No todos los quijotes son el producto de una pluma inspirada en relatar falsos universos. Algunos se hacen carne que nace y muere, pero ni así, sacan de los huesos la médula que les tira a gastar lanzas en derribar los infiernos encarnados en molinos de viento. En ellos el tiempo no es la medida de la vida, porque con él solo se nutre la savia que crean. Pasan los años, cambian las épocas, se reeditan las disputas, y al centro de tanto torbellino aún se recuerdan, con miradas favorables o encontradas, las proezas de los hombres-quijote.
La grandeza de la tozudez crea entonces singularidades y le pone cara, nombre y vida, aunque muchas veces no es la vida lo más importante para estos hombres. Vida que es también injusta a veces, cuando quienes dicen seguirles añaden sin más -un ismo-, y lo intentan tornar piedra. Sin embargo su propia naturaleza se rebela y en ejercicio de emancipación deja una distinguible esencia que se renueva en sucesivas oleadas de quijotes.
Hace doscientos años nació en el territorio que hoy ocupa Alemania uno de estos. De pequeño, como todos, pero dos siglos después, quién puede negar que ahí estaba el germen de las ideas más subversivas que se han conocido en el último milenio. Carlos Marx fue de esos hombres que rompen moldes y crean nuevas épocas porque sus ideas lo trastocan todo, porque se regalan a sí mismos la responsabilidad de cuestionar lo establecido e identificar en la voluntad colectiva la solución a los problemas de hoy y de siempre.
Tal parece que sus aportes competen exclusivamente a la filosofía o a la economía, pero desde sus primeros escritos se puede intuir una sistematización profunda de las experiencias que habían hurgado en la dialéctica por un lado y en el materialismo del otro. De la unidad de ambos presupuestos surgió una concepción marcada por la cientificidad y un método para el análisis de la realidad. Pero fue más allá, propuso nuevas formas de relaciones sociales opuestas a la vocación depredadora del capitalismo, sistema que radiografió hasta el punto de mostrar el núcleo de contradicción que entrañaba.
Como mismo al caballero no lo hace el rocín, no es exclusivamente el tamaño de la obra la medida para asignarle un valor. El mundo está en deuda con Marx. La herencia que supone su legado, trascendente a los límites deterministas que en algunas etapas de su instrumentalización prevalecieron, lleva además la impronta de su sacrificio, el costo de la obra en la vida. Decidir entre la austeridad y la riqueza, dedicar el tiempo a los otros, elegir ser fiel y coherente a un principio, cada una de esas decisiones añade peso a lo logrado.
Doscientos años después cuando buena parte del mundo nuevamente prueba el sabor de una oleada derechista conservadora, hacia Cuba giran muchas miradas esperanzadoras, pretendiendo que quizás es esta la Barataria mítica donde encalló y resurgió, con los matices del trópico, un proyecto pensado para emancipar, para cambiar las centenarias cadenas por el culto a la dignidad plena del hombre. Sin embargo ni el paso del tiempo lo ha vuelto una tarea fácil. Quizás ninguna otra corriente de pensamiento ha generado tanta polémica, aversión o fascinación.
Y del mismo Marx resurgen las respuestas: es la contradicción la base del desarrollo. Por ello los jóvenes, antes de pensamiento que de acumulación biológica, están al centro de cualquiera de estos debates. La conjugación precisa de herencia y herejía dicta los derroteros de quienes suponen la posibilidad de subvertir desde la praxis y el pensamiento, una realidad desigual que precisa de las armas del marxismo, tanto como de contextualizar sus potencialidades.
El reconocimiento a lo singular precisa poseer la capacidad de identificarlo. Porque los “felices normales”, como enseñara el poeta Retamar, han de dar paso a quienes fundan los mundos, los sueños, las ilusiones, las sinfonías, los que sangran la existencia desde su condición de diferentes y horadan la historia, no dejando más opción que llamarlos Quijotes. Quijotes, … o Marx.
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