Tomado de Granma
Enero rompe desde hace muchos años, para mÃ, pensando cómo estarán las noches en Santa Clara. Ponerse a cantar sin mirar la hora cuando las guitarras dicen a quererse helar en las manos de los muchachos y a más de uno puede habérsele olvidado cargar con algo de abrigo, se vuelve un barrenillo en esta mente más que adulta. Ya sé que el Longina es mayor de edad, pero el recuerdo de sus inicios, cuando alguno de sus fundadores insistÃa en invitarme a compartir lo que solo era una ilusión realizable sin derecho a llamarse quimera (que tampoco de eso se trataba) me conmueve.
Siempre recibà de aquel puñado de jóvenes el cariñoso y gratificante deseo de darle cabida a mi condición como madre soltera de canciones que han perdurado a fuerza de querer durar sin que la fama, a nivel de mercado, figurara entre sus rasgos vitales.
Con un estricto toque de intuición, prácticamente sin más recurso que las ganas y la conciencia moral; desde ese ejemplar sentido del arraigo y esa vocación para hermanar, que asiste en sus empeños a los hijos de Santa Clara, se han armado todas y cada una de las ediciones de este evento que comandan nuestros jóvenes, agrupados en torno al legado de los Hermanos SaÃz.
El Festival Longina lleva, en su propio nombre, el brillo de la inspiración que asistió a Manuel Corona (hijo de Caibarién, itinerante como buen trovador) para poner luz y dibujar contornos en nuestro paisaje musical reverenciando, a un tiempo, a la naturaleza superdotada de las cosas que crecen en constante entrar y salir, y a la firmeza posible de todo lo que fluctúa para más.
Me parece mentira haber llegado a ver un Longina mayor de edad que, además de abrirse de par en par a los trovadores de toda Cuba y defender las condiciones mÃnimas para extenderse a los municipios cercanos, este año no solo puede hacerse más abarcador en su sede histórica, la ciudad de Santa Clara, sino que declara en festival a todos los municipios de la provincia villaclareña. Verdaderos abanderados en el principio de apretarse para caber juntos y marchar todos, estos cultivadores de un arte de magia originado en el abrazo al nuevo, en el respeto al otro, abren además los dÃas y las noches del presente comienzo de enero, al júbilo de hacer visible su predilección habitual hacia la décima como forma depuradora del lenguaje, entrenadora del ritmo y el ingenio.
Una noticia especial tocó mi corazón: el Longina 2019 asumirÃa entre sus coordenadas la vida y obra de Ela O’Farrill (Santa Clara, 1930-México d.f. 2014). Única discÃpula directa del estilo de guitarra acompañante que definió a César Portillo de la Luz, en sus canciones, sin excepción, se mantiene viva esa correlación entre la libertad del fraseo y la convocatoria al recogimiento que fue determinante en la denominación de feeling (sentimiento) para toda una zona expresiva del cancionero cubano.
Buena parte del más reconocido catálogo de esta compositora e intérprete nació y echó a andar en los primeros 20 años de su vida, transcurridos en su ciudad natal; creció, entre sus 20 y sus 30 años, en el peregrinar por las escuelitas de localidades matanceras donde consiguió encontrar plaza para ejercer su honda vocación como maestra de kindergarten.
Fue en 1959, en un aula muy humilde del barrio chino habanero, donde un grupo de admiradores de sus canciones interpretadas a voz y guitarra por su amiga de la infancia, la también santaclareña Doris de la Torre, pudimos, después de una intensa búsqueda, localizarla, abrazarla y pedirle que se nos acercara. Finalmente, la ley de gravedad espiritual la ganó para un nuevo capÃtulo de diez años activos, deslumbrantes, en la vida musical habanera, bautizados en 1961 –paréntesis noble y ejemplar– cuando, a tiempo completo, se entregó a la alfabetización en la Colonia Las Puercas, cerca de Pilón.
La gente de La Habana nunca sabe cuál va a ser la próxima mujer-músico de Santa Clara que, guitarra en mano, va a enseñarle a bailar nuevos pasos al trompo. La O’Farrill se enamoró del recién inventado bossa nova, logró –cosa rara– captar y transmitir su sabor desde la guitarra y comandó –ninguna antes lo habÃa intentado– un grupo integrado por jazzistas de primera, que hizo época en el club La Gruta, de La Rampa habanera, episodio de nuestra historia musical que Leonardo Acosta no pasa por alto en su libro dedicado a la historia del jazz en Cuba. Producciones completas en los shows de los más importantes cabarets de la ciudad estuvieron centradas en la obra de esta compositora. El cine cubano y las programaciones más relevantes de concierto en la década de los 60, dejaron registrada esta historia insólita sobre la cual vale mucho la pena fijar la mirada, afilar el pensamiento y volcar el corazón.
No se trata de recostarse al cómodo y aburrido recurso del mito. Es una historia real y nos pertenece a los que –menos mal– podemos intentar repasarla en justicia y con amor. No es otra cosa lo que trae entre sus planes este Longina cuando encomienda una de sus noches a Ramón Silverio y, por supuesto, a ese punto imantado de nuestro mapa espiritual que es El Mejunje, la sana tarea de aunar voces e instrumentos de varias generaciones para explorar, en concierto, caminos que fueron trazados por mano maestra desde dentro de nosotros mismos.
Dan ganas de abrigarse un poco y alzar el vuelo a la manera de MatÃas Pérez (aunque más bien sin hacerse notar) hasta la altura donde se ven juntos la loma, el llano y las entraditas que hace el mar en el contorno de la Isla para que cuando levantemos los ojos desde abajo no falten luna ni estrellas que pongan luz a las canciones. Ver encendidas las lucecitas de tantos lugares como gente quiera cantar, y poner oÃdo al abejeo de cuerdas y voces en toda Villa Clara. SÃntomas de trovuntivitis aguda matizan el paisaje que se ofrece, desde la lejanÃa, en ese vuelo nocturno que inevitablemente me lleva a evocar a Saint Exupéry, el autor de El Principito, pionero en el arte de armar calendarios propios sin cambiar nombres y fechas porque, visto con los ojos del corazón, todo lo que sea noble tiene cabida. Feliz Longina, 2019.
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