La primera vez que escuché hablar del Neopositivismo tuve que hacer mis mejores esfuerzos para contener la risa frente al profesor de Filosofía, uno que conserva mi admiración desde esos días de aula universitaria. No quería parecer irrespetuosa yo, pero aquella corriente de pensamiento me sonó absolutamente absurda. Vaya, que puestos a creerme algo hubiera digerido con mayor facilidad la propuesta del griego Heráclito quien afirmaba que el mundo provenía del fuego, lo que al cabo solo significaba el principio de cambio incesante producto del movimiento que producen los contrarios. Pero ese invento de los compañeritos del Círculo de Viena (Schlick, Neurath, A. J. Ayer, etc.), «oiga —pensaba yo creyéndome la bárbara—, hay que tener la cara muy dura para postularlo y hay que ser muy estúpido para tragárselo.» En esencia, y de forma muy simplificada, parte de su propuesta consistía en eliminar lo que llamaban pseudoproblemas y vocablos metafísicos como hambre, pobreza, lucha de clases…, eliminado el término quedaba eliminado también el fenómeno que este designaba. En esencia, para ellos la realidad se construye a través del lenguaje y, en esencia, la estúpida fui yo.
Ahora pienso con mucha frecuencia, tal vez demasiada, en los neopositivistas, sobre todo después de leer El engaño de las razas (1946), texto esencial de Don Fernando Ortiz. Pero antes de que esto se me convierta en un ladrillo más o menos teórico, ¡o peor!, en un alarde egocéntrico de mis lecturas, les explico el porqué: he llegado a la comprensión de que el lenguaje, trascendiendo lo que nos enseñan en la escuela primaria, no solo sirve para designar la realidad, sino que posee relativa independencia para configurarla y deformarla. (Tranquilos, que no me pondré cartesiana ni estoy a punto de entrar en la discusión estéril de quién llegó primero al mundo, si la gallina o el huevo)
«El lenguaje no solo dice, también hace», así versa el slogan y la premisa de la sección Lenguantes, un apartado dentro del programa Congénero que trasmite la cadena multinacional Telesur. Programa, que dicho sea de paso, mucho agradezco que se ponga en las pantallas cubanas. Quienes lo han visto saben que este espacio se dedica a tratar temas relacionados con la comunidad sexo género diversa, la violencia de género, etc., y la sección en cuestión (Lenguantes) analiza el lenguaje como constructo simbólico que puede o no, reivindicar los derechos de estas minorías.
Pues bien, en una de sus emisiones más recientes, Lenguantes se dedicó a lo que ellos denominaron «acoso callejero, una de las formas más naturalizadas de violencia de género». Y he aquí donde entra en escena la relación entre lenguaje y realidad.
Ninguna de las mujeres entrevistadas se identificó con nacionalidad cubana. Mexicanas, peruanas, chilenas, argentinas levantaron su voz para denunciar que un «sos hermosa», dicho por un extraño en la calle, clasificaba como acoso.
El asunto en Latinoamérica suena bastante. De hecho, en Uruguay las mujeres abogan por la creación de una ley contra el acoso callejero, en Chile se creó el Observatorio contra el Acoso Callejero y en Argentina, la iniciativa Acción Respeto se dedica a realizar intervenciones en la vía pública para concientizar sobre el tema.
Mi alarma saltó enseguida, no creí aplicable el término a la realidad cubana. Aquí un «eres hermosa» no pasa de recibirse como un piropo amable, que se ignore o se agradezca es decisión de cada quien. Quizás el punto radique en que no se le haya prestado la debida atención académica al asunto en nuestro país; quizás, como alega el reportaje de Telesur, naturalizamos tanto el fenómeno que no lo sometemos a cuestionamiento; de cualquier forma me resistía a creer que el acoso callejero fuera un problema social de nuestra realidad. Y fui más allá, pensé en qué cantidad de cuban@s podrían estar mirando el programa, cuban@s que a partir de ese momento podrían cambiar el término piropo por el de acoso y con ello, el lenguaje introduciría en nuestro escenario, a manera de importación, una realidad que nos es ajena, como ya ocurrió con el bulling, que antes no pasaba del mero choteo que nos ayudaba a fortalecer el carácter, asumir nuestros defectos con humor y enfrentar las dificultades con alegría.
Para no quedarme sola en ese entramado de preocupaciones y para testar el cómo se recibían los piropos, decidí encuestar a un grupo de muchachas. Debo aclarar que esta especie de sondeo carece del rigor metodológico de una indagación propiamente científica, pero las respuestas de estas diez mujeres nos ayudarán a arrojar luces sobre el asunto.
Entre las entrevistadas figuran: una mexicana, una cubana residente en Ecuador, dos cubanas residentes en Estados Unidos, y seis cubanas más que viven, caminan y respiran a diario en las calles de esta Isla. Todas son mis amigas, así que sin la necesidad de calcular coeficiente de fiabilidad, así, a ojo de buen cubero (o de buena amiga), garantizo la sinceridad transparente de sus respuestas.
Ellas afirman recibir piropos con frecuencia, ninguna se refiere al piropo en términos de acoso, diferencian simplemente un piropo bonito de uno vulgar. Algunas lo agradecen de forma explícita y otras «se sonríen por dentro», todas coinciden en que un buen piropo levanta la autoestima. Magela, la cubana que —como tantos— se ha ido a Ecuador, defiende que «como el cubano ninguno, te lo puedo asegurar. En esta parte de Latinoamérica son fríos, sin sabor, aquí son malos hasta en eso…»
Verónica, mexicana de Toluca, reconoce que «llega a molestar cuando son groseros y vulgares y más en la forma que llegan a decirlos». Aquí arribamos a un punto crucial, cómo identificar la fina línea que separa al piropo del acoso.
La activista por los derechos de la mujer, Verónica Lemi, en entrevista al diario argentino Página 12, establece ciertas pautas para separar el acoso del halago y el piropo. Según ella «son tres actos de habla distintos, por los elementos que componen la situación comunicacional, desde el lenguaje corporal, el tono, los marcadores discursivos, hasta los roles de los participantes. Un halago se da entre personas, indistintamente de su género, y entre conocidos o, en caso de ser desconocidos, son ciertos marcadores discursivos que muestran al interlocutor que la intención es respetuosa.
»Los piropos son comentarios halagadores —no es lo mismo que decir que son halagos— que hace el hombre sobre la mujer. (…) En esto es importante tener en cuenta que las palabras en muchos casos son lo de menos. Una de las formas más comunes y más minimizadas de acoso es el “hola, linda”, que a primera vista sería un piropo, pero que en el momento en que es pronunciado a milímetros de la cara de la mujer, por un hombre que se le viene encima e impidiéndole correrse, susurrado con tono sexual y con mirada libidinosa, es una forma indiscutible de acoso…»
Visto así y basándome en la experiencia empírica propia y en la de mis entrevistadas, podría hablarse en Cuba de acoso callejero, eso sí, sin hiperbolizarlo al punto legislativo. La mujer cubana, amén de caracteres particulares, es una mujer empoderada, educada e instruida, que mira a los ojos con la cabeza erguida y desparpajo, lo mismo para agradecer un halago que para espetarle la respuesta que vale una grosería. Como Leydis por ejemplo, quien asegura: «siempre digo gracias y alguna que otra vez me suelto una respuestica graciosa». Esto, desmiente, al menos en nuestra realidad, uno de los supuestos esgrimidos por el programa Congénero al plantear que el piropo se convierte en acoso «porque no invita a la respuesta».
Infobae, diario argentino de derecha, publicó una entrevista con Raquel Vivanco, líder del movimiento Mujeres de la Matria Latinoamericana (MuMalá), quien afirma que la mayoría de las mujeres evita vestirse con lo que algunos consideran «ropa provocativa» porque los hombres alegan «que si van vestidas así es porque algo buscan». En Cuba, me atrevo a decirlo, eso constituye preocupación de ciertos novios o esposos machistas, posesivos, y no de nosotras que al elegir atuendo, más con este clima tropical perenne, no tenemos en cuenta esa variable.
Mis otras entrevistadas afirman quedarse calladas la mayoría de las veces ante una piropo, responder con una sonrisa o «una mala cara», según se merezca, esta última si, sobre todo, como dice Zoila «lo hacen cuando andan en grupo, para lucirse». En cambio, y como ella misma reconoce, «nosotras hacemos lo mismo que le criticamos a ellos, yo piropeo solo cuando ando en grupo, con mis amiguitas».
Un estudio publicado por RT confirma que el piropo puede tener connotaciones diversas de acuerdo con el lugar y la ocasión en que se pronuncie. En una geografía tan distante como Australia, «un comentario adulador siempre es visto como algo reprobable e irrespetuoso». Pero a las cubanas señores, a las cubanas nos agrada sentirnos lindas, hacernos notar, sin que por ello reproduzcamos conductas machistas que nos convierten solo en objeto de deseo, deshumanizándonos totalmente. Por supuesto, sin ir a los extremos del actual presidente de Argentina, Mauricio Macri, quien, de acuerdo con Telesur, «tuvo que disculparse por unas declaraciones que emitió en 2014 en las que aseguró que “en el fondo, a todas les gusta que les digan un piropo, por más que esté acompañado de una grosería, como qué lindo culo que tenés”».
Conozco a quien sentencia que «en la calle se meten con todo el mundo, no importa si sea fea o bonita». Para mí esto prueba que la práctica del piropo forma parte de nuestra naturaleza, de nuestra herencia cultural. Si bien es cierto que ya nadie te suelta un poema de Bécquer en plena acera, también lo es que no faltan los comentarios que, aunque menos elaborados, halagan igual.
En suma, a realidades distintas y distantes corresponden vocablos distintos y distantes. El lenguaje tiene vida propia, muta, adquiere nuevas cargas semánticas, piense por ejemplo en el gravamen peyorativo del vocablo mulato, comparado con la naturaleza híbrida del mulo, estigmatizado por la esclavitud y la delincuencia, despectivo durante tantas décadas y hoy, orgullo representativo del ajiaco étnico cubano. El lenguaje es un vehículo poderoso que puede transmutar la sociedad, procuremos siempre que se trate de reconfiguraciones positivas. Y sin ánimos de meter mis narices en la sociedad latinoamericana de hoy, considero que hay que dejar claro los límites, cambiar la palabra piropo por acoso implica cambiar piropeada por víctima, sí, leen bien, víctima, término que sí coloca a la mujer en un entorno de violencia, en una posición de desventaja. Víctimas se les llama ahora mismo a los que han sufrido de cerca las consecuencias del conflicto armado colombiano, a los que sucumbieron en el holocausto nazi, valoren esto, mujeres latinoamericanas, la próxima vez que le digan en la calle: «sos hermosa». Y para ustedes, los que gustan de piropear, adelante, si conservan el respeto y la gracia, seguro serán recibidos con placer.
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