A menudo camino por las calles de mi ciudad y la siento invisible, como si fuera fantasma. Todos los rostros se vuelven al teléfono ignorando lo que pasa alrededor. Todos los rostros cabizbajos —y no precisamente por desaliento— pendientes al último like de la foto subida. Selfies donde la protagonista, casi siempre es la muchacha de excesiva autoestima, y dónde interesa más su imagen aunque pose en una de las siete maravillas, entablándose casi una competencia de quién practica más el “culto al yo”.
Se ha hecho habitual y hasta asimilable que los niños prefieran juegos computarizados y desdeñen los tradicionales, y hasta para algunos resulta más sensato disfrutar un filme en algún dispositivo electrónico antes que ir al cine. A raíz de esto encontramos muchas veces bibliotecas vacías o galerías y museos que abren a un público inexistente. Presentaciones danzarias, funciones teatrales, proyecciones fílmicas… ¿sustituidos por teléfonos inteligentes?
Pero aún más alarmante, pertubador, y sobre todo bochornoso, son las connotaciones nocivas que pueden llegar a adquirir las redes sociales cuando se obra con ellas erróneamente. He leído algunos artículos sobre el tema, he visto reportajes de periodistas, he escuchado comentarios de personas que se pronuncian en contra, y por supuesto, he visto esos “famosos” videos que saturan los muros en Facebook y se convierten en la última noticia. Hablo de la insensibilidad de muchos que graban con sus teléfonos móviles incidentes o episodios lastimosos de la vida de “alguien”. “Alguien” que pasa a ser más que un desconocido cuando su imagen se vuelve viral en las redes tras ser publicada, compartida y comentada.
Inmoralidad que puede llegar a ser tortuosa y sumamente destructiva en aquellos casos donde el incidente es accidente y ha llegado a ser mortal. No es nada agradable saber que el video funesto de la muerte de un familiar, amigo o simple desconocido corre de boca en boca, bueno… de perfil en perfil y no puedes hacer nada para evitarlo.
Y no solo son esas imágenes repulsivas congeladas por el lente, se eterniza también el momento en el que una persona ha sido objeto de burla o violencia, la foto que suplica likes en tu muro como si se pudiera así atenuar la enfermedad, e incluso ruedan las accidentales filmaciones del propio acto sexual, que van a parar a otras pantallas, y provocan en quien observa compasión —en los casos menos extremos— o de lo contrario es causa de divertimento público.
Es lastimoso, y más cuando los indolentes no imaginan la magnitud de los daños sicosociales y los efectos de otra índole que pueden contraer situaciones de este tipo en las personas afectadas. No es menos cierto que uno de los grandes logros de las innovaciones científicas del ser humano ha sido el Internet, y con ello todo lo que supone avance en aspectos tecnológicos suma privilegios que hace una década eran impensables.
Hemos transitado desde los tanteos experimentales, a finales de la década del 60, con ARPANET —sistema de computadoras que generó el primer enlace de interconexión virtual— hasta la existencia de redes sociales como Twitter, Facebook, Instagram… y muchas, que más allá de garantizar una interacción favorecedora están propiciando un impasse social. Resulta paradójico, pero sin pretenderlo han enmudecido el ser comunicativo que llevamos dentro hasta conducirnos a la enajenación, el ensimismamiento y sí, también a la morbosidad.
No es posible que la capacidad e inteligencia de la raza humana en esta esfera ponga a disposición favorable de unos lo que para otros puede ser maniobra en detrimento. Por desdicha se ha adquirido una funcionalidad dual, porque se habla de progreso cuando se refiere a ciencias digitales, pero no de involución humana con la consecuente computarización del individuo. Por otra parte, según datos de estudios científicos, se ha comprobado que el uso de las redes sociales genera altos niveles de dopamina en el individuo por el sentimiento de placer que producen. La cuestión es lograr que la balanza se incline más por los beneficios que por las desventajas.
Para algunos usuarios las redes sociales han resultado literalmente una verdadera red, un hobby casi hipnótico, y tal vez pudiera resultar un poco inconexo, pero nos hemos convertido en epígonos de nuestros antepasados, somos cavernícolas.
¿Es que la realidad está siendo reemplazada por una inexistencia virtual? ¿Estamos robotizando nuestra sociedad? ¿Nos hemos convertido acaso en seres automatizados? ¿Dónde queda el cultivo del intelecto y el sentido común? Tecnología… ¿progreso o retroceso?
Vivimos en la era de la revolución digital, y en una sociedad tan influenciada por los eminentes procesos de tecnologizaciónno queda más que combatir las fórmulas invasivas que envilecen, y a la postre, aniquilan. Esa es, la mejor solución, porque bien sabemos que no somos víctimas de la tecnología, sino nuestra propia presa.
Creo que no soy la única que siente a veces la ciudad invisible, como si fuera fantasma. Y aunque se haya hecho común el “diálogo” mudo con la persona más cercana o ni siquiera se eche un vistazo de soslayo con el que hemos coincidido en el banco del parque donde nos conectamos, todavía nacen conversaciones a la espera de la guagua o en la cola de la consulta. La vida cultural de la urbe aún no está sustituida por los smartphones.
Todavía hay quienes nos dejamos seducir por una obra de teatro, y preferimos ir al cine. Igualmente sé que son muchos los que apuestan porno satanizarse con lo que nos hace tanto bien si se utiliza como se debe. Y lo más importante, que sé también que lo constituye la mayoría y que en él radica gran parte de ese martiano anhelo del mejoramiento humano, son aquellos que unen la savia reflexiva a la oportunidad de constante perfección del conocimiento, en un punto de tangencia donde no hay cabida para censurar la ética.
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social.