De los parajes lejanos o el concierto para grunge

En estas historias (o debajo de ellas) está el sonido de los metales, la presión de las guitarras distorsionando el imaginario de una ciudad innombrable y olvidada: Manatí, obcecada en el mapa, más hija del mar que apéndice de isla.

Alejandro Rama nos advierte con esa singular destreza para narrar, que de los parajes lejanos solo queda el sonido ínsito a su vitalidad, el ritmo, la cadencia, la tesitura de cada historia, de cada sílaba de los personajes. Es pertinente entonces decir que se ha instaurado el imaginario de la lejana Manatí y, como en Comala o Macondo, siempre alguien pasa, pregunta por los nombres o la arquitectura de las cosas, qué historia esconde la casa al final de la calle, qué le pasa Hubert y la caja tenebrosa, dónde los amuletos del podólogo, y a dónde el profesor de química. Alejandro creó en estas historias, la memoria de una ciudad, de una generación y todo con el grunge de fondo.

En las historias el tono diáfano y hasta burlesco, las maneras psicológicamente distintas de cada personaje; también la capacidad de ser antiguos y posmodernos, de estar en un diálogo que a ratos olvidan y se recrean en los instantes de silencio de cada historia. La incomunicabilidad del surrealismo, el símbolo obviando su significado, la distorsión de lo real y lo anodino del hombre de pueblo. Tanta angustia por el sentido de las cosas: en Grunge se cancelan las enrevesadas dicotomías canónicas y gana espacio lo cotidiano desde los oídos-boca-ojos-cerebros de personajes sui generis.

Habrá que leer cuidadosamente cada historia de Alejandro, son altamente adictivos.

Portada del libro Grunge, de Alejandro Rama (Foto tomada de internet)

Alejandro Rama. Grunge (cuentos). Premio extraordinario de cuento Centenario José Soler Puig 2016. Coeditado por Ediciones La Luz y Editorial Oriente. 2017. Disponible en la librería de Ediciones la Luz, en Holguín; aunque aún se pueden encontrar títulos en otras librerías del país.

Dos cuentos:

ALUMINIO PUNZANTE

Había recogido una docena de latas, cuando el sol se detuvo justo encima. La mujer abrió la boca del saco y arrojó la siguiente. Luego, secó el sudor en su pecho. Luego, continuó buscando como si fuese una máquina detectora de metales.

Soñaba con una máquina así. Soñaba, aunque su marido no quería pagarla, aunque sabía que el marido terminaría diciendo que son muy caras, demasiadas bocas que alimentar. Él la esperaba en casa. Desplomado en un sillón. Escuchando el final de algún partido en la radio. Gritando porque su equipo, de manera irremediable, estaba perdiendo. Gritando son unos mierdas, plastas de mierda.

El hijo, como todo hijo pequeño, correteaba por la casa. Tumbaba floreros, vasos, cuadros colgados en las paredes. Lo ensuciaba todo con sus pies enfangados y sus manos cubiertas de la pintura que algún vecino olvidó a la orilla de la cerca.

Al marido aquello le daba igual. Lo único importante era el partido donde su equipo falló un penalti a cinco minutos del final. La mujer había recogido un saco cuando el sol desapareció completamente en el horizonte. Secó el sudor en su estómago. Faltaban un par de latas por aplastar y, obligada a hacerlo, hincó las rodillas y realizó el trabajo.

La mujer callaba ante las órdenes del marido. Recoger las latas. Aplastarlas. Arrojarlas al saco. Recoger el saco. Conducirlo hasta la casa. Ver al marido salir y regresar, a media noche, con la mitad del dinero y una botella de aguardiente debajo del brazo. El marido, que diría no puedo vivir sin esto. No hay quien viva sin esto. El marido entregó los billetes y se dejó caer sobre el sillón. Encendió la radio. Transmitían el final de algún partido donde su equipo, milagrosamente, empataba. Minutos finales. El árbitro extendió los brazos hacia el área y sonó el silbato: una decisión que terminó favoreciendo al equipo contrario. El delantero del otro equipo no falló ese penalti, y el marido no paró de gritar son unos mierdas, plastas de mierda.

Ella lo dejó con sus gritos y salió a comprar algo de comer: unas papas, dos latas de arroz, un trocito de carne. Ella sabía que no le tocaba ni una molécula de ese trocito de carne. Camino a casa, recordó aquellos tiempos, cuando su marido era quien recogía las latas y en la mesa nunca faltó la carne. Su marido, que le decía eres lo mejor que me ha pasado, te voy a hacer feliz por el resto de la vida. Cocinó y sirvió tres platos. Papas, arroz y carne en dos de ellos. Papas y arroz en el otro. Sentados los tres en la mesa, cada uno frente a su plato, comieron. Ella tragó con rapidez. Mejor adelantarse; demasiado lo que tendría que fregar.

El hijo jugaba con la comida: un campo de batalla donde se enfrentaban las papas del norte contra el arroz del sur, usando carne como proyectil. El marido tragaba una cucharada, luego un sorbo de la botella. La guerra entre las papas y el arroz terminó como solo pudo haber terminado. El plato de comida, en el suelo. La comida, en el suelo. El niño, llorando. El marido lo golpeó a mano abierta por la nuca y lo obligó a recoger aquello. La mujer contenía la rabia, las lágrimas.

Una mujer no debía contradecir a su marido, así que agachó la cabeza y continuó fregando. El hijo chillaba incansablemente mientras recogía el plato. El marido se puso de pie y encendió la radio. La mujer recogió la comida del suelo. Baldeó. Secó. Fue hasta la cocina y puso agua a la candela. Continuó fregando. Alguna que otra vez secaba el sudor en su pecho, el sudor en su estómago.

El marido escuchaba un partido donde su equipo ganaba y un tal Hernández, delantero del equipo contrario, empató con un disparo fuerte desde el borde del área. Luego, el árbitro ordenó penalti y Hernández no falló. Luego, el marido gritó son unos mierdas, plastas de mierda con todas sus fuerzas, y arrojó la radio hacia la misma esquina donde chillaba el hijo. Cállate. Que te calles. La mujer preparó el baño. El marido tragó el último sorbo de alcohol en la botella y caminó hasta el baño. La mujer acostó al hijo y regresó donde su marido. Dos minutos de silencio. Después, la mano acercándose, levantando la bata de dormir. El marido echándosele encima. Movimiento de caderas aburrido, insípido. La misma cadencia de todos los días. Él, ¿te gusta?, perra. Y la perra dejándose hacer todo lo que su marido quiso hacerle. La perra sabía que, al terminar, se desplomaría hacia un costado y cerraría los ojos.

El marido cerró los ojos. Ella también cerró los ojos. Lo hizo, y soñó que recogía latas en la playa, y las aplastaba, y las arrojaba al saco. Soñó que caminaba a casa. Allí, donde su marido la estaba esperando con la radio encendida y una botella en la mano. Allí, donde el hijo destrozaba todo. En la radio, el equipo local había perdido y quizás por eso el marido le apuntaba con su dedo índice, gritándole perra, perra, perra.

La mujer despertó con el pecho y el estómago cubiertos de sudor. Fue hasta la cocina. Tragó un pedazo de pan viejo. Recogió el saco. Caminó hasta la playa. Recogió la primera lata y la aplastó. Antes de arrojarla al saco, se detuvo a observarla. En su mano, aquella lata parecía hecha de aluminio punzante.

CONOCIENDO A JOE BLACK

Jennifer conoce a Joe Black, que no parece un Joe, tampoco Black, sino un cachalote albino proveniente del otro extremo del mundo. Él, sandalias de cuero, pantalones cortos, una cámara Nikon colgando hacia un costado. Ella lo conoce y piensa en todo lo que ha de hacerle para que el tipo suelte un par de billetes. Necesarios, los billetes. Jennifer y Joe conversan y, mientras sucede, se ve a sí misma tragando el pene del cachalote. Grueso, el cachalote. Grueso, el pene. Salado. Joe le acaricia los hombros y sonríe de manera lasciva. Le dice nos vemos por la noche en la habitación que te comenté, la del hotel Gaviota. Joe acaricia. Las manos del tipo son demasiado ásperas, pegajosas. No parecen ser las manos de quien dice ser. Los callos en la piel no le pertenecen. Alguien como él requiere de manos delicadas, de piel lisa, sin ningún signo de trabajo.

Jennifer sonríe a cada frase que sale de su boca. Esta cámara registrará cada cosa que hagamos, y ella ríe. Te pagaré mucho dinero, y continúa riendo. Lo de conocer a Joe Black se lo propuso alguien cuando se cansó de comer peces de su propio arrecife y decidió probar el sabor de los que habitaban aguas internacionales. Alguien le dijo que tuviese cuidado, que Joe no era un pez pequeño sino un cachalote albino procedente de mares europeos. No te preocupes, siempre tengo cuidado. Antes de conocer a Joe Black, Jennifer no se llamaba Jennifer, sino Lucrecia. Bonito nombre Lucrecia. Falso, Jennifer. Con peces gordos nunca se sabe, así que me cambio el nombre.

Aquella Lucrecia pertenecía a la avenida central y las noches sin descanso. Un culo deseado por aquellos que deseaban los culos que se movían por la avenida. Ellos, parados en el lado A, observando.

Ella, en el lado B, hablando por teléfono con alguien que le decía hacia dónde caminar, con quién hablar, qué decir. Baratos, los peces de aguas nacionales. Peces de arrecifes. Peces que se dejan comer solo una vez y luego desaparecen. Joe Black es un pez de aguas internacionales, viene de mares europeos. Joe Black y su cámara Nikon. Toma una fotografía de Jennifer y ella lo mira de la única forma que puede hacerlo: los ojos perdiéndose en los poros grasientos del cachalote, en la barriga protuberante. Difícil, comerse el pez.

Jennifer piensa en que quizás el trabajo no valga la pena. Tiene miedo de que Joe Black desaparezca con el dinero que le prometió. Nunca antes había sido fotografiada haciendo aquello que solía hacer. La reputación de un culo de avenida no es la misma cuando aparece en fotos y videos que no debe aparecer. Jennifer piensa en la indigestión. En el vómito producto a la indigestión. Piensa en penes gruesos, y poros grasientos, y barrigas protuberantes.

Joe Black se despide simbólicamente. Jennifer también se despide. Alguien llama por teléfono y le indica qué hacer, hacia dónde caminar, qué decir. La acera. La avenida. El hotel Gaviota. Subir las escaleras hasta la habitación. Entrar y desvestirse. Dejarse hacer lo que el cachalote quiere. Fingir que le gusta. Mirar a la cámara. Mirar al cachalote que la aplasta. El cachalote grasiento. El pene, grasiento. Terminado el trabajo.

Baja las escaleras hasta el pasillo. Recorre el pasillo hasta la acera. Recorre la acera hasta la avenida. Confirma el asunto vía telefónica. Jennifer deja de ser Jennifer para convertirse en Lucrecia. Lucrecia, caminando por la avenida central, deteniéndose en el lado B, esperando la llamada de alguien. Lucrecia, escuchando hacia dónde caminar, qué hacer, qué decir. Lucrecia, olvidando al cachalote albino y su cámara Nikon. Inevitable que transcurra el tiempo. Inevitable que aparezcan fotos y videos en los teléfonos. Muchos dicen que Lucrecia aparece en esos videos. Muchos dicen que Lucrecia es protagonista en esos videos. Pero mira cómo beben los peces en el río. Lucrecia interpretando a Jennifer. Cara de Jennifer. Cuerpo de Jennifer. Jennifer posando en los teléfonos de muchos, aplastada por el cachalote en los teléfonos de muchos. Pero mira cómo beben y vuelven a beber. Inevitable que Joe Black haya desaparecido con el dinero, que Lucrecia sea un culo de avenida olvidado por quienes desean culos de avenida. Inevitable que Lucrecia no quiera ser Jennifer ni Lucrecia. Inevitable que quiera regresar a aquella época en la que el nombre no importaba. Que quiera regresar a aquella época en la que el nombre no importa. Abrazar a los padres. Llorar con los padres. Salir a dar una vuelta, larga y sincopada, y descubrir la irremediable coincidencia en la mirada de aquellos que viven en la orilla. Los que no saben nadar.

Pero mira cómo beben los peces en el río. Otra vez, descubierto el cuerpo en los teléfonos. Descubierto, el rostro. El cachalote profanando el rostro. En todos los lugares, lo mismo. Teléfonos, en el arrecife. Teléfonos, en la orilla. Teléfonos en todas partes.

Lucrecia en videos. Jennifer en videos. Ambas, aplastadas por el cachalote albino que suda, el pene grueso que suda. Pero mira cómo beben y vuelven a beber. Inevitable, la ausencia de Joe Black y los billetes prometidos. Inevitable, la desesperación. Lucrecia avanzando y deteniéndose en el abismo. Mirando al fondo. Descubriendo cómo las olas impactan en las piedras. Abandonando el nombre de Jennifer. Abandonando su propio nombre. Se precipita hacia el único lugar donde no existen teléfonos, ni fotografías, ni videos, ni Lucrecias, ni Jennifers, ni cámaras Nikon que hacen más daño que cualquier arma, ni cachalotes albinos que sudan, ni alguien que dé órdenes. Ni arrecifes, ni orillas, ni peces. Ningún pez.

Nada.

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