“¿Sacarás tú al Leviatán con el anzuelo, o con la cuerda que le eches en su lengua?”, escribió Job. Y Eurípides: “Aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”.
Juan Edilberto Sosa y el grupo La Caja Negra parten del mítico Leviatán –bestia marina del Antiguo Testamento creada por Dios y a menudo asociada con Satanás, según leemos en el Génesis– para explorar las relaciones de poder en las sociedades contemporáneas a través del prisma –por momentos, turbio; por otros, lúcido– de la locura.
La locura es una excusa de Sosa para adentrarse –como ha venido haciéndolo en obras como Y los peces salieron a combatir contra los hombres, de la española Angélica Liddell; Bonsái, o Cartografía para elefantes sin manada, poema dramático de Laura Liz Gil Echenique– en los entresijos del poder y la sociedad humana, desde la experimentación frecuente, a nivel conceptual y de lenguaje, en cada una de sus puestas.
Un basurero: reducto de desechos humanos que acumula escombros, tanques, bloques, viejos artículos electrodomésticos, residuos… y que termina siendo su(o)ciedad.
Cuadro 1: “Yo soy el punto cubano…”, canta Aniña (Maibel del Río) y pide algunas monedas.
Cuadro 2: “Esa lombriz no tiene escrúpulos…”, asegura Cabeza de Pecao (José Alfredo Peña Ortiz) mientras interroga al público con sus acciones, cada cual más transgresora.
Ambos son lo que llamamos “locos”. Excluidos sociales, detritus del sistema, deambulantes, temerosos del poder. “Los recursos escénicos –escribe Yasmany Herrera en las palabras del programa– como la expresión corporal, el vestuario, y la interpretación se dan la mano para ponernos ante la locura como salida a la relación con el poder”.
Varias cuestiones me llaman la atención de Leviatán: el proceso previo en los que Sosa trabaja son los actores; el texto –en esa mezcla de confusión y verdad, delirio y lógica– escrito por el propio director; el desempeño de los dos jóvenes actores de La Caja Negra.
Más allá de lo escatológico –no solo en el texto– y del roce con lo absurdo, lo grotesco y el teatro de la crueldad… Leviatán no deja impávido a nadie, absolutamente a nadie: espejo, vitrina… uno sale convencido de haber visto un pedazo oculto de lo que somos y evitamos.
A través de Leviatán “respiran”, también, –conscientes o inconscientemente, moldeables o sugeridos– Thomas Hobbes y su Leviatán, o La materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil; Friedrich Nietzsche y Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie; Virgilio Piñera y Dos viejos pánicos; Nelda Castillo y El ciervo encantado; Yerandy Fleites y Los basureros; Esteban Insausti y Existen; u otros influidos por el teatro de la crueldad como Peter Weiss, Harold Pinter y Martin McDonagh, para quien los diálogos asumen “esa especie de locura del discurso”. Y es que a través de Leviatán están todos ellos y, al mismo tiempo, nadie… nada.
Algún que otro no pudo soportar la obra, y tuvo salir de la sala, respirar… Hay quien esperó más de la puesta. Otros salieron con la necesidad de gritar y ser también un sobreviviente a la deriva de alguna utopía, quizás a la espera de que el Leviatán resurja entre las aguas.
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