El título de esta reseña (Generación de Antologados) es una de tantas definiciones utilizadas a lo largo de la novela La soledad del tiempo, del escritor cubano Alberto Guerra Naranjo, para referirse a una generación definida por las circunstancias de su tiempo, como cualquier otra, pero con situaciones singulares.
A primera vista pareciera que no necesita una reseña más, un escrito más después de tantos que se han publicado en los últimos años acerca de ella; sin embargo, una vez leída por este servidor, me queda claro que aún necesita otras –no importa cuántas– si se trata de ubicarla entre las mejores novelas escritas en los últimos 20 años de literatura cubana.
Su eje central es el entorno literario de la isla, no su lado agradable, sino esos fantasmas reales que acechan la espiritualidad del escritor y, por consecuencia, el resultado de su trabajo, y el mapa mentiroso que se va creando a partir de un entorno donde el amiguismo, los favores, el sexo, la mediocracia –entiéndase esa tratada por Alain Deneault en su libro de igual nombre– que apela a la protección entre mediocres (yo diría inferiores) con el único objeto de protegerse y prevalecer por un tiempito en nuestras letras nacionales, o más bien sus arrabales, sin esforzarse por dejar la vida en la oración.
Semejantes agresiones a una historia letrada no serán jamás adoptadas por textos como este de Guerra Naranjo, más bien extraídos y llevados a juicio literario y moral. Cito y citaré más adelante otros por ser inevitable, un párrafo de esta novela:
“Las historias que pienso escribir no serán nuevos bodrios para las letras nacionales. De tantas malas páginas y de tantos escritores ridículos el lector se cansa. Mi novela debe ser mi sangre y mi paz. Ah, Walter Benjamín, qué claro estabas, no es la forma ni el contenido lo que importa, es la sustancia, sólo la sustancia.”
Los extremos de ese eje que mencioné son, por un lado, Sergio Navarro, un escritor de a pie que nos representa a todos: aquellos que no nos prostituimos por un puesto de poder, ni una antología para desesperados, ni ponemos la mirada en el Trono de Hierro, que intimida desde Desembarco del Rey por un viaje.
Un Jean Valjean caribeño marcado, no por la cárcel, o un obstinado y muy equivocado en sus principios Javert, sino por el sol implacable, los 10 pesos en el bolsillo, los sueños, los principios correctos y seres como el que habita en el otro extremo: Emilio Varona, funcionario acostumbrado a acumular beneficios y repartirlos según le convenga.
Este Emilio es la antítesis de Sergio. Entre ambos, pasan ante los ojos del lector historias hermosas por bien narradas, pero esencialmente duras como solo pueden serlo cuando se escribe desde el dolor. Trescientas y una páginas y 34 capítulos que bastarán, supongo, para cualquier estudioso de nuestro mundo letrado, en el futuro, cuando quiera comprender los males de un sistema literario que pide a gritos una actualización, un acercamiento a la forma en que se mueve el mercado (sí, acabo de escribir mercado), para salvarse del desamparo en que mantiene a sus mejores nuevos escritores, a costa de algunos autores, no todos, por debajo de la calidad media en un país que presume de un alto índice cultural. Treinta y una páginas que al fin han resuelto un problema: tanta literatura sobre escritores (últimos 20 años) demasiado centrada en complacer precisamente a los escritores:
“Este mundo literario, me dije mientras prendía un cigarro (después de almorzar no hay nada mejor que un cigarro), tiene demasiadas zonas que no son literarias. Escribir bien no basta. Desencadenar toda una estrategia de horas, de días, de años frente a la página en blanco, es sólo el comienzo. Después, aunque se consiga cierto éxito, llegan como al náufrago de un barco ahuecado, imprevisibles avalanchas convertidas en un mar de sombras.”
La soledad del tiempo hace ver a muchos de los más recientes escritores, algunos de la autoproclamada Generación Cero, por ejemplo, como eternos aprendices que se perdieron en la estrategia promocional y jamás en las páginas.
Los malnacidos, o mal remunerados escritores, los que no pertenecieron a un grupo literario que se entregó premios y espacios para la promoción de su basura, los que no han sido señaladas mujeres que sonríen a todos y encuentran entre el Todo al intelectualoide que la llevará a giras y antologías y promoción vergonzosa, los que no pertenecieron a talleres de dudosa enseñanza, arcaica enseñanza, esquemática enseñanza, los solitarios, los que iban al Coppelia a tomar su helado pensando cómo ubicar su novela dentro del circo, y no acompañados de aduladores embriagados de vino barato y té de manzanilla, esos, repito, los solitarios y desprotegidos, ya tienen su novela:
“¿Habría pasado el genial Julio Cortázar por los mismos pasmes que a él le sucedían? ¿Habría comprado cigarro a menudeo a un viejo renqueante, que contaría el dinero con una calma increíble antes de echarlo en el platico del bisne? ¿Habría sabido qué coño era bisne, qué coño cigarro a menudeo? ¿Habría arrastrado un colchón por la ciudad por tirarle un cabo a dos marginales? ¿Habría trabajado alguna vez de CVP, en alguna empresita de París o Buenos Aires? ¿Habría corrido detrás de un extranjero para tumbarle unos fulas e ir tirando? ¿Habría pasado los mismos trabajos para escribir una cabrona palabra? El viejo trajo los cigarros y se quedó mirándolo.
— ¿Algún problema, muchacho?
— Nada, Prendes, pensaba un poco.”
Esta novela está escrita desde el dolor, lo mencioné antes, y es posible que sea la versión artística del sufrir que ha experimentado Alberto Guerra en diferentes épocas, mientras bebía samagón de patatas, entiéndase vino de papas de a cinco pesos la botella en aquel Período Especial. En su casa a la espera de un verano mejor, mientras The Others arrojaban toda serie de ruidos que le erizaban la piel pero no lograron quebrarlo.
Carece además, La soledad del tiempo, de alardes estilísticos innecesarios, de palabras rebuscadas, y muestra con lenguaje directo, preciso, lo que se quiere mostrar. Me hizo olvidar estructuras y me atrapó en la mencionada sustancia. Querida sustancia, ausente en muchos libros sin la presión de un embargo, sin regulaciones o planes, ausente en tantos y tantos libros por falta de bomba y talento, y malas gestiones desde la editorial.
Papeles al viento, no así en esta novela que como fenómeno de nuestra reciente literatura ha logrado la reedición en tres ocasiones, rompiendo así con un esquema presente en nuestro sistema editorial donde al estar sometido a planes no es dado a reconocer el impacto de un libro mediante la reedición, sino a continuar con los siguientes en el llamado colchón editorial.
Pocos libros rompen ese esquema y muy pocos desde la calidad literaria. Quizá también esta novela se extiende más allá del anaquel porque representa a muchos, es colectiva y no individual. La individualidad es algo marcado en muchos textos recientes en la literatura de la isla. Algunos exponentes de la autoproclamada Generación Cero están marcados por una literatura individual, donde los intereses son inclinados hacia el autor y sus socios, llena de situaciones que a pocos interesan, no literarias a veces, solo de su inmediata cotidianidad y por efecto poco interesante al lector universal.
He escuchado que hay quienes le señalan a La soledad del tiempo que su mayor defecto es ser una novela para escritores. Eso solo puede afirmarlo quien no ha notado, o no quiere notar, la crítica implícita al racismo (Capítulo Sudoroso), el retrato de una sociedad donde hay maleantes y oportunistas, jineteras circunstanciales y no solo prostitutas de oficio, estafadores, un ensayo sobre el suicidio (Capítulo 27. Hospital) que me hizo recordar los múltiples ensayos que alberga esa obra universal titulada Los miserables, de Víctor Hugo.
Incluso hay un tratamiento peligroso del sexo, extremo cuando de literatura se trata, zoofilia incluida (Capítulo 10. Ay, Atencio, compadre). Es cierto que si se es un escritor cubano se entenderán guiños y situaciones implícitas, explícitas, que alguien ajeno al mundillo literario no alcanzaría a notar de inmediato, pero dudo que al terminar la obra no haya sido bien ilustrado acerca de ese mundillo; y eso es precisamente lo que la buena literatura hace, ilustrar, de no ser así, para qué leer.
Esta es novela incómoda y continuará haciéndolo:
“Los Novísimos, para mi gusto, eran una triste generación de segundones, de tipos incapaces de escribir lo que hacía falta, de cómodos mamalones de la teta institucional. No habían hecho una sola novela con vergüenza, un solo libro de cuentos que valiera, y como poetas resultaban incoherentes, caprichosos, experimentales a pulso, iconoclastas en apartamentos de microbrigada…”
“…militantes de la mariconería organizada, del lesbianismo chato, víctimas de antologadores de ocasión, pastos de eventos literarios, pirañitas de concursos acoplados, plañideras frente a la injusticia de los viejos escritores atrincherados en sus cargos públicos…”
“… escribían a favor o en contra del gobierno, pero sin miaja, sin bomba, sin demonio. Jamás protestaban, ni pronunciaban una queja coherente, eran incapaces de concertar una buena reunión por cuenta propia, perseguían a los editores extranjeros, caían como palomas a sus pies y se acomodaban a las exigencias del mercado con una desvergüenza increíble. Hablaban mal unos de otros, se ponían trampas entre sí, cáscaras de plátano entre sí, para lograr, por ejemplo, un simple viaje a una feria del libro.”
Tampoco escapa a esta excelente mirada crítica dividida en capítulos la burla en la que se han convertido muchas citas literarias en la isla, repetitivas, dispuestas para promocionar muchas veces a quienes no merecen ninguna promoción, eso y más se refleja en el capítulo 30: Reunión de Escritores.
Ahora, esta dolorosa vuelta por las miserias del mundillo literario, y el otro mundillo que nos toca a todos, viene desde un lenguaje hermoso, no minimalista a lo cubano –¡gracias a Dios!–, sino suelto, natural, sincero, sobre todo sincero y original, sí, eso, original, distante de la cuestión repetitiva que nos invade cuando de nueva literatura se trata. Y, sobre todo, entretenido. No puedo creer que acabo de escribir esa palabra en una reseña, la escribiré de nuevo: en-tre-te-ni-do. Es claro que el propósito estuvo en la mente del señor Guerra:
“De nada vale aburrir a los lectores, ¿para qué cansarlos, para qué agotarlos? De nada vale competir con el colega inmediato y perderse en la niebla del corrillo literario, es preferible, mil veces, llegarse al Madoka, buscar una pareja entre esos hombres de pueblo, entre esas criaturas de visión insuperable, y jugar la partida de turno como si fuera la última. Eso es ser maestro, eso es ser Juan Rulfo, no más que eso. Gracias.”
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