Las voces de La Luz y los hombres del centenario (+ audio)

El sonido se disipa y si quedan los falsos abalorios, no habremos comprendido nada. Los podcasts precisan necesariamente el sentido directo de las palabras. Liset Prego, editora de Ediciones La Luz, es la voz que incita a la lectura en colaboración conjunta desde su proyecto La NarraTK y nuestra casa editora.

El podcast Los hombres del centenario es un tríptico donde se recogen cuentos de Charles Bukowski, Isaac Asimov y Ray Bradbury. Tienes la facilidad de ir haciendo varias cosas mientras consumes literatura, la rutina se hace más llevadera, sobre todo en tiempos donde la tecnología ha apartado a muchos del placer del olor al libro impreso, he aquí otra manera de estar conectados. Prego y su esposo Marjel Morales Gato, quien precisa la edición, alojan estos proyectos en la plataforma spreaker.com. En esta edición del Celestino de Cuento, nuestro sello insiste porque #ElSonidoEsUnaPuertaSeguraHaciaElCorazón.

Clase, de Charles Bukowski

No estoy muy seguro del lugar. Algún sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring pegándose con un tío. Había periodistas, críticos, escritores —bueno, toda esa tribu— y también algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Solo hablaban entre sí y se reían.

El sol estaba alto. Era a primera hora de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su hombre, y estaba jugando con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbó. La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, se sentó. Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su boca.

Yo me levanté de mi asiento y bajé caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring, extendí la mano y le di unos golpecitos a Hemingway en el hombro.

—¿Señor Hemingway?

—¿Sí, ¿qué pasa?

—Me gustaría cruzar los guantes con usted.

—¿Tienes alguna experiencia en boxeo?

—No.

—Vete y vuelve cuando hayas aprendido algo.

—Mire, estoy aquí para romperle el culo.

Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo al tío que estaba en el rincón.

—Ponle al chico unos calzones y unos guantes.

El tío saltó fuera del ring y yo le seguí hasta los vestuarios.

—¿Estás loco, chico? —me preguntó.

—No sé. Creo que no.

—Toma. Pruébate estos calzones.

—Bueno.

—Oh, oh… Son demasiado grandes.

—A la mierda. Están bien.

—Bueno, deja que te vende las manos.

—Nada de vendas.

—¿Nada de vendas?

—Nada de vendas.

—¿Y qué tal un protector para la boca?

—Nada de protectores.

—¿Y vas a pelear en zapatos?

—Voy a pelear en zapatos.

Encendí un puro y salimos afuera. Bajé tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingway volvió a subir al ring y ellos le colocaron los guantes.

No había nadie en mi rincón. Finalmente alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro del ring para darnos las instrucciones.

—Ahora, cuando caigas a la lona —me dijo el árbitro—, yo…

—No me voy a caer —le dije al árbitro.

Siguieron otras instrucciones.

—Muy bien, volved a vuestros rincones; y cuando suene la campana, salid a pelear. Que gane el mejor. Y —se dirigió hacia mí— será mejor que te quites ese puro de la boca.

Cuando sonó la campana salí al centro del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una bocanada de humo, y se la eché en la cara a Hemingway. La gente rió.

Hem se vino hacia mí, me lanzó dos ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba en un contínuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap tap tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y entonces Hem me lanzó un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la mejilla, me sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en el estómago a Ernie. Él respondió con un derechazo corto, y me pegó con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó son un sólido derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón.

Un tío vino con una toalla.

—El señor Hemingway quiere saber si todavía deseas seguir otro asalto.

—Dile al señor Hemingway que tuvo suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito para finalizar el asunto.

El tío con la toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose.

Sonó la campana y salí derecho. Empecé a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedía, fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos.

¿Quién es este chico?, estaría pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacaba con todo mi aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba como Dempsey.

Llevé a Hemingway contra las cuerdas. No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde.

Me eché hacia atrás y el señor Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío.

Desaté mis guantes con los dientes, me los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mi vestuario; es decir, el vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella de cerveza, encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la habitación, pero no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un tío.

—¿Quién eres? —me preguntó—. ¿Cómo te llamas?

—Henry Chinaski.

—Nunca he oído hablar de ti —dijo.

—Ya oirás.

Toda la gente se acercó. A Ernie lo abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. También las mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí, una verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama de la alta sociedad, rica, educada, de todo —bonito cuerpo, bonita cara, bonitas ropas, todas esas

cosas—. Y clase, verdaderos rayos de clase.

—¿Qué sueles hacer? —preguntó alguien.

—Follar y beber.

—No, no, quiero decir en qué trabajas.

—Soy friegaplatos.

—¿Friegaplatos?

—Sí.

—¿Tienes alguna afición?

—Bueno, no sé si puede llamarse una afición. Escribo.

—¿Escribes?

—Sí.

—¿El qué?

—Relatos cortos. Son bastante buenos.

—¿Has publicado algo?

—No.

—¿Por qué?

—No lo he intentado.

—Dónde están tus historias?

—Allá arriba —señalé una vieja maleta de cartón.

—Escucha, soy un crítico del New York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Te los devolveré.

—Por mí, de acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar.

La estrella de clase y alta sociedad se acercó:

—Él estará conmigo. —Luego me dijo—. Vamos, Henry, vístete. Es un viaje largo y tenemos cosas que… hablar.

Empecé a vestirme y entonces Ernie recobró el sentido.

—¿Qué coño pasó?

—Se encontró con un buen tipo, señor Hemingway —le dijo alguien.

Acabé de vestirme y me acerqué a su mesa.

—Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie puede vencer a todo el mundo.

Estreché su mano: —No te vueles los sesos.

Me fui con mi estrella de alta sociedad y subimos a un coche amarillo descapotado, de media manzana de largo. Condujo con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que conducía, iba a ser un infierno de noche.

El sitio estaba en lo alto de las colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta.

—George —le dijo—, tómate la noche libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre.

Entramos y había un tío enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la mano.

—Tommy —dijo ella—, desaparece.

Fuimos introduciéndonos por los distintos sectores de la casa.

—¿Quién era ese grandulón?

—Thomas Wolfe —dijo ella—. Un coñazo.

Hizo una parada en la cocina para coger una botella de bourbon y dos vasos.

Entonces dijo:

—Vamos.

La seguí hasta el dormitorio.

A la mañana siguiente nos despertó el teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo me incorporé en la cama.

—¿Señor Chinaski?

—¿Sí?

—Leí sus historias. Estaba tan excitado que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio de la década!

—¿SOlo de la década?

—Bueno, tal vez del siglo.

—Eso está mejor.

—Los editores de Harperis y Atlantic están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado cinco historias para su futura publicación.

—Me lo creo —dije.

El crítico colgó. Me tumbé. La estrella y yo hicimos otra vez el amor.

Cómo ocurrió, de Isaac Asimov

Mi hermano empezó a dictar en su mejor estilo oratorio, ese que hace que las tribus se queden aleladas ante sus palabras.

—En el principio —dijo—, exactamente hace quince mil doscientos millones de años, hubo una gran explosión, y el universo…

Pero yo había dejado de escribir.

—¿Hace quince mil doscientos millones de años? —pregunté, incrédulo.

—Exactamente —dijo—. Estoy inspirado.

—No pongo en duda tu inspiración —aseguré. (Era mejor que no lo hiciera. Él es tres años más joven que yo, pero jamás he intentado poner en duda su inspiración. Nadie más lo hace tampoco, o de otro modo las cosas se ponen feas)—. Pero, ¿vas a contar la historia de la Creación a lo largo de un período de más de quince mil millones de años?

—Tengo que hacerlo. Ese es el tiempo que llevó. Lo tengo todo aquí dentro —dijo, palmeándose la frente—, y procede de la más alta autoridad.

Para entonces yo había dejado el estilo sobre la mesa.

—¿Sabes cuál es el precio del papiro? —dije.

—¿Qué?

(Puede que esté inspirado, pero he notado con frecuencia que su inspiración no incluye asuntos tan sórdidos como el precio del papiro).

—Supongamos que describes un millón de años de acontecimientos en cada rollo de papiro. Eso significa que vas a tener que llenar quince mil rollos. Tendrás que hablar mucho para llenarlos, y sabes que empiezas a tartamudear al poco rato. Yo tendré que escribir lo bastante como para llenarlos, y los dedos se me acabarían cayendo. Además, aunque podamos comprar todo ese papiro, y tú tengas la voz y yo la fuerza suficientes, ¿quién va a copiarlo? Hemos de tener garantizados un centenar de ejemplares antes de poder publicarlo, y en esas condiciones, ¿cómo vamos a obtener derechos de autor?

Mi hermano pensó durante un rato. Luego dijo:

—¿Crees que deberíamos acortarlo un poco?

—Mucho —puntualicé—, si esperas llegar al gran público.

—¿Qué te parecen cien años?

—¿Qué te parecen seis días?

—No puedes comprimir la Creación en solo seis días —dijo, horrorizado.

—Ese es todo el papiro de que dispongo —le aseguré—. Bien, ¿qué dices?

—Oh, está bien —concedió, y empezó a dictar de nuevo—. En el principio… ¿De veras han de ser solo seis días, Aarón?

—Seis días, Moisés —dije firmemente.

El tío Einar, de Ray Bradbury

—Llevará sólo un minuto —dijo la dulce mujer del tío Einar.

—Me opongo —dijo el tío Einar—. Y eso sólo lleva un segundo.

—He trabajado toda la mañana —dijo ella, sosteniéndose la espalda delgada—, ¿y tú no me

ayudarás ahora? El tamborileo anuncia lluvia.

—Pues que llueva —dijo el tío Einar con despreocupación—. No dejaré que me traspase un

relámpago sólo por airear tus ropas.

—Pero lo haces tan rápido…

—Repito, me opongo.

Las vastas alas alquitranadas del tío Einar zumbaban nerviosamente detrás de los hombros

indignados.

La mujer le alcanzó una cuerda delgada con cuatro docenas de ropas recién lavadas. El tío

Einar sostuvo la cuerda entre los dedos, mirándola con profundo desagrado.

—De modo que hemos llegado a esto —murmuró amargamente—. A esto, a esto, a esto.

Parecía a punto de derramar unas lágrimas tristes y ácidas.

—Anda, no llores, o las mojarás de nuevo —dijo la mujer—. Salta ahora, paséalas.

—Paséalas. —La voz del tío Einar sonaba hueca, terriblemente lastimada.— Pues yo digo: que

truene, ¡que llueva a cántaros!

—No te lo pediría si fuese un día hermoso y soleado —dijo la mujer, razonable—. Todo mi lavado

sería inútil si no me ayudas. Tendré que colgarlas en la casa…

Esto convenció al tío Einar. Sobre todas las cosas odiaba las ropas que cuelgan como banderas

o festones, de modo que un hombre tiene que arrastrarse por el suelo para cruzar un cuarto.

Saltó en el aire, y las vastas alas verdes zumbaron.

—¡Sólo hasta la valla de la pradera!

Una sola voltereta, y arriba: las alas mordieron el hermoso aire fresco. Antes que uno pudiese

decir: «el tío Einar tiene alas verdes» ya navegaba a baja altura por encima de la granja,

arrastrando las ropas en un largo lazo aleteante detrás de los golpes pesados de las alas.

—¡Ahora!

De vuelta ya del viaje el tío Einar trajo flotando las ropas, secas como granos de maíz, y las

depositó en las mantas limpias que la mujer había preparado.

—¡Gracias!

—¡Bah! —gritó el tío Einar, y voló a rumiar sus pensamientos debajo del manzano.

Las hermosas alas sedosas del tío Einar le colgaban detrás como las velas verdes de un barco,

y cuando estornudaba o se volvía bruscamente le chirriaban o susurraban en los hombros.

Era uno de los pocos de la familia con un talento claramente visible. Todos los primos y

sobrinos y hermanos oscuros vivían ocultos en pueblos pequeños del mundo entero, hacían

cosas mentales invisibles o cosas con dedos de bruja y dientes blancos, o descendían por el

cielo como hojas en llamas, o saltaban en los bosques como lobos plateados por la luna.

Vivían relativamente a salvo de los seres humanos comunes. No así un hombre con grandes

alas verdes.

No era que odiara sus alas. Lejos de eso. En su juventud había volado siempre de noche,

pues las noches son momentos excepcionales para un hombre alado. La luz del día tiene sus

peligros, siempre los tuvo, siempre los tendría; pero en las noches, ah, en las noches había

navegado sobre islas de nubes y mares de cielo de verano. Sin correr ningún peligro. Había

disfrutado realmente de aquellos vuelos.

Pero ahora no podía volar de noche.

De regreso a un alto paso en ciertas montañas de Europa, luego de una reunión de familia en

Mellin Town, Illinois (hace algunos años), había bebido demasiado vino tinto. «Pronto estaré

bien», se había dicho a sí mismo, vagamente, mientras volaba bajo las estrellas del alba,

sobre las lomas que se extendían más allá de Mellin, y soñaba a la luz de la luna. Y de

pronto…, un crujido en el cielo…

Una torre de alta tensión.

¡Como un pato en una red! Un tremendo siseo. La chispa azul de un cable le cruzó y

ennegreció la cara. Las alas golpearon hacia adelante parando la electricidad, y el tío Einar se

precipitó cabeza abajo.

Cayó en el prado iluminado por la luna al pie de la torre y fue como si alguien hubiese arrojado

desde el cielo una voluminosa guía de teléfonos.

A la mañana siguiente, temprano, se incorporó sacudiendo violentamente las alas empapadas

de rocío. La única luz era una débil franja de alba extendida a lo largo del este. Pronto esa

franja se coloraría y todos los vuelos quedarían restringidos. No había otra solución que

refugiarse en el bosque y esperar escondido en los matorrales a que otra noche ocultara los

movimientos celestes de las alas.

Así conoció el tío Einar a la que sería su mujer.

Durante el día, un primero de noviembre excepcionalmente cálido en las tierras de Illinois, la

joven Brunilla Wexley salió a ordeñar una vaca perdida; llevaba en la mano un cubo plateado

mientras se deslizaba entre los matorrales y le rogaba inteligentemente a la vaca invisible

que por favor volviera a la casa o la leche le reventaría las entrañas. El hecho casi seguro de

que la vaca volvería sola cuando las ubres necesitaran realmente atención no preocupaba a

Brunilla Wexley. Era una buena excusa para pasear por el bosque, soplar flores de cardo y

morder hojas; todo lo que estaba haciendo Brunilla cuando tropezó con el tío Einar.

Dormido junto a un arbusto, parecía un hombre debajo de un alero verde.

—Oh —dijo Brunilla, entusiasmada—. Un hombre. En una tienda de campaña.

El tío Einar despertó. La tienda de campaña se abrió detrás como un alto abanico verde.

—Oh —dijo Brunilla, la buscadora de vacas—. Un hombre con alas.

Así se lo tomó ella. Estaba sorprendida, sí, pero nunca le habían hecho daño, de modo que

no le tenía miedo a nadie, y esto de encontrarse con un hombre alado no pasaba todos los

días, y se sentía orgullosa. Empezó a hablar. Al cabo de una hora eran viejos amigos, y al

cabo de dos horas Brunilla había olvidado las alas. Y el tío Einar le confesó de algún modo

cómo había llegado a parar a este bosque.

—Sí, ya noté que estás golpeado por todos lados —dijo Brunilla—. Esa ala derecha tiene mal

aspecto. Será mejor que te lleve a casa y te la arregle. De todos modos, no podrías volar así

hasta Europa. Y además, ¿quién quiere vivir en Europa en estos días?

El tío Einar se lo agradeció, aunque no entendía muy bien cómo podía aceptar.

—Pero vivo sola —dijo Brunilla—. Pues, como ves, soy bastante fea.

El tío Einar insistió diciendo que todo lo contrario.

—Qué amable eres —dijo Brunilla—. Pero soy fea, no me engaño. Mis padres han muerto. Tengo

una granja, grande, toda para mí sola, lejos de Mellin Town, y necesito a alguien con quien

hablar.

Pero ¿ella no sentía miedo?, preguntó el tío Einar.

—Orgullo y celos sería más exacto. ¿Puedo?

Y Brunilla acarició las membranosas alas verdes con una envidia cuidadosa. El tío Einar se

estremeció y se puso la lengua entre los dientes.

De modo que no había otro remedio: ir a la casa de ella en busca de medicinas y ungüentos,

y qué barbaridad, qué quemadura en la cara, ¡debajo de los ojos!

—Suerte que no quedaste ciego —dijo Brunilla—. ¿Cómo pasó?

—Bueno… —dijo el tío Einar, y ya estaban en la granja, notando apenas que habían caminado

un kilómetro y medio mirándose a los ojos.

Pasó un día y otro, y el tío Einar le dio las gracias desde el umbral y dijo que debía irse, que

apreciaba mucho el ungüento, los cuidados, el alojamiento. Caía la noche y entre ahora, las

seis, y las cinco de la mañana tenía que cruzar un continente y un océano.

—Gracias, adiós —dijo, y desplegó las alas y echó a volar en el crepúsculo y se llevó por delante

un arce.

—¡Oh! —gritó Brunilla, y corrió hacia el cuerpo inconsciente.

Cuando el tío Einar despertó, al cabo de una hora, supo que ya nunca más podría volar en la

oscuridad; había perdido la delicada percepción nocturna. La telepatía alada que le había

señalado la presencia de torres, árboles, casas y colinas, la visión y la sensibilidad tan claras

y sutiles que lo habían guiado a través de laberintos de bosques, acantilados y nubes, todo

había sido quemado para siempre, reducido a nada por aquel golpe en la cara, aquella

chicharra y aquel siseo azul eléctrico.

—¿Cómo? —se quejó el tío Einar en voz baja—. ¿Cómo iré a Europa? Si vuelo de día, me verán,

y ay, qué pobre chiste, ¡quizás hasta me bajen de un tiro!

O quizá me encierren en un jardín zoológico, ¡qué vida sería esa! Brunilla, ¿qué puedo hacer?

—Oh —murmuró Brunilla, mirándose los dedos—. Ya se nos ocurrirá algo…

Se casaron.

La Familia asistió a la boda. En una inmensa precipitación otoñal de hojas de arce, sicómoro,

roble, olmo, los parientes susurraron y murmuraron, cayeron en una llovizna de castañas de

Indias, golpearon la tierra como manzanas de invierno, y en el viento que levantaban al llegar

a la boda sobreabundaba el aroma del pasado verano. La ceremonia fue breve como una vela

negra que se enciende, se apaga con un soplido, y deja un humo en el aire. La brevedad, la

oscuridad, esa cualidad de movimientos invertidos y al revés se le escaparon a Brunilla, atenta

sólo a la pausada marea de las alas del tío Einar, que murmuraban dulcemente sobre ellos

mientras concluía el rito. En cuanto al tío Einar, la herida que le cruzaba la nariz estaba casi

curada, y tomando del brazo a Brunilla sentía que Europa se debilitaba y desvanecía a lo lejos.

No tenía que ver demasiado bien para volar directamente hacia arriba o descender en línea

recta. Fue pues natural que en esta noche de bodas tomara a Brunilla en brazos y volara

verticalmente hacia el cielo.

Un granjero, a cinco kilómetros de distancia, a medianoche, le echó una ojeada a una nube

baja y alcanzó a ver unos resplandores y unas débiles estrías luminosas.

—Luces de tormenta —dijo, y se fue a la cama.

El tío Einar y Brunilla no descendieron hasta la mañana, junto con el rocío.

El matrimonio prosperó. Le bastaba a Brunilla mirar al tío Einar, y pensar que era la única

mujer del mundo casada con un hombre alado. «¿Qué otra mujer podría decir lo mismo?», le

preguntaba al espejo. Y la respuesta era siempre: «¡Ninguna!».

El tío Einar, por su parte, pensaba que el rostro de Brunilla ocultaba una verdadera belleza,

una bondad y una comprensión admirables. Consintió en algunos cambios de dieta para

conformar a Brunilla, y tenía cuidado con las alas cuando andaba dentro de la casa; las

porcelanas golpeadas y las lámparas rotas irritan siempre los nervios, y el tío Einar se

mantenía a distancia de esos objetos. Cambió también de hábitos de dormir, pues de

cualquier modo ya no podía volar de noche. Y ella a su vez arregló las sillas, acomodándolas

a las alas, poniendo unas almohadillas extras aquí o quitándolas allá, y las cosas que decía

eran las que más agradaban al tío Einar.

—Estamos aún encerrados en capullos, todos nosotros —decía Brunilla—. Mira qué fea soy, pero

un día romperé la cáscara y extenderé un par de alas tan delicadas y hermosas como las

tuyas.

—Has roto la cáscara —dijo el tío Einar.

Brunilla pensó un momento.

—Sí —admitió al fin—. Hasta sé qué día ocurrió. En los bosques, ¡cuando buscaba una vaca y

encontré una tienda de campaña!

Los dos rieron, y sintiendo el abrazo del tío Einar, Brunilla supo que gracias al matrimonio

había salido de la fealdad, así como una espada brillante sale de la vaina.

Tuvieron niños. Al principio el tío Einar temió que nacieran con alas.

—Tonterías, ojalá fuera así —dijo Brunilla—. Nunca les pondríamos el pie encima.

—No —dijo el tío Einar—, ¡pero se te subirían a la cabeza!

—¡Ay! —lloró Brunilla.

Nacieron cuatro hijos, tres niños y una niña, tan movedizos que parecían tener alas. A los

pocos años saltaban como renacuajos, y en los días calurosos de verano le pedían al padre

que se sentara bajo el manzano y los abanicara con las alas refrescantes y les contara

historias fantásticas a la luz de las estrellas acerca de islas de nubes y océanos de cielos y

formas de nieblas y viento y el sabor de un astro que se le disuelve a uno en la boca, y de

cómo bebes el helado aire de la montaña, y cómo te sientes cuando eres un guijarro que cae

desde el monte Everest y te transformas en un capullo verde abriendo las alas como los

pétalos de una flor poco antes de golpear el suelo.

Eso había sido el matrimonio del tío Einar.

Y hoy, seis años después, aquí estaba el tío Einar, aquí estaba sentado, envenenándose

debajo del manzano, sintiéndose cada vez más impaciente y malévolo, no porque así lo

deseara sino porque después de la larga espera era todavía incapaz de volar en el abierto

cielo nocturno; nunca había recuperado el sentido extra. Aquí estaba, desalentado, convertido

en un mero parasol, descartado y verde, abandonado ahora por los veraneantes infatigables

que en otro tiempo habían buscado el refugio de la sombra translúcida. ¿Tendría que estar

aquí para siempre, sin atreverse a volar de día porque alguien podía verlo? ¿No sería ya otra

cosa que un secador de ropas para Brunilla o un abanico para niños en las noches calurosas

de agosto? Hasta hacía seis años había sido siempre el mensajero de la Familia, más rápido

que una tormenta. Volando sobre lomas y valles, como un bumerán, y aterrizando como una

flor de cardo. Siempre había dispuesto de dinero; ¡a la Familia le era muy útil el hombre con

alas! Pero ¿ahora? Amarguras. Las alas estremecieron y barrieron el aire y sonaron como un

trueno cautivo.

—Papá —dijo la pequeña Meg.

Los niños miraban la cara pensativa y oscurecida del padre.

—Papá —dijo Ronald—, ¡haz más truenos!

—Hoy es un día frío de marzo, lloverá pronto y habrá muchos truenos —dijo el tío Einar.

—¿Vendrás a vernos? —preguntó Michael.

—¡Corred, corred! ¡Dejad reflexionar a papá!

Estaba cerrado al amor, a los hijos del amor y al amor de los hijos. Sólo pensaba en cielos,

firmamentos, horizontes, infinitudes, de noche o de día, a la luz de las estrellas, la luna o el

sol, cielos nublados o claros, pero siempre cielos, firmamentos y horizontes que se extendían

interminables en las alturas. Y aquí estaba ahora, navegando en el césped, siempre abajo,

para que no lo vieran.

¡Qué estado miserable, en un pozo hondo!

—¡Papá, ven a mirarnos, es marzo! —gritó Meg—. ¡Y vamos a la loma con todos los niños del

pueblo!

—¿Qué loma es ésa? —gruñó el tío Einar.

—¡La loma de las Cometas, por supuesto! —cantaron los niños.

El tío Einar los miró por primera vez.

Cada uno de los niños tenía en las manos una cometa de papel, y el calor de la excitación y

un resplandor animal les encendía las caras. Los deditos sostenían unas pelotas de cordel

blanco. De las cometas, rojas y azules y amarillas y verdes, colgaban colas de algodón y

trozos de seda.

—¡Remontaremos las cometas! —le dijo Ronald—. ¿No vienes?

—No —dijo el tío Einar tristemente—. No tiene que verme nadie o habrá dificultades.

—Puedes esconderte y mirar desde los bosques —dijo Meg—. Hicimos las cometas nosotros

mismos. Pues sabemos cómo.

—¿Cómo lo sabéis?

—¡Porque somos tus hijos! —fue el grito instantáneo—. ¡Por eso!

El tío Einar miró a los niños largo rato. Suspiró.

—Un festival de cometas, ¿no es así?

—¡Sí, señor!

—Ganaré yo —dijo Meg.

—¡No, yo! —contradijo Michael.

—¡Yo, yo! —pió Stephen.

—¡Dios de las alturas! —rugió el tío Einar, saltando hacia arriba, batiendo el ensordecedor timbal

de las alas—. ¡Niños, niños, os amo tiernamente!

—Papá, ¿qué pasa? —dijo Michael, retrocediendo.

—¡Nada, nada, nada! —entonó Einar. Flexionó las alas hasta el punto máximo de propulsión y

embestida. ¡Bum! Las alas golpearon como címbalos. La ola de aire tiró a los niños al suelo—

¡Lo conseguí, lo conseguí! ¡Soy libre de nuevo! ¡Fuego en la caldera! ¡Pluma en el viento!

¡Brunilla! —Einar llamó a la casa. Brunilla apareció en el umbral.— ¡Soy libre! —llamó Einar,

emocionado y alto, de puntillas—. Escucha, Brunilla, ¡ya no necesito la noche! ¡Puedo volar de

día! ¡No necesito la noche! ¡De ahora en adelante volaré todos los días y cualquier día del

año! Pero… pierdo tiempo, hablando. ¡Mira!

Y mientras Brunilla y los niños lo miraban preocupados, Einar sacó la cola de algodón de una

de las cometas y se la ató al cinturón, a la espalda; tomó la pelota de cordel, se puso una

punta entre los dientes y les dio la otra punta a los niños ¡y voló, arriba, arriba en el aire,

alejándose en el viento de marzo!

Y los niños de Einar corrieron por los prados, cruzando las granjas, soltando cordel al cielo

soleado, trinando y tropezando, y Brunilla, de pie en el patio, saludaba con la mano y reía, y

los niños fueron a la loma de las Cometas sosteniendo la pelota de cordel entre los dedos

ávidos, y orgullosos, todos tirando y tironeando y dirigiendo. Y los niños de Mellin Town

llegaron corriendo con sus pequeñas cometas para soltarlas al viento y vieron la gran cometa

verde que saltaba y oscilaba en el cielo y exclamaron:

—¡Oh, oh, qué cometa! ¡Qué cometa! ¡Oh, cómo me gustaría una cometa parecida! ¿Dónde,

dónde la consiguieron?

—¡La hizo papá! —gritaron Meg y Michael y Stephen y Ronald, y tironearon animadamente del

cordel y la zumbante y atronadora cometa se zambulló y remontó en el cielo, y cruzando una

nube dibujó un largo y mágico signo de exclamación.

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