Volver a querer una isla sin cuernos

Oficio de Isla fue una de las obras que unánimemente recibió el premio Villanueva, otorgado por la crítica a las mejores puestas del año pasado.

La pieza, escrita por el cineasta Arturo Sotto, focaliza un suceso histórico poco divulgado: el viaje de más de mil maestros cubanos durante 1900 a la prestigiosa universidad bostoniana de Harvard, en momentos en que nuestro país, bajo ocupación estadounidense, se disponía a iniciar vida independiente. Ello da pie a una reflexión, muy contemporánea y contextualizada sobre ese tema siempre en el tintero: las complejas y difíciles relaciones entre Cuba y Estados Unidos.

El autor ha logrado combinar, con sentido del humor, especialmente de la ironía, las peripecias de una familia clase media cuya hija ha sido seleccionada para la «misión», con las coordenadas de la macrohistoria, todo mediante fluidez narrativa y fuerza dramatúrgica, lo cual permite reflexionar en torno al anexionismo, los sentimientos independentistas, los oportunismos políticos, las reminiscencias españolizantes, el paternalismo yanqui, el «determinismo geográfico» y tantos ítems vinculados con las dos naciones vecinas, que desde entonces subsisten con matices y singularidades epocales, correlacionando los dos grandes núcleos donde los mismos se han manifestado: la familia y el país.

Ubú sin cuernos a cargo de Ludi Teatro Autor: Osmel Azcuy/Tomado de Juventud Rebelde

Personajes gráciles, bien diseñados, que pese a su armadura risible escapan del sainete y la caricatura, encauzan situaciones divertidas pero enjundiosas desde el punto de vista dramático, que la puesta dirigida por Osvaldo Doimeadiós ha sabido plasmar con gracia y solidez escénicas.

Aunque la pieza afortunadamente volverá en marzo dentro del evento Traspasos escénicos, del ISA, esta vez en la sala Tito Junto, del Brecht, el espacio original resultó el perfecto por las características de la puesta, en un gran almacén de la Avenida del Puerto, donde el público pudo trasladarse y presenciar, antes de asentarse en el lunetario, dos puntos que constituyen pertinentes prólogo y epílogo mediante coreografías, performances y hasta una instalación que enriquecen y ensanchan el concepto del montaje, y donde junto a Doimeadiós han prestado sus talentos Gretel Montes de Oca, Guillermo Ramírez y Patricia Díaz, así como el intertexto, eficazmente incorporado al corpus de la obra, que constituyen los fragmentos de una revista satírica de la época (¡Arriba con el himno!, de Ignacio Sarachaga).

Mérito indudable de Oficio de isla son las actuaciones, que en términos generales aprehenden y proyectan el espíritu de este divertimento sustancioso, junto con la Banda de Música de Rancho Boyeros y las gaitas Eduardo Lorenzo, que sellan su esencia multiartística.

Ubú sin cuernos, del laureado Abel González Melo (premio Casa de las Américas 2020 por su obra Bayamesa), conoció estreno mundial en La Habana bajo la puesta y dirección de Miguel Abreu con su compañía Ludi Teatro.

Una utopía a la vez distópica, si se permite el oxímoron, propone esta vez el dramaturgo cubano, que tiene del eterno viaje, los rejuegos y abusos de poder, reinados reales y soñados dentro de una parábola que contiene también universos posibles, (re)conquistas y la idea de patria que se inicia en el núcleo literalmente materno, aunque ello también signifique el de la tierra.

Todo lo anterior, González Melo lo explaya desde su habitual sabiduría no solo escénica sino también teatral, en el sentido más diacrónico, lo cual implica guiños, alusiones intertextuales y ese raro andar, cual arriesgado equilibrista, por una cuerda floja que transita de manera casi imperceptible por lo grave y lo ligero, lo cómico y lo serio, lo alusivo y lo directo, dentro de esta obra que obtuviera los premios José Jacinto Milanés y Dador.

En su lectura, Abreu, acostumbrado a montar textos complejos, polisémicos y llenos de enveses (Litoral, Bosques, La mujer de antes…), asistido esta vez por María Karla Romero y con producción de Rafael Vega, consigue trasladar a la escena la corrosividad y el filo de la escritura; desde los minutos iniciales se percibe el logro de la ambientación abigarrada y esperpéntica que sugiere la letra, para lo cual se apoya en el vestuario sugerente, expresivo de Celia Ledón, el maquillaje de Pavel Marrero y el diseño de escenografía, al tiempo que él asume las luces, las cuales detentan suficientes gradaciones y matices.

También, como es habitual en sus puestas, debe exaltarse el tan bien explotado espacio, con movimientos coreográficos (Yuli Rodríguez es la responsable de este esencial rubro) y una rica banda sonora (Denis Peralta, sobre canciones concebidas por Llilena Barrientos muy a tono con el texto) algo, por suerte, recurrente, como son los notables desempeños: Ludi Teatro cuenta con un equipo competente, apto para personajes que exigen del actor desdoblamientos y proyecciones bien difíciles, cambios de registro, esfuerzos histriónicos determinantes, y aunque se aprecia un nivel general, habría que encomiar esta vez a Aimée Despaigne, Grisell de las Nieves, Cheryl Zaldívar, Yoelvis Lobaina y Francisco López Ruiz.

Alejandro Palomino y su grupo Vital Teatro han llevado a escena una obra de la dramaturga e investigadora Esther Suárez Durán: Vuélveme a querer, y el título bolerístico es realmente algo más que un guiño. De nuevo tenemos la oportunidad de admirar, aplaudir y solidarizarnos con tres grandes mujeres de nuestra escena: Luz Marina Romaguera (Aire frío, de Virgilio), Lala Fundora (Contigo pan y cebolla, Quintero) y Camila (Santa Camila de La Habana Vieja, Brene).

La mixtura, el enlace, pasan por otro clásico, esta vez universal (Las tres hermanas, Chéjov) que desde una estructura dialógica, fuertemente intertextual, no solo trae a la actualidad los conflictos de esos personajes en sus momentos, sino que los enriquece, los universaliza, pues justamente es ese uno de los reclamos de la autora: exigir para nuestras (anti)heroínas un justo sitio que las extrapole del localismo, el exiguo puesto en la escena nacional, para ponerlas a competir a un nivel donde están sus congéneres chejovianas, de Shakespeare, Ibsen y compañía.

No siempre, valga anotar, estos difíciles pastiches logran dar en el clavo; hace apenas un año tuve la oportunidad de ver, en Montevideo, un ejercicio intertextual semejante a propósito con uno de esos referentes: Éramos tres hermanas (Jugando con Chéjov), del célebre dramaturgo y teórico español José Sánchez Sinesterra (¡Ay Carmela!) bajo la dirección del uruguayo Ramiro Perdomo, pero el resultado quedaba un tanto por debajo de sus posibilidades dialógicas justamente dentro de esos límites que pretendía focalizar y a la vez desmontar.

Suárez Durán, con la complicidad de Palomino, consigue que enlaces, pespuntes y transiciones se logren dentro de un escenario cuyos puntos de desplazamiento e intercambio actoral refuerzan la evocación, la resignificación y el diálogo.

Las actrices Mayelín Barquinero (quizá deba restar un poco de fisicalidad y énfasis a su labor), Alina Molina y Yaisely Hernández vuelven no solo a querer, sino a conminarnos a hacerlo, en las pieles de esas singulares y entrañables damas del teatro y, por ello, de nuestras vidas.

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