En medio de un contexto fílmico nacional decantado por lo autoral y el realismo social, La muerte de un burócrata (Tomás Gutiérrez Alea) propone un valiente diálogo con el vilipendiado cine de género, desde la orgánica y abierta apropiación de códigos de la comedia absurda y silente; sucedida por Aventuras de Juan Quinquín (Julio García Espinosa, 1967), tributaria del western e igualmente humoroso. Desencadenó y legitimó entonces, líneas y posturas estético-discursivas pervivientes hasta hoy.
Aun en medio del hervor y el agitado entusiasmo de la Cuba sesentera, Titón se deslinda de la rememoración apologética de las gestas revolucionarias de la segunda mitad de los cincuenta, o de la crítica al régimen derrocado apenas siete años antes. Decide deconstruir, diseccionar, su presente, cuya sedimentación sociopolítica y económica (cultural, en el amplio sentido de la noción) implicaba ya una esfera de interacciones-contradicciones-colisiones que complejizaban la mera —cada vez más lejana—brega unánime por un metaobjetivo nacional como fue la deposición de Batista.
Consecuente con los roles adjudicados al «intelectual revolucionario» de construir su nueva sociedad desde una actitud crítica, que rectificara acertadamente posibles deslices en el camino hacia el Socialismo, y sobre todo, creo, por el personal espíritu analítico de su entorno, Titón colima su presente, en plena y paralela consolidación/proliferación de la casta burocrática, irremediablemente aparejada a la centralización estatal.
En semejante cuerda de Las doce sillas (1962) escoge la comedia negra, absurda, satírica, de equívocos, y con inefables secuencias de homenaje al slapstick de Mack Sennet —incluidos sus inmortales Keystone Kops—, para desmembrar a gusto las ya arbóreas problemáticas que la burocracia generaba, y aun genera, en todas las esferas institucionalizadas del país. Aparejada a esta se halla ya la alienación del propio discurso político de ardiente libelismo, en consignas vacías, y «enlatadas» en una propaganda gráfica generada en serie con verdadera y metódica frialdad fordista.
Desde entonces, la comedia, desde la ironía hasta el choteo, se entrona en el cine cubano generado desde el ICAIC, como principal (y permitido) método y tono para emprender la crítica de diversas aristas de la realidad… siempre pendulando en el espectro reformista-costumbrista. Cineastas un tanto posteriores a Titón como Juan Carlos Tabío, Daniel Díaz Torres, Enrique Colina y Gerardo Chijona, durante los setenta y sobre todo en los ochenta y noventa, se adscribieron casi a ultranza a esta perspectiva; con las correspondientes variaciones epocales. Y así, con el Séptimo Arte, se continuó la tradición establecida desde siglos y épocas anteriores por el sainete independentista del Teatro Villanueva, zonas del bufo del Alhambra, las caricaturas de Torriente en La política cómica, el Bobo y el Loco: la humorada como regulada zona de tolerancia del criterio disensor, catarsis colectiva, descompresión social, y discreta resiliencia popular a las adversidades, mediante el exorcismo que implica caricaturizar, parodiar, satirizar (para soportar) algo temible por inmenso e inevitable.
Además, la propia figura icónica y costumbrista del burócrata, y la burocracia por extensión, se entroniza de lleno —o recupera un espacio legado por el decimonónico Mi tío el empleado, de Meza— en las pantallas cubanas. Es dechado de fallas y principal antagonista de muchos héroes proletarios y no tanto. Constante perdurable que trasciende las épocas, fantoche que atrae sobre sí casi todos los ataques y disecciones. Es el parásito sistémico a identificar y eliminar, y a la vez, para entendederas más avisadas, el símbolo del estatismo desapasionado en que puede atrofiarse un proceso dinámico
Eso sí, los herederos de los burócratas de Titón optaron por el carril más bien realista, hasta posteriores relecturas, que recuperan el espíritu grotesco y hasta expresionista a finales de los ochenta como Plaff o Demasiado miedo a la vida (1988), de Tabío, con su ubicuo personaje de Contreras; o ya en los noventa, como los Oscuros rinocerontes enjaulados… muy a la moda, de Juan Carlos Cremata (1990), y sobre todo con obras iniciáticas de Arturo Sotto como Talco para lo negro (1992) y Amor vertical (1997).
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