Tomado de Adelante.cu
La vida del fotógrafo cubano Raúl Pérez Ureta es una historia de película. Recientemente en esta ciudad, el Premio Nacional de Cine 2010 contó de vicisitudes y enterezas, en diálogo con los participantes de la edición 27 de El Almacén de la Imagen.
En el espacio Coffea Arábiga, concebido para alentar el debate y compartir experiencias, dio lecciones de humildad frente al vano encumbramiento al que hubiera bajado si alardeara a sus 75 años de edad de 31 largometrajes, entre los que están Papeles Secundarios, Madagascar, Alicia en el pueblo de las Maravillas, Suite Habana y Últimos días en La Habana.
Pérez Ureta comenzó por la semilla de sus padres españoles, él campesino y ella maestra. Vinieron a Cuba para hacer fortuna, y se asentaron en la zona cafetalera de Cabaiguán, en una casita de yaguas donde se aprendía de Carteles y otras revistas del agrimensor que administraba la escuela donde trabajaba su mamá.
“Todas las noches, después que se comía —boniato con una masita frita de cerdo y agua de azúcar caliente–, se abrían las revistas. Alrededor de la mesa mi papá, mi hermano, mi abuela y yo, escuchábamos las canciones que mi madre interpretaba”.
Si el poder de las imágenes de Joaquín Blez en Carteles le cautivó, la curiosidad acerca de su flechazo del cine no se hizo esperar en la Casa del Joven Creador de Camagüey.
“Después nos mudamos para el pueblo. Un día mi papá me llevó al cine. Me fascinó. Me convertí en un espectador. Iba a la parte de arriba, que llamábamos el gallinero. Valía 10 centavos la entrada. Cada vez que podía iba a ver una película”.
Por la precaria economía empezó a trabajar en una tienda de productos para campesinos, a quienes se les vendía a crédito monturas, fundas de machetes, espuelas… Entonces Raúl Pérez Ureta logró “platica” extra por andar en bicicleta o a caballo el Escambray, a fin de cobrar las deudas.
“El Che (Ernesto Guevara) ya había llegado al Escambray, muy cerca de mi pueblo. Como me movía por el terreno sin mucho problema, la Guardia Rural sabía que andaba cobrando, eso me permitió colaborar: traer y llevar mensajes, medicinas. Cuando triunfó la Revolución decidió llevar a estudiar una carrera a La Habana, a ese grupo de muchachos que no éramos combatientes pero sí colaboradores”.
Pero a él no le interesaba ninguna de las ofertas, y se puso a diseñar camisas para hombres en una tienda en la calle Infanta, entre Neptuno y San Miguel. Cerca estaba la mueblería del padre de Pedro y Julio García Espinosa, otro extraordinario cineasta cubano. Uno de ellos lo compulsó a presentarse al naciente Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (Icaic).
“Me fui hasta el Icaic, como me dijo Pedro, a llenar la planilla. Al final del examen había que poner cinco películas que hubieras visto. Me habían hablado de una, Moderato cantable, la puse y les juro que en 75 años no la he visto nunca. Donde único había posibilidades era en dibujo animado y ahí me metí. Lo mío era buscar algo que hacer y si estaba relacionado con el cine, mucho mejor”.
Allí conoció a Luis Rogelio Nogueras, El Wichi, poeta también extraordinario; a Víctor Macera, quien murió muy joven, tenía un talento como director de cine. De puro embullo soñaban con Causas, un guion con la historia de un espía norteamericano que investigaba en La Habana.
“Fue la mejor etapa de cine de mi vida. Cuando uno hace una película con los socios, la mamá te manda el café y una tía manda un bocadito… Fue el cine más libre y hermoso que nos proyectamos. Solo una idea llegó a vías de hecho, uno de los primeros videos clip cubanos. Se llama La Tísica, una canción de María Teresa Vera. Hablábamos de cine hasta la una o las dos de la madrugada, tomando té de hojas de naranja”.
Paso a paso, Raúl Pérez Ureta logró apoderarse de la imagen, en esa forja de cineastas que fue Santiago Álvarez con el Noticiero del Icaic. Como estaba loco por salir del cuarto de dibujos animados, ante una petición de Santiago se brindó de sonidista hasta que se ganó el derecho a la cámara.
“En Cuba no había escuela de cine, y Santiago era un hombre muy práctico. Decía: ‘Yo necesito dos noticias para la semana y lo demás hagan reportaje, busquen, aprendan’”.
Como la vida, las cosas cambian, confirma Pérez Ureta con la mirada en los sinsabores de la profesión, porque una película también es un proceso económico.
“A veces tienes que hacer guiones que no te gustan mucho o tienes que hacerlos con presupuesto alto y solo dispones de cinco semanas. ¿Cómo resuelvo esto? Hay que prepararse para que te reconozcan y te vuelvan a llamar”.
Esas negociaciones fluyen según las personas, y para ilustrarlo acudió a su vivencia con el argentino Fernando Birri, padre del llamado Nuevo Cine Latinoamericano.
“También te toca hacer películas en que el director dice quiero esto y aquello. Me pasó con Fernando Birri: ‘Yo llevo 12 años pensando en hacer esta película. ¿Qué tú vas a hacer?’. Le respondí con una pregunta: ¿Dónde pongo la cámara? Entonces empiezas a servir a una persona que tiene un proyecto que no tiene nada que ver contigo. No todo es artistaje en la vida”.
Este fotógrafo que traduce con imágenes las ideas de Fernando Pérez, Premio Nacional de Cine, considera la suya una profesión solitaria.
“Tú estás llevando la continuidad y la atmósfera de luz de la película. A veces necesitas la luz de las cuatro y media, algo que no lo entiende la mitad del staff. Eso te va produciendo un decaimiento”.
En otros momentos tienes el beneficio del afecto, la confianza y el respeto de los amigos.
“Del entendimiento con el director y la discusión que puedas tener con ese director, depende tu participación más activa. Empezamos a hacer nuestras primeras cosas en el Noticiero con Fernando Pérez, con Daniel Díaz Torres, con Gerardo Chijona… Con ellos no es un contrato profesional, hay una amistad”.
Pérez Ureta confesó que admira al fotógrafo Gordon Willy, conocido en Hollywood como el Príncipe de las Tinieblas, encargado de la fotografía de la primera saga de El Padrino.
“Cuando todo el mundo ponía cinco luces, él ponía una sola. Defendió sus criterios estéticos y tuvo la posibilidad de que se lo aceptaran. Una vez le preguntaron cuál es la relación que debe haber entre el fotógrafo y el director, y dijo que la del hermano mayor y el menor, porque el mayor orienta como el padre y es cómplice”.
Con el pretexto de Insumisa, lo más reciente suyo con Fernando Pérez, se refirió a los desafíos de la realidad del trópico.
“En verano el sol se mueve cada 8 minutos. En cine las sombras son luces. La cámara tiene que estar a disposición del actor, para que el actor se mueva en el set, exprese. No es solamente iluminar y ver cómo va a lucir el vestuario y la imagen, sino cómo tú vas a mover la luz y cómo vas a contar la historia, porque en el cine tú cuentas la historia con luz”.
Ante la pregunta de un jovencito, en la disyuntiva de lo analógico o lo digital, Raúl Pérez Ureta contestó con su verdad.
“Yo empecé a hacer cine en el año ’60. Soy un dinosaurio del cine, un hombre del acetato, pero eso no me troncha las motivaciones para admirar las nuevas tecnologías. Una película muy bonita, Insumisa, está hecha con todos los adelantos de las nuevas tecnologías, y disfruté haciéndola”.
Pero confirmó: “En un negativo de cine –en blanco y negro, nitrato de plata o en color–, ves los almidones en las capas de los colores, es polvo pegado por una máquina; eso produce una irregularidad hermosa. Los píxeles son matemáticamente exactos, tienen tanta perfección que molesta. Por tanto, el exceso de calidad sobre el material dificulta una puesta estética en el cuadro”.
¿Cómo tú puedes lograr que tu cuadro sea creíble a partir de esa súper calidad? Esta fue una de sus preguntas al público, la mayoría jóvenes realizadores que tienen desafíos diferentes.
“Yo siento que las tecnologías estandarizan un poco la forma de ver, pero siempre que haya cultura y que haya un artista detrás de una cámara, no importa si la cámara es grande o chiquita, lo que vale es lo que piensa la persona que está detrás de la cámara”.
Para su cierre eligió la petición del sueco Ingmar Bergman a un fotógrafo, del que no esperaba menos que una buena luz, y por ende, su consejo.
“Aquel que vaya a hacer películas, si las va a dirigir piense que el fotógrafo es un colaborador, no un enemigo; piense que a veces uno pide cosas imposibles de resolver, y hay cosas que se resuelven, no con bienes materiales, sino con talento”.
Añadió: “Aunque uno sepa lo que quiere decir y tenga los medios y la cultura para hacerlo, hay que estudiar, hay que ver cine viejo, moderno… leer, buscar información. La tecnología computarizada, además de la facilidad de tenerla en la mano, hay que saberla para dominarla y sacarle el provecho creando”.
Acerca de su vivencia como jurado de la edición 27 de El Almacén de la Imagen, insistió en las sorpresas.
“He visto cosas de un grupo de Nuevitas (Movimiento Audiovisual en Nuevitas). Antes era impensable que el cine llegara a esos lugares, y está presente con calidad y con formas de decir muy contemporáneas, y bien dichas. Yo me siento muy feliz. El cine es imagen, no importa que se vea en un televisor, en una computadora o en una salita; y cuando las imágenes son bellas, convencen, entran por los ojos”.
Y no podía despedirse Raúl Pérez Ureta sin su piropo a esta ciudad: “Ha sido placentero para mí volver a Camagüey. Camagüey es una ciudad muy cinematográfica, donde mucha gente sabe de cine y habla de cine, y como yo soy un empedernido del cine, disfruto mucho cuando vengo”.
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