A Iran Capote se le conoce de verdad en la piel del teatro, en la piel viva y siempre cambiante de la escena. No por gusto, este joven se ha convertido en el más reciente Premio Calendario de Dramaturgia: su visión sobre la historia del cotidiano, sobre la Cuba latente y reciente, sobre la Cuba presente y ausente forma parte de su poética. Una poética que piensa el texto como instrumento de la escena. La distancia física nos impidió conversar como dos amigos con un café de por medio. Es por eso que esta entrevista acudió a los resortes conectores de las redes.
Casi imaginaba su respuesta a mi primera pregunta.
La dramaturgia, ¿es el centro de tu vida artística o solo un eje del cual parten otras búsquedas?
Vivo dramatúrgicamente. No puedo desprenderme del ejercicio en ningún momento. Y no solo en el plano profesional, también se extiende hacia lo personal. Todo el tiempo lo paso armando historias en mi mente. Lo hago desde niño. Y tomé conciencia de lo que hacía cuando crecí. Puede parecerte muy loco pero es real. Cuando era un niño y vivía en un campo en San Juan y Martínez, ya yo me entrenaba en estas lides, sin conocer el teatro ni la literatura, y sin tener ni la más mínima idea de que aquel juego se volvería mi oficio. Hasta muy avanzada la adolescencia pensé que mi vida era una teleserie que se transmitía en vivo a muchos espectadores en el mundo. Y lo organizaba y todo. Cada día era un capítulo. Dividía las temporadas por enseñanza escolar. En primaria la primera, en secundaria la segunda… hasta que llegué a la enseñanza preuniversitaria donde detuve aquel juego porque ya era hora de madurar. Me divertía dándole otros sentidos a mi realidad. Mi familia, mis vecinos y mis amigos eran los personajes del reparto. Yo el protagonista, por supuesto. Mi casa, la escuela, el barrio, los pocos lugares que visité cuando niño eran los espacios donde acontecía la acción. Suponiendo que utópicamente esa primera creación de mi fantasía hubiera sido real en alguna instancia, los miles de espectadores que me “veían”, debieron darse tremendo banquete porque la cantidad de temas fue muy sustanciosa. Y ni hablar de los conflictos. Esto nunca se lo he contado a nadie, por vergüenza, supongo. Pero ahora que tengo este maldito vicio de analizarlo todo, pienso que ahí está mi primera obra de teatro.
Cuando me enrumbé hacia el teatro volví a jugar a la representación de la vida, aunque ya no es tan divertido. Desde que me levanto por la mañana, cuando trabajo, cuando camino, cuando me acuesto y también cuando sueño hago dramaturgia. Todo trato de organizarlo y componerlo como si fuera una historia particular. Cuando duermo tengo la sensación de que mis sueños también componen una fábula. Que hay personajes, espacios y un discurso. Si estoy en medio de un proceso determinado, me ha sucedido que sueño con los personajes y con la acción, y de una manera tan vívida que me levanto a mitad de la madrugada y escribo todos los detalles que pueda recordar del sueño. He encontrado soluciones muy buenas así. La vida es un “drama” constante. Y no lo digo desde el sentido peyorativo, sino desde las nociones que con la academia y el ejercicio práctico del teatro uno ya conoce del término.
Comencé en el teatro primero como director. La escritura llegó después. Al principio fui trabajando con los textos para ponerlos en escena. Con el permiso de los autores me atreví a operar quirúrgicamente cada texto. El teatro, cuando se piensa desde el escenario, funciona distinto a cuando uno lo construye solamente como universo literario. En la escena, con los actores, con las luces y la escenografía uno tiene que acudir al bisturí sin miedo. Y eso también es hacer dramaturgia. Componer el drama en el escenario, ajustar las tuercas para que el resultado sea limpio y preciso. La síntesis es el arma del director. Y cuando te haces partidario de ella siempre, por mucho que lo intentes, vas a terminar pasándole el rastrillo al texto para dejar más clara la esencia de lo que plantea.
Escribo teatro como director, que sé que no es lo mismo que escribirlo como autor solamente. Es una pena porque eso limita mi independencia autoral. He escrito algunas obras pensando que serán solamente teatro para leer (término bastante contradictorio, la verdad) y por mucho que he insistido, el hálito escénico permanece como una huella imborrable. Todas mis búsquedas como creador están encausadas desde la dramaturgia.
En los tiempos que corren, en nuestra Cuba, ¿de qué sirve el teatro y cuál es la función de un dramaturgo?
Nuestra Cuba es un escenario contradictorio y eso la hace un espacio teatral por excelencia. Los cubanos somos absurdos por defecto, vivimos con paranoia, con muchas limitaciones, nos quejamos todo el tiempo y a la vez somos felices, guaracheros, ingeniamos cosas para esquivar las situaciones más duras. O nos reímos de nuestras propias dolencias. Esa paradoja me fascina. Y advierto que es un eje de gran parte de la literatura que se escribe y que se ha escrito en nuestro país. Estamos obligados a sentarnos en la mesa del café por esa maldita circunstancia de la que hablaba Virgilio Piñera.
La Cuba de hoy es todavía más polisémica que la de hace unos diez o quince años. Nuevas oportunidades parecen aliviar malestares cotidianos. El fenómeno de la conectividad que ya está entre nosotros, abre otros caminos para manejar la información, para establecer puentes, pero también es un arma peligrosa porque potencia la enajenación y nos incomunica. Corremos con la suerte de volvernos fríos en un pueblo famoso por su calor humano.
En estos tiempos el teatro es algo que se necesita tanto como Internet. El mayor por ciento de los jóvenes cubanos de hoy siente más provecho por las redes sociales que por asistir al teatro. Están negando la comunicación directa. Y en eso al teatro no hay quien le gane. Los dramaturgos, los directores, los actores, debemos buscar alternativas urgentes ante esa problemática. Y rescatar al espectador. Es un reto poderoso. Pero algo hay que hacer. Yo creo en el teatro como ágora, como espacio que dinamite la polémica, el análisis, que provoque reacciones determinadas en su receptor. Que quien asista al acto teatral sienta la necesidad de conectarse con otra persona de carne y hueso y no con una pantalla inerte, fría. El teatro supera la 3D, la 4K y lo que venga después. Es un arte de masas que todavía puede permanecer. No se trata de competir contra Internet, sino de buscar estrategias, investigar y bajar el cable a tierra. El teatro cubano es un arma política porque el cubano tiene altas dosis de politización. Todo lo hemos enfocado desde ese claroscuro entre sociedad y sistema gubernamental. Con esto no me refiero a escribir panfletos ni politiquería barata sobre los escenarios con el fin de volverse un fenómeno de chanchullos ni mucho menos sino centrar la mirada en aquello que es interesante, verosímil, sacar los temas, las historias, las biografías y ponerlas bajo los reflectores, pero desde una propuesta de escenificación ágil y novedosa, acorde a la velocidad, la multiplicidad de imágenes y la síntesis textual que ya usamos a la hora de conversar.
¿Qué vamos a hacer con eso? Creo que no podemos pensar en articular un texto para la escena sin antes pensar en la sociedad, en su forma de vivir y actuar. El dramaturgo contemporáneo tiene que pensar en sacar a las personas de sus pantallas y ponerlas en un mismo espacio físico, donde sus energías vitales se pongan frente a frente. De otra manera estaremos pensando el teatro solo para nosotros los creadores. Seríamos egoístas.
Como escritor dramático, ¿qué valoras y priorizas más en tu creación?, ¿cuáles son los temas, las figuras históricas, las figuras ficcionales que te interesan recrear?
Yo soy de los que cree en la historia. En mi carrera me he encontrado con dramaturgos que apuntan a otra sensorialidad en lo que escriben. Pienso a veces que son autores que no creen en la futura representatividad de ese material literario. Y hacen el teatro con demasiado vuelo artístico. No creo que esté mal. Pero ese cable yo lo bajo a tierra. Para volar lo intento con la poesía y hasta con la narrativa. Por momentos tengo miedo de no parecer un autor de estos tiempos, o sea, que, si dejo de guiarme por esos patrones que para nada tienen que ver con nuestra tradición teatral en Cuba, voy a quedarme fuera del circuito dentro de unos años. Pero insisto siempre en contarle algo a mis espectadores. Me gusta que la gente sienta morbo por los conflictos de mis personajes. Me gusta ver cómo, cual araña, atrapo a los espectadores con la intriga, con el suspenso. Que ese interés los delate como chismosos. Mi visión como director debe ser quien presiona desde el intelecto. Los autores que he escogido para llevar a escena son partidarios de eso… y por eso me interesan. Tengo la necesidad de encontrarle sentido a todo lo que estará sobre la escena, codificado o evidente. Necesito que el espectador me entienda, que se conecte conmigo por esa Wifi natural que es la comunicación.
Ahora mismo estoy manejando tres líneas temáticas medulares en mis investigaciones.
La primera está relacionada con el tema de las nuevas generaciones y cómo sus intereses hacen cortocircuito con las generaciones que le preceden. Es un tema muy viejo, pero también muy presente en cualquier parte del mundo. Por eso exploro constantemente a la hora de encontrar la forma de envolver ese producto y trato de reformular las normas cuando tengo que darle el cuerpo a ese contenido.
Otra de mis obsesiones temáticas está relacionada con defender la cubanidad. Sigo la máxima de Grotowski de que eres hijo de alguien. Creo que en los tiempos que vivimos —y de esos tiempos hablaba hace un rato— se pierden muchos valores de lo que nos identifica como nación. Para eso me acerco a autores y personajes claves de nuestra cultura y nuestra historia. Volver al pasado para entender el presente es un buen ejercicio de reafirmación. ¿Por qué somos como somos? ¿Qué hay en la base de nuestros comportamientos, de nuestra forma de enfrentar la vida? De esta obsesión salió recientemente el libro que resultó Premio Calendario, y del que hablaré más adelante.
Y en la tercera línea temática está la investigación que desde hace años llevo sobre el fenómeno del teatro vernáculo en Cuba. Para eso he creado un espacio con mis actores en un centro nocturno de mi Pinar del Río. Ahí acude mucha gente. Y lo curioso es que hacemos teatro vernáculo con las mismas bases que hace un siglo atrás. Lo que cambian son los temas, y los personajes tipos se han reformulado en función de contemporizarlos. Son biografías que parten de los sustratos más humildes de nuestra sociedad, con sus lenguajes, sus ademanes, sus rutinas, sus deseos. Es increíble la conexión que este espacio de frecuencia mensual mantiene con los espectadores que siempre asisten. Es un trabajo que hacemos en colectivo, los actores y yo. Ellos traen sus personajes y yo escribo las historias a partir de lo que sus creaciones me producen. Es una paleta con muchos colores. Un teatro que se escribe y se representa dando pico y pala, escarbando en esos sectores de la sociedad y después moldeándolo sobre la escena.
Como director has llevado a escena no solo tus propios textos sino también la dramaturgia de autores como Abel González Melo, Yunior García Aguilera, Freddy Artiles y Abelardo Estorino. ¿Qué tipo de obras te interesa colocar frente al ojo del espectador? ¿Qué necesita tener un texto para ser bueno?
Me interesa mucho que la historia está bien construida, con personajes en crisis y biografías complejas. Que sus núcleos de contradicción sean potentes. Un buen material que después el actor se encargará de fortalecer con su investigación para esa puesta en escena determinada. Y donde las temáticas estén muy cerca del espectador. Por otro lado, siempre insisto en que la estructura sea ingeniosa, sin nada evidente ni previsible. Al principio de mi carrera como director, en medio de mis tanteos estéticos, elegí autores y obras que podían complementarse con mis intereses como artista. Y tuve suerte, porque cada una de esas obras fueron parte de ese entrenamiento para construir sobre el escenario una historia para el público. También comencé a escribir mis cosas bebiendo de ellos, que eran mi material más cercano.
Con el tiempo esos referentes siguen estando ahí, solo que ahora trato de ocuparme del fenómeno teatral como un acto completo. Escribo las historias que me interesan y después las monto. O encauso una investigación sobre un tema determinado y lo construyo junto a los actores, y con los materiales que quedan como resultado de esos trabajos independientes yo formulo la obra final. Así hemos construido el espectáculo que estamos a punto de estrenar: WiFi: Crónica de una generación conectada. Es mi primer trabajo de dirección donde el texto ha sido el resultado de una investigación primero social y después escénica.
En tu proceso creativo, ¿cuál es la parte más difícil?
Romper el hielo. Francis Bacon, el pintor irlandés del siglo XX, pintaba sus cuadros lanzando una mancha sobre el lienzo en blanco. Después empezaba a darle forma a esa imperfecta mancha hasta que lograba la figura que deseaba. El ejemplo de la mancha de Bacon es lo que utilizo para desinhibirme frente a la página en blanco. Sé que quiero hablar de un tema determinado, pero no tengo nada más. Quizás una vaga idea de algún personaje, pero nada en concreto. Entonces comienzo a teclear ideas a lo loco como si chorreara tinta sobre una tela, hasta que consigo un cuerpo organizado de la futura obra. Es muy difícil porque me aterra la idea de quedarme bloqueado.
Recientemente ganaste el Premio Calendario por tu texto Eau de Toilette o la Fragancia de las mofetas. ¿Puedes hablarme un poco de esta obra?, ¿cómo nace?
Con Eau de Toilette… me gradué de Dramaturgia en el ISA. Es el resultado de una investigación de casi dos años sobre la literatura de Reinaldo Arenas, uno de los escritores cubanos que más me fascina. Al principio pensé escribir una obra sobre la figura controversial que significa ese autor dentro de la literatura cubana del siglo pasado. Pero con ese enfoque no lograría transgredir su propia escritura que fue mayormente autorreferencial. Ese no era mi objetivo. En mis pretensiones no estaba desenterrarlo para ajustarle cuentas a nadie ni caer en el terreno de escribir una obra polémica por la complejidad política de su personaje, sino más bien desmenuzar su narrativa y escoger los elementos que más me seducían para ponerlos en función de mi escritura. Que su escritura y la mía dialogaran y se fundieran en una historia nueva. Es complejo hablar del Reinaldo Arenas escritor y del Reinaldo Arenas disidente sin que las variables se conecten. Todo eso ahí está muy bien fundido. Y yo tenía la necesidad de encontrar mi voz en el proceso. Homenajearlo y decir cuánto de su literatura está implícita en la mía. Así que establecí puentes. Escribí primero una obra sobre él. Y después una obra sobre mí. Tomé prestados los nombres de sus personajes y los biografié con elementos de sus novelas y con otros que apuntaban a personajes muy míos. El hecho de que su literatura fuera autobiográfica me dio indicios de que también debía fundir pedazos de mi biografía. Así nació la tercera obra: Eau de Toilette o la Fragancia de las mofetas. Es una obra que quiero mucho porque es muy personal. Tiene pedazos de mi pellejo expuestos de manera visceral. Con un conflicto amargo e inspirada en momentos grises de nuestra cultura que, aunque están lejos de mi tiempo, me inquietan. Y quiero alertar sobre ellos. Habla de la traición. La soledad. El desahucio. En personajes que pertenecen a un ámbito marginal. Gente que vive a pedazos y que guardan pasados muy dolorosos en sus espaldas. También la quiero mucho porque es la primera obra que escribo sin pensar en su representación escénica como finalidad. La escribí como ejercicio de escritura, para probarme como autor. Por eso tiene mucho discurso narrativo. Y no pienso en montarla.
Cuando me anunciaron que había merecido el Premio Calendario me puse muy feliz, no solo por lo que significa ese premio para un joven escritor cubano sino porque así la obra no se quedaría desamparada.
Según tu visión, ¿cuáles son las principales necesidades que tienen los jóvenes artistas de la escena y los principales conflictos a la hora de gestar una obra? ¿Es fácil producir teatro joven?
Te hablo desde mi visión y mi experiencia: lo más difícil en Cuba para hacer teatro es todo lo relacionado con la producción de los espectáculos. Y digo producción en el plano más logístico del asunto. Las tantas limitaciones económicas influyen notablemente a la hora de conseguir un presupuesto económico adecuado que cumpla con tus expectativas para materializar la obra sobre los escenarios. Es duro soñar con hacer una obra de un modo y terminar haciéndolo de otro por ese tipo de razones. Eso limita la imaginación. Desde que concibes tu próximo estreno ya comienzas a ponerte trabas porque conoces las carencias. Te autocensuras. Y quieres que el resultado final quede lo mejor posible. Entonces lo reduces todo en materia de producción… ¡Y que viva el pequeño formato!
En tu paso por el ISA, ¿cuáles fueron tus mayores aprendizajes y pruebas?
Yo tenía muchas pruebas que vencer cuando ingresé en el ISA. Sobre todo, pruebas a mí mismo. Soy muy tímido y con una autoestima bastante delicada. Escogí la modalidad de Curso por Encuentros porque yo vivo en Pinar del Río y no podía abandonar el trabajo con Teatro Rumbo. Hay que hacer un verdadero acto de resistencia cuando tienes que viajar todos los meses y recibes un salario por debajo de la media. Además de enfrentarte a contenidos intensos y crear una cultura de estudio y lectura que yo no tenía hasta ese momento. Claro, ese sacrificio es grato cuando adviertes que no será en vano. Cuando estudias una carrera teórica y ejercitas la práctica en un grupo de teatro a la vez, piensas que ya tienes terreno adelantado, que la teoría solo pulirá las cosas un poco. Y punto. Pero en mi caso el ISA me ayudó a cambiar por completo la visión que tenía del teatro. Me formé aprendiendo a machetazos porque estaba lejos de la escena nacional y de cuanto circuito intelectual existía. Encontré el rumbo como artista. Muchas cosas las tengo más claras que antes de estudiar allí. Conocí a mucha gente que también hace teatro. Y me acerqué a prácticas y procesos de maestros consagrados en la escena nacional. Esa lógica de aprendizaje graduó algo completamente diferente al Iran que matriculó en 2013. Le debo mucho a mis profesores de dramaturgia: Yerandy Fleites, Maikel Rodríguez y Roberto Viña. Ahora siento que no camino en un terreno inestable y cuando dialogo con los actores o el resto del equipo técnico, siempre me recuerdan cuánto aportó el ISA en mi formación como artista.
De la escritura joven que sea realiza actualmente, en Cuba o el mundo, ¿con qué nombres te quedas?
Mencionaré nombres que quizás nos sean jóvenes en el sentido más estricto de la palabra, pero sí desde la innovación dramática, la calidad de sus escrituras y su innegable influencia en mi obra dramatúrgica: Sergio Blanco, Rolan Schimmelpfennig, Dea Loher, Guillermo Calderón, Daniel Veronesse, Fritz Kater, Rainer Werner Fassbinder, Fernando Arrabal, Alejandro Jodorowski, Rogelio Orizondo, Abel González Melo, Fabián Suarez, Yunior García, Carlos Celdrán, Agnieska Hernández, Yerandy Fleites y Roberto Viña son un ejemplo de ello.
Si tuvieras que mapear los horizontes dramatúrgicos que te colocas en la mira, ¿qué objetivos pudieras mencionarme que, ahora mismo, sean de importancia para ti?
Tengo una obsesión a la que debo ceder muy pronto: quiero escribir narrativa. Es un género que me seduce como autor y en el cual he hecho pocas cosas por cobardía.
En el plano de la dramaturgia mi único objetivo inmediato es seguir investigando, escribiendo y probando el valor de los textos sobre la escena. Y publicar, porque la actividad escénica es ingrata. Al poco tiempo las puestas se olvidan y los autores de teatro tenemos que dejar al menos el texto publicado como evidencia.
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