Enrique Pérez Díaz es más que el nombre de un autor, de un eterno joven, de un creador de calibre. Enrique Pérez Díaz es sinónimo de literatura. No es reiteración, no es lugar común decir que su obra es de las imprescindibles y que su duende ha despertado el amor por la literatura en varias generaciones de lectores. Narrador, poeta, crítico, incansable promotor, quijote y punta de flecha de muchas causas justas —algunas de ellas, incluso, han quedado ocultas bajo el telón de su modestia—, Kike se ha ido transmutando en múltiples rostros, personajes, libros y circunstancias; alter egos todos de un autor que ha buscado el viaje a la semilla, la profundidad de la vida hecha literatura, y de la literatura hecha vida a su vez.
Festejar los sesenta años de vida de Enrique fue el pretexto, la circunstancia coyuntural para que, el pasado miércoles 24 de enero, el Centro de Promoción Literaria “Dulce María Loynaz” reuniera a amigos, lectores y críticos de la obra de Kike. Se habló de homenaje, sí, pero esta palabra —cuyas connotaciones no son siempre positivas en el “mundillo” literario nuestro de cada día— no parece ajustarse a las costuras de quien es, como escritor y ser humano, Enrique. Así que prefiero, en esta breve nota, referirme a una gran fiesta, a un carnaval de las risas, las emociones y recuerdos, a un breve encuentro que deseó reunir a la gran familia lectora que la obra de Kike ha unido bajo un mismo techo, una misma casa, un mismo espíritu.
Durante sus sesenta años de vida, Enrique ha procurado hacer el bien, y ha elegido como su herramienta precisa —aquella que tantos ignoran o consideran menor— el pensamiento; pensamiento que corre —tuétano, linfa y savia— por el gran cuerpo de la literatura nacional. Alerta: no hablo únicamente de los textos que Enrique ha dedicado a la infancia y a la adolescencia —tanto la cubana como aquella que existe más allá de nuestras fronteras—, escritura en la que sin dudas ha dejado una marca, un sello personalísimo que lo distingue de estéticas anteriores y posteriores; me refiero a la totalidad de la obra de Enrique, esa que va más allá de los fragmentos espirituales dispersos de la literatura; esa que busca, medularmente, tocar al lector y, también, cambiarlo, metamorfosearlo, detenerlo en un segundo, en el vital segundo que se alza como diferencia.
Las historias de Enrique están habitadas por múltiples criaturas. Los raros, los feos, los incomprendidos. Los solos, los abandonados, los que no han hallado el rumbo. Los valientes, los héroes, los locos. Enrique se ha transmutado, ha dejado de ser una entidad completa para convertirse en sus propios personajes e historias. Quizás, digo yo, fue la mejor opción posible: esa metamorfosis, ese devenir en mariposa y oruga, le ha permitido atravesar las fronteras del tiempo y el espacio, pues Enrique ha tenido —y tiene— la capacidad de tocar las materias espirituales, esos fragmentos sensibles que habitan en cada lector, y que otros tantos autores han descuidado en su hacer. Él ha escrito una dramaturgia de la diferencia, ha creado los espacios simbólicos —esos que anidan en los libros— para que todos, incluso los más diferentes entre los diferentes, puedan encontrar asilo, casa, mundo y oasis.
Enrique tiene muchos rostros. Su cara como escritor de fantasía, que lo hace capaz de remontarse en los cánones de figuras típicas y arquetípicas del imaginario universal y resemantizarlas con toques de contemporaneidad. Su cara como escritor realista, artífice que escarba en los nervios de este mundo cruel y hermoso que habitamos. Su cara como crítico e incansable promotor, voz y motor de antologías, proyectos, sinergia que ha reunido, en particular abrazo, a muchos. Y aunque la palabra homenaje no me satisfaga —probablemente tampoco a Enrique—, este taller crítico, este encuentro que hemos vivido a su lado, esta fiesta de metafórica música donde danzaron y silbaron e hicieron malabares un grupo de chicos raros como Monstruosi, Lobato, Kike, Bethania, Bethinia y otros tantos de sus dramatis personae ha sido un encuentro necesario. Para todos.
Las palabras de Susana Haug, Maikel J. Rodríguez Calviño, Eldys Baratute y la autora de estas líneas fueron, quizás, la muestra de que ciertos lectores, devenidos autores, continúan siendo —por encima de todas las cosas— fervientes amigos e hijos simbólicos de los libros de Enrique. Porque con este festejo, sí, no solo se ha celebrado a cierto dragón llamado Emrys, sino también a esa, su clarividencia de duende, que ha alcanzado a ver la esencialidad de lo invisible.
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