En una entrevista con la crítica de arte canadiense Noella Neslody, el pintor, grabador, dibujante y escritor Jorge Hidalgo Pimentel (Obbá Oguniré) aseguró que él pinta “recuerdos y presagios” y que su trabajo lo hace sentirse “un esclavo representante de Dios”.
Aquellos “presagios” visionados por Hidalgo (Santiago de Cuba, 1941) lo acompañan desde que nació en Santiago –él insiste en recordárnoslo como si sus orígenes fueran su mejor blasón, su santo y seña– “a las 5 y 20 de la mañana, boca arriba y con los ojos abiertos. Fue recibido en la luz por la comadrona Pancha La Negra (Iyá Leri). En el signo de Virgo, bajo la protección de Obatalá como santo de cabecera y Ogún como santo acompañante. Hijo de Federico, descendiente de asturiano y Altagracia (Cucusa) dominicana”. Todo en su obra de más de seis décadas parte de ese momento inicial en que Hidalgo aprehende la luz y se entrega a ella como un aprendiz, y también como un deudor.
Las primeras obras en el tiempo, firmadas a fines de la década de 1950, dejan entrever las potencialidades artísticas de aquel joven que unos años después, en 1962, entraría deslumbrado al estudio habanero del pintor Esteban Valderrama. Allí conoció el olor del aguarrás, la linaza, las variaciones de los óleos –¿bautismales?–, y aunque la visión académica de Valderrama no se adecuaba a su temperamento independiente, inquieto, la posibilidad de insuflar vida a sus criaturas lo atrapó para siempre. ¿Acaso no lo había atrapado ya desde aquellas primeras obras en tinta sobre cartulina o papel?
Aquellos fueron los años de la efímera revista Jigüe –en su duración, no en resonancias, como asegura Alejandro Querejeta Barceló, uno de sus creadores–, donde publicaron autores como Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz y Nancy Morejón, y donde Hidalgo ilustró muchas de sus páginas, junto a Armando Gómez y Roger Salas. Aquellos fueron los años de la exposición Hacer ver, título tomado de un poema del surrealista Paul Eluard y que reunió en una pequeña sala del Colegio de Arquitectos de Holguín la obra de Hidalgo, Salas, Julio Méndez, Jorge González y Nelson García. Como palabras al catálogo, el poema “Felices los normales”, de Roberto Fernández Retamar. Aquellos fueron también los años en que Hidalgo se encontró frente a los grabados de Francisco de Goya –Los caprichos, las Tauromaquias y los Desastres de la guerra– y mientras buscaba encontrarse a sí mismo y desentrañar su lenguaje, sus potencialidades creativas, iba poblando su obra de esos personajes “perplejos”, como él mismo los llamara, palpitantes, desvalidos, tercos en su plena orfandad.
La paleta de Hidalgo se volvió cada vez más austera, y desde esa época mantiene su recurrencia a los ocres, a las tierras tutelares, a las fulguraciones del magenta, los negros, a los chispazos de colores puros, a sus sorprendentes iluminaciones visuales. Y el dibujo se hizo gestual, espontáneo, sometido al sentimiento y a la intuición. Una gestualidad que permite una actitud desprejuiciada. El pincel ancho, casi seco, la espátula, los dedos y ocasionalmente la plumilla, le sirven de instrumentos. Y si Goya fue un deslumbramiento para Hidalgo, casi enseguida encontró la obra de Antonia Eiriz, Tapies, Saura, Schiele, Cuevas… De la mano también de Blake, Velázquez, Rembrandt…
Cuando se funda el casi mítico Taller de Grabados de Holguín, encabezado por Nelson García y Julio Méndez, Hidalgo empieza a trabajar la xilografía, mostrándose como un grabador preciso, imaginativo: la expresión –¿acaso americana?– dura visualmente, dramática en su esencia, goyesca, incluso grotesca y desatinada en el sentido de lo esperpéntico, el aparente desaliño que nos muestran sus xilografías, es capaz de trasmitir la intensa poesía del ser, que también nos entrega el Hidalgo escritor en sus poemarios. No es el suyo un traslado mecánico de su obra en tintas y dibujos a la madera, sino un ajuste de un estilo a la riqueza de texturas que la madera ofrece, con influencias del grabado japonés, Durero, y el expresionismo y neoexpresionismo alemán.
Posteriormente el acrílico se incorpora a su quehacer, así como el gran formato, el lienzo y el collage. Sus códigos visuales se tornan complejos, y aparecen figuras que aluden a elementos de la cultura nacional –lo afrocubano, específicamente– y su alcance mítico-religioso. Esta zona creativa quizá sea la más conocida del trabajo de Hidalgo Pimentel, lo que lo ha llevado a ser, varias veces, encasillado en la pintura de tema afrocubano. Pero en él no es pose, mucho menos propensión a modas; es asunción, después de una evolución que podemos palpar en toda la muestra; es gracia, luz.
En sus cuadros viven los orishas del monte: Elegguá, Oggún, Ochosí, Oko, Ayé, Changó, Allágguna… Y los Eggun: Eléko, Ikús, Ibbayés… Pero también habita Fernando Ortiz; Lydia Cabrera; Cristo; Artemisia Gentileschi en cofradía con Teresa Centella Oyá, seduciendo a Olofin Changó; la Virgen de Barajagua; Mackandal; José Martí; San Lázaro; Ícaro; Santa Bárbara… Hay cubanía en cada obra, pero sin perder su proyección universal.
En las páginas iniciales de El monte, Lydia Cabrera subraya: “Persiste en el negro cubano, con tenacidad asombrosa, la creencia en la espiritualidad del monte. En los montes y malezas de Cuba habitan, como en las selvas de África, las mismas divinidades ancestrales, los espíritus poderosos que todavía hoy, igual que en los días de la trata, más teme y venera, y de cuya hostilidad o benevolencia siguen dependiendo sus éxitos o sus fracasos”. Hidalgo ha ido al monte, ha buscado sabiamente, encontrado. Estas “divinidades ancestrales” han acompañado a Jorge Hidalgo en un vía crucis artístico y espiritual a lo largo de seis décadas creativas. Cuba es su nganga, nos dice, y como si no bastara, titula así uno de los cuadros que ha creado. “Nganga quiere decir muerto, espíritu”. Y además, “misterio”. Y ese misterio lo acompaña, lo protege y nos lo devuelve como uno de nuestros creadores más originales.
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social.