tengo que ingeniar. Eso te hace buscar soluciones, pero es difícil. Yo empecé a conocer museos casi a los 40 años. Lo angustioso de la carestía es también la falta de información visual que necesita un artista. Mi obra ha sido construida a partir de libros, con unas impresiones malísimas. Las primeras reproducciones que tuve eran en las páginas centrales de la revista Vanidades, pero gracias a que se me ocurrió estudiarlas, empecé a pintar a partir de estos maestros. Tienes que arriesgarte y aquí vivir en Holguín es un riesgo.
—A propósito, ha dicho que “Holguín son dos: el Holguín que es mi casa y el que está de la puerta para afuera”. ¿Qué significa Holguín en la obra y la vida de Cosme Proenza?
—Tu casa es un lugar donde habitas, tu predio, tu patria; donde mandas o eres mandado. Aquí experimento la admiración, pero no la admiración esa de sentirme un ícono, sino el orgullo que siente la gente al saber que aquí hay una persona que es reconocida, nombrada… Incluso aunque no entiendan el arte que haces. Y trabajar en estos sitios con la alta cultura trae precios, si no lo manejas a lo largo del tiempo. Tengo una vida artística realizada y no me ha hecho falta estar en La Habana; sin embargo disfruto mucho el que alguien que no es intelectual, que es una gente común, le guste mi obra. Me siento muy seguro de lo que he hecho, aunque la gente no siempre conozca el interior. Ser, desde Holguín, reconocido, visto, vale más que cualquier otra cosa; eso no se compra bajo ningún precio ni circunstancia. Así seguiré trabajando y después de una serie, haré otra más.
—Usted ha dicho también: “Yo trabajo con la superficie, con la cáscara de toda la pintura histórica. Ya no es manipular, porque ya manipulé bastante con otros elementos, donde eran evidentes las manipulaciones de la historia del arte”. ¿No le molestaría que le llamaran alegórico o paródico, en el buen sentido de recrear y reinventar su obra, o volver a una tradición y trabajar sobre ella, como si fuera de la copia al homenaje, y de este a la inversión?
—La alegoría es una palabra que no cabe en toda mi obra.
—Entonces, no se considera alegórico… ¿Por qué?
—No, son signos e intertextualidades. Mira ―señala uno de los cuadros de la serie Variaciones sobre temas de Matisse—, cuando la gente lo ve, está acostumbrada a aquello. Esto es un estudio de la obra de Matisse, lo fui mezclando con obras importantes, íconos de la historia del arte. Estoy mezclando algo que es imposible de fusionar, pero lo logré, está mezclado. El símbolo es otra cosa. Matisse estuvo en mi gaveta muchos años. Lo copié en esas dos exposiciones iniciales. Fueron hechas precisamente como puntos de partida para investigar. Primero estaba saciando la sed de mezclar, de estudiar… Eso no es nada fácil, es una tarea descomunal que gracias a la tecnología del libro he podido desarrollar desde un rincón tan apartado de todas las esferas.
Después, fue pasando el tiempo y creé una especie de columna central que era la que soportaba este discurso, y ya estaba establecida, organizada, recuperada. Aquel no era el momento con Matisse, sino ahora, divertirme con él después de viejo. Con una carga de trabajo y experiencia. No es que Matisse no sea serio, pero para cantar tienes que aprenderte las notas y Matisse es canción. Había trabajado incluso lo abstracto y dije no, para atrás, me falta una puerta. Trabajé Matisse y luego continué con lo abstracto de una manera más consciente de esa mística. Son piezas imprescindibles en mi obra como parte del discurso.
—Algún que otro crítico lo ha catalogado de pintor “posmedieval” y a finales del siglo pasado usted mismo calificó su pintura como new age, “porque plantea una serie de revalorizaciones de contextos historicistas en una búsqueda constante de lo nuevo”.
—La descalifico. La ventaja de ser viejo es que eres como San Juan en el Apocalipsis, que ves un poco desde más alto cada vez. Asumí lo new age en parte quizá por desconocimiento. Trascendí muchísimo ese tema, pues la evolución de la vida, de las cosas, del pensamiento humano, cada día nos demuestra mucho más profundamente que lo new age no existe. Siempre ha habido momentos cumbres y eso es lo que defiendo. Por ejemplo, en la pintura, quién me puede convencer que los dibujos de Lascaux son inferiores a la Capilla Sixtina. Ese fue el momento más alto que tuvo el hombre de esa época. El hombre nunca fue primitivo, siempre fue hombre y fue sensible. Cada etapa ha sido una piedra más de esa gran pared que constituye la historia de la humanidad. Si le sacas una piedra a esa pared, abriste un agujero irremediable; ya no es una pared sólida, estable. Yo soy un estudioso. Más bien soy un investigador que trabajo con los códigos del arte europeo.
—Cosme, puedo decir entonces que su pintura es investigación…
—Es eso, es pura investigación.
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