Disfruté del espectáculo humorístico El recitalito, No puedo tengo ensayo, del grupo El Portazo de Matanzas, pero me quedó la sensación de haber sido testigo de un mal contenido en un buen recipiente.
Cómo espectáculo de corte humorístico su concepción y acabado son envidiables. Desde una perspectiva de diseño, no tiene un solo elemento fuera del buen equilibrio escénico y de utilidad más que justificable.
El vestuario y el empleo de las luces cumplen su cometido al reflejar no solo el universo siempre ecléctico del cabaret, sino, también, el de una sociedad consumista y materialista como la que parece estar sumergida cada una de sus escenas.
La musicalidad del mismo colmó mis más exigentes gustos musicales y me hizo admirar los dotes vocales de cada uno de estos jóvenes actores que tienen, además de talento, un afán irresistible por dedicarse de lleno al teatro musical. Nuestra historia teatral es tan rica en ejemplos de buenos espectáculos y de obras musicales, que desoírla es más que una injusticia, un desagravio.
Tenemos el teatro vernáculo y todo lo que significó para una sociedad más que criticable y con tantos males sociales que veía en el arte una manera de escapar de todo o de cambiarlo hasta el aire que se respiraba. Con todo, me preguntaba, ¿por qué tanto de España en boca de los personajes, de Argentina, de Rusia? ¿Y lo mío qué?
Más allá de esta apropiación extranjerizante y enarbolada hasta el cansancio, más allá de todo lo mal que me pude sentir al no verme ni por un resquicio de esa no-identidad, sí aplaudo el ritmo vertiginoso con que la puesta avanza y atrapa hasta el mismo vórtice del mal tiempo. Es jovial y no tiene lugares pantanosos en donde se interrumpa el interés. La progresión dramática va in crescendo minuto a minuto.
Mirar este espectáculo con la visión de un teatrista y criticarlo como si fuera una obra de teatro, es tan pecaminoso como suponer que las intenciones de esta puesta son ingenuas o hermosas tal cual se presentan. Y esa es la parte que me escandaliza.
Los grandes maestros de la literatura y el arte han valorizado la indiscutible unión que debe existir entre la forma y el contenido. Ambos han de enroscarse cual serpiente en la vara, para curar a la sociedad de sus males y ser el cetro con el que ajusticiar a los malhechores.
Cuando el arte descuida una de estas partes, el producto final será endeble y, por lo tanto, insostenible. Como un castillo de naipes irá al suelo o al olvido que, para el caso, es lo mismo.
Eso me ocurrió apenas salí del Teatro Principal luego de verlo, me asistió el olvido, en mi memoria solo había espacio para el desencanto y no para el deseo de revivir aquella puesta. Pero sí me sirvió, también, para sentir algo de rabia y preocuparme en mayor medida por la realidad de este país que busca acercarse mucho más a la justicia y al ideal de una sociedad contemporánea.
Y me preocupa, ¿será que el mundo escénico no tiene también el propósito de reflejar lo realizado por el hombre a través del tiempo? ¿Acaso no es un espejo en el que el espectador se mira y se retroalimenta?
No vi un solo color cubano, ni siquiera nuestra luz, en toda la puesta. Aquello me resultó triste porque no había ido a un teatro de Europa, ni de Asia, ni siquiera de otro estado latinoamericano, sino a solo unas cuadras de mi casa en Ciego de Ávila, una ciudad pequeñita de Cuba que es distinguida por su hospitalidad y sus poetas.
No me vi reflejado en ese proscenio. Pero si la teoría teatral es cierta, y aquello era un reflejo de la sociedad juvenil actual, ¿a dónde iremos a parar? Todo es caos. Solo queda un camino posible y pareciera que es el que nos ofrece esta agrupación: emigrar.
Pareciera que peco de recalcitrante y de asumir las poses de una persona anticuada que apenas puede tolerar a las generaciones sucesoras, pero soy de los que creen que las transgresiones en el arte deberían tener un límite siempre y cuando no se vayan más allá del arte, para cumplir una función injusta, despreciable. Y en este sentido, El recitalito… fue como un maldito mensaje a vox populli y sirviéndose de artimañas para conseguir su meta.
Me explico.
El público presente eran, en su mayoría, jóvenes. Los mensajes siempre fueron enfocados en conseguir un reforzamiento positivo (B. F. Skinner estaría feliz) por las actitudes, más bien nocivas:
- consumo de drogas,
- culto al dinero,
- migración,
- desapego a la identidad nacional,
- apoliticismo,
- pobreza espiritual.
Curiosamente, desde el mismo montaje se aclara que la política no cabe en su argumento, pero, a la misma vez, todos estos asuntos tienen como una especie de asideros en la política, porque todavía no creo que exista una sociedad puramente nihilista. ¿Hay proselitismo?
Por otro lado, Pedro Franco, el director de El portazo, en entrevista a Darío Alejandro Escobar en el sitio web de la AHS, plantea que:
He aquí mi preocupación y angustia con esta puesta en escena que, repito, no debe ser mirada con los ojos de teatrista ni comparada con ninguna de las otras puestas de El portazo. ¿Qué se busca, entonces, con este nuevo show?
No creo que sea fortuita su inclinación a lo foráneo ni su acrítica hacia los males sociales que refleja. Es más, mi personalidad no ha sido ni será cambiada por un influjo artístico, más bien, se ha nutrido a lo largo del tiempo de las buenas canciones y libros, pero ¿cuántos de los jóvenes allí presentes no vieron la posibilidad de consumir drogas como algo experimentable y hasta venturoso? ¿Cuántos de los allí presentes no habrán sentido que el dinero es lo más importante en la vida?
No criticar y solo reflejar lo mal hecho, podría ser una provocadora manera de ganar adeptos en una actitud ante la vida que no me parece sea la que precisa este país. De hecho, reforzar con canciones y ritmos pegajosos una actitud un tanto negativa, es como llegar a la incitación a cometerlas y sentirse plenos.
El Portazo hace agarre de todos los trucos posibles, en materia de dinámicas grupales, para conseguir su cometido. Rompe con la cuarta pared, se adentra en el público, se toma selfies con él y le muestra las fotos, le da las gracias por venir y las gracias por estar, le da la oportunidad de ser parte del show y hasta de casi organizarlo, lo escucha mirándole a los ojos y ofreciéndole un micrófono. ¿Qué le pide a cambio?
A juzgar por las propias palabras de Pedro Franco en el 2016, y que me recuerdan aquello de que “de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno”:
“Yo no creo en un arte puro, a mí me gusta el arte contaminado, sobre todo si contamina toda mi creación con la economía. Me encanta esa mezcla porque me resulta muy interesante, me resulta viva y real.”
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