Soluciones nuevas a problemas viejos

Notas sobre el libro Fidel y la AHS

El 25 de noviembre del 2016, cercana la medianoche, conocimos sobre la muerte de Fidel. El timbre de mi teléfono no se detenía. Consternado, el rostro grave de Raúl, su voz entrecortada, confirmaban al pueblo y a los amigos de la Revolución dispersos por el mundo la noticia mediante una breve comparecencia televisiva. El sencillo despacho desde donde se transmitía la alocución estaba apenas habitado por los retratos de Maceo, Gómez y Martí.

Guardo la impresión que ayudaban, en alguna medida, a soportar el dolor entero de la Isla. Es mi recuerdo más nítido. Puedo sumarle una sensación de terrible desamparo. También mi dosis de irritación al constatar cómo continuó la programación televisiva durante la madrugada. Los que permanecimos en vigilia decidimos mudarnos a la señal de TeleSur.

Por voluntad propia la ciudad más bulliciosa de Cuba enmudeció. El sábado fue esencialmente silencioso. La Habana resultó sobrecogedora. Cuando intento volver sobre ese día recupero, sin embargo, la imagen repetida, el coro respetuoso de los universitarios marchando sin convocatoria oficial por la céntrica calle 23 en El Vedado. Llegando por decenas a la Escalinata. Regresa también el metal desahogado de los discursos que no fueron planificados. Un acto de hondura insospechada que encumbró la vivacidad de una juventud para muchos extraviada y apática ante la sombría y desoladora presencia de la muerte. Algún participante decidió colocar una foto de Fidel en los brazos del Alma Mater. Aquel, era territorio fidelista.

Los nueve días de duelo oficial sumergieron a la Isla en una angustia absoluta. Un amigo periodista, Wilmer Rodríguez, recogió el testimonio gráfico y la fuerza espiritual del tributo de un país. Viajó junto a la Caravana. Atrapó y supo convertir en palabras la mística que observábamos con el filtro de la televisión. Tras la voluntad de rechazar cualquier manifestación de culto, quedaba ahora la construcción del más difícil de los monumentos a Fidel, el que se funda en el estudio y el enriquecimiento en la práctica de un pensamiento como el suyo.

Unos 18 días antes de aquel viernes 25 de noviembre –el 7 de ese mes, para ser exactos–, la inconfundible caligrafía de Fidel autorizaba, en una breve nota, a Elier Ramírez Cañedo a publicar dos intervenciones hasta entonces inéditas. Eran  resultantes de sendos encuentros sostenidos con miembros de la Asociación Hermanos Saíz en los años 1988 y 2001. En las oficinas de la presidencia de la AHS coincidí con Elier cuando lleno de entusiasmo organizaba el proyecto que se alejaba de la fantasía para convertirse, no sin pocos obstáculos, en un hecho editorial.

El camino fue fatigoso. La Comisión Organizadora del III Congreso luchó contra los atrasos editoriales, los problemas de poligrafía y las soluciones de diseño que a algunos siguieron sin entusiasmarnos. Finalmente, en octubre de 2017 la Editora Abril obsequió a los delegados que asistimos al Congreso el volumen. Los discursos de Fidel se acompañaron de un prólogo del intelectual cubano Abel Prieto, unas breves líneas a modo de epílogo del entonces presidente de la AHS, Rubiel García, y una introducción, también breve, en la que Elier expone algunos aspectos generales y evoca la “concepción totalmente revolucionaria en la manera de relacionarse el líder de la Revolución con los artistas e intelectuales cubanos”.

En realidad, los tres textos que acompañan los discursos formulan una evidencia en relación a las caracterizaciones, interpretaciones y proposiciones sintéticas que han acompañado al pensamiento de Fidel. Por mi parte intentaré esbozar algunos comentarios que pueden facilitar otros acercamientos. No poseen en sí mismos un alcance reflexivo. Siento, sin embargo, pueden contribuir al contrapunto con las ideas más importantes que trasladó en sus palabras. Son apenas apuntes para un debate. Lo más significativo queda a buen resguardo para cuando se produzca el encuentro del lector con esta obra.

Por el destinatario que recibe por vez primera estos textos, quisiera comenzar. Si lo acompaña una voluntad crítica Fidel y la AHS puede estremecer sus certezas, inquietar sus sentidos y dejar abierta una vía para repensar todo lo que entendemos en los marcos de la política cultural. Puede también, en dirección contraria, ofrecer argumentos bastante útiles para perpetuar el absurdo. Esto último, si nos aferramos a parábolas que descontextualicen, o decidimos negar el terreno polisémico y útil de la contradicción en la que Fidel aprendió a moverse con toda holgura.

Timoneadas desde un ejercicio polémico, que guarde como denominador común la responsabilidad intelectual, estos discursos terminan desalojando los sillones que nos mantienen cómodos. Retoman, en un ángulo de admirable dimensión, el espacio central que por derecho propio corresponde a la cultura en la Revolución. Las palabras de Fidel destruyen los tabiques falsos entre estos dos universos tan conflictivos. Instalan a su vez una representación que hincha la necesidad de retomar lo que Armando Hart desesperadamente defendía como “la cultura de hacer política”.

La mayoría de los planteamientos, debemos señalar como segundo aspecto, se inscriben en el centro de una condición cultural reforzada por el mundo social que emergió con la Revolución. Genuinamente liberadora y resistente. Una condición que hubo de someter y someterse a la reconfiguración sistemática de los mecanismos, alcances y plataformas que crecieron junto al nuevo sujeto revolucionario. Plantearse relaciones de poder más horizontales e interpretaciones osadas. Luchar por fijar un estatuto antropológico y una visión procesual de sus componentes. En esencia, de acuerdo con Fanon, sentirse obligada a encarnar y corresponderse con todo el cuerpo de esfuerzos hechos por el pueblo, en la esfera del pensamiento para describir, justificar y alabar la acción mediante la cual ese pueblo se creó a sí mismo y se mantiene en existencia.

Los dos discursos son portadores de un lenguaje coloquial y a veces de estilo pedagógico. Reunido con creadores, esencialmente artistas y escritores, Fidel dedica el grueso de sus reflexiones a insistir en el “estado político de pueblo”, en “las condiciones excepcionales de la masa”, en “la necesidad de mezclarse con el pueblo y sus problemas”, en la actitud del ciudadano común. ¿No sería útil preguntarnos por qué?

Los emplazamientos, que no son pocos ni ligeros, tocan las fronteras de la institucionalidad de la cultura, su poder real de representación de los gremios, los mecanismos de concertación, la participación orgánica de los creadores en el entramado de decisiones que mueven la maquinaria. Con todo desprendimiento Fidel habla de los problemas tangenciales que reproduce el funcionamiento de feudos aislados en la política cultural y que son eficaces para profundizar el océano de incoherencias que tiende a lastimar este ecosistema.

Replantea el papel de la AHS y la UNEAC. Las define como organizaciones sociales. Subraya el hecho de que las organizaciones sociales no están subordinadas al aparato institucional, de ahí la necesaria coordinación entre ambos actores. Deja explícitamente formulado un problema hasta hoy desatendido: dónde quedan, quiénes representan a los que hoy no son miembros de la AHS y la UNEAC. Con todos los énfasis posibles respalda la preferencia de “los errores de tener mucha libertad, a los inconvenientes de no tener ninguna.”

Ambas intervenciones tienen lugar en momentos muy particulares de nuestra historia. El 12 de marzo de 1988: un año antes de su importante discurso del 26 de julio de 1989 cuando vaticinó el desmerengamiento de la URSS corría ya el proceso de rectificación de errores; es un hecho el viraje estratégico en las discusiones y la concepción en torno al modelo de desarrollo. Fecha en que Fidel mismo está aceleradamente rescatando al Che y se intentaba retomar el diseño de un socialismo con características propias.

El 18 de octubre de 2001: ya la Batalla de Ideas está en desarrollo, ha iniciado la municipalización de la educación superior, la universalización del conocimiento asume el desafío de la informatización de la sociedad, se intenta reproducir un movimiento de masas en apoyo a un nuevo modelo de transición socialista, en medio de una ofensiva ideológica orientada al rescate de valores revolucionarios y antimperialistas tras las grietas del Período Especial, dando paso a programas concretos de recuperación en todos los órdenes, visibilizando un estamento de vanguardia con la nuevas generaciones e intentando, sobre todo, que la recuperación espiritual se anticipe a la recuperación material y logre contribuir ella.

Un último comentario. Se ha extendido bastante la tesis que subraya la intervención del 30 de junio de 1961 en la Biblioteca Nacional como el texto programático y fundador de nuestra política cultural. Si fuera correcta, omitiríamos el cuerpo de consideraciones contenido en el autoalegato que se convirtió en el Programa de la Revolución. Es una simple convocatoria a pensar en ello.

En La Historia me Absolverá estaba ya vertida la suerte democratizadora, de anchísimo alcance y visión sociológica del movimiento cultural al que aspirábamos. Allí no se habla, es cierto, del racimo de las Bellas Artes ni de las corrientes literarias. Mas se define el concepto de pueblo. Se ahonda en la problemática martiana de la Nación. Se pacta la visión de futuro de una vanguardia que busca compatibilizar el universo de aspiraciones y proyectos individuales, con la moral, la política y los sueños colectivos que anteponía en sus realizaciones prácticas la Revolucion.

Resulta inexacto pasadas seis décadas insistir en la apreciación limitada de que en esa reunión se dilucidaban presupuestos estéticos. La verdad la dominamos hoy. El marco, la convocatoria y los conflictos que desembocaron en la cita de algunos intelectuales con Fidel y otros dirigentes revolucionarios, sacó a la superficie un enfrentamiento por el poder entre dogmáticos, liberales y también oportunistas. Por cierto, en su intervención del 2001 Fidel deja la mesa servida para que nos impliquemos en explorar con profundidad esas dicotomías.

El texto de aquel temprano junio de 1961 es por sí mismo la columna vertebral de la inmensa mayoría de los asuntos que Fidel enfoca en los discursos que esta compilación nos propone. Como es de esperar, él logra, a pesar de nosotros mismos, vencer las descontextualizaciones, las deformaciones que sirvieron de base para la grisácea marca que acompañó a la cultura en los 70 y que de vez en cuando asoma en la gaveta de algún burócrata. No por acostumbrados deja de sorprender la capacidad dialéctica para escapar a los mecanicismos y no dejarse atrapar en las limitaciones propias de todo lo que es iniciador y por ende experimental. Reconoce el valor histórico de aquellas ideas, pero no duda en afirmar que estamos “en una época nueva y tenemos que aplicar a la cultura el principio de soluciones nuevas a problemas viejos, y soluciones nuevas a problemas nuevos”.

En el cuadro de una sociedad es preciso no menospreciar lo indirecto. Las lecturas correctas entre lo fenoménico y lo esencial son imprescindibles. Las interpretaciones complacientes no nos ayudan mucho. La narrativa del presente solo puede autentificarse buceando profundo en las oscuras cavernas de la memoria.

Gracias al trabajo del investigador Elier Ramírez, estos discursos llegan ahora remontando la escala del tiempo. Los que nos vamos incorporando al campo intelectual y sus prácticas podremos recurrir a ellos para mediar en los contextos políticos, materiales e ideológicos, con el único fin de crear nuestra obra. Desde ella hacer retroceder vertiginosamente las fuerzas del conservadurismo, la rutina y la restauración neoliberal que se esconden bajo el manto redibujado de la neutralidad de la cultura, que sabemos no existe.

Las reflexiones de Fidel penetran ahora con fuerza telúrica en esa contradicción. Para dicha colectiva funcionan como recurso de aprendizaje. Plantean un problema inacabado. Sirven de sostén para que completemos nuestra perspectiva irregular de los hombres y las cosas. Sin empecinamientos. Asumiendo que la rectificación siempre puede liberarnos. Comprendiendo que “más que decir nuestras verdades, hay que ir a los lugares a escuchar y aprender de las verdades de los otros.”

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