Faulkner nos advirtió, en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, acerca de la importancia de vivir el arte de la escritura desde el placer y la zozobra: placer por el nacimiento de un nuevo hijo textual, congratulación anticipada por sus primeros pasos simbólicos; zozobra —también ella— ante esa criatura de signos, nacida al mundo para sufrir la muerte y sufrir múltiples formas de vida, zozobra ante el hecho de conocer, de antemano, como todos los padres y los escritores saben que —a la larga o a la corta— un hijo no nos pertenece eternamente y que ha de recorrer un camino más allá de nuestra voluntad poética o, incluso, de nuestra imaginación.
Los jóvenes creadores, como Faulkner, condensamos nuestro amor por la escritura en esa zozobra y placer que nos invitan a poner dedo sobre tecla, mano sobre hoja, huella digital sobre el alma imperecedera de los textos. Escribimos, pero no manuscritos para un fin del mundo, sino manuscritos para el comienzo de otro mundo, ese que los jóvenes viviremos, formaremos, curiosamente dibujaremos con el ADN de una época, una generación, un tiempo.
Estos cuatro textos que hoy deseo introducirles como una invitación a la lectura —desde el ojo crítico de una lectora que se advierte escritora, y de una escritora que nunca ha dejado de ser lectora, o al menos lo intenta— son una muestra de parte de lo mejor de la producción joven nacional. Son libros que no han nacido huérfanos, sino acompañados por la mano de la Asociación Hermanos Saíz (AHS), suerte de hada madrina creadora, positiva matriz para la conjunción de voces. Este año, a raíz del aniversario número 30 de la Asociación, no han sido pocas las acciones e intervenciones de promoción que han pretendido visibilizar la obra de las más jóvenes generaciones creativas en nuestro país. No se trata —en el espacio reducido que puede abarcar algunas cuartillas de pensamiento— de olvidar que queda mucho por hacer aún en los campos de la visibilización, de la media, de la comunicación, pues no hay proyecto perfecto y completo en cada una de sus curvas; se trata, por el contrario, de encauzar los pasos críticos, objetivos, de una cultura del encuentro que permita precisamente eso: la conjunción de voces escriturales a través del sistema de publicaciones vinculado a las estructuras editoriales de la AHS.
Cuatro textos y cuatro editoriales: La zozobra en el ojo del huracán, de Diona Espinosa Naranjo, ganador del Premio Sed de Belleza, 2015, (y publicado por Sed de Belleza Ediciones, 2015), Buscando a Anna Veltfort, de Carmen Cutié Torres, Premio Reina del Mar (Reina del Mar Editores, 2015), Los macabeos, de Abel Fernández-Larrea, XV Premio Celestino de Cuento (Ediciones La Luz, 2015) y Homeland, de Ariel López, Premio Mangle Rojo de Poesía (Áncoras Ediciones, 2015). No pretenden ser mis palabras un mapa textual que conduzca a un solo tipo de lectura, sino tan solo una invitación performativa, un primer paso en busca de una teatralidad que trascienda el ámbito del texto y que permita al lector/espectador una construcción conjunta de la realidad textual de estas obras.
La zozobra en el ojo del huracán, de Diona Espinosa Naranjo, más que un libro de entrevistas sobre el documental cubano realizado en el Período Especial, es un libro sobre la memoria cultural, semiótica y simbólica de nuestra nación. Puede hablarse, según creo, de un manuscrito contra la desmemoria, contra la despoetización de una realidad cruda, muchas veces soterrada en nuestros recuerdos como país, pero que continúa siendo una época de producción de sentido y de contenidos en todo el orden de la cultura. A través de quince entrevistas coherentemente articuladas por la autora, y un levantamiento textual de la memoria, La zozobra en el ojo del huracán condensa en sus pocas páginas, el testimonio de algunos de los más importantes creadores del género documental —es decir, del audiovisual en general— en nuestro país: Fernando Pérez, Enrique Colina, Niurka Pérez, Lissette Vila, por solo mencionar cuatro nombres de los tantos que aparecen en este manuscrito. Desde las visiones personales (y muchas veces autorales) podemos observar el transcurrir de una época que tuvo consecuencias devastadoras para una generación de creadores en un periodo donde no solo disminuyó la producción de obras, sino también se iniciaron otros múltiples avatares que condujeron a una resignificación, a un replanteamiento, conclusivamente, a un punto de giro. Es este un texto fiel, un texto mapa, una suerte de cartografía de voces que muestran su(s) realidad(es) en busca no de un estatismo conforme, una rigidez de «época pasada, mejor olvidada», sino que pretende ser guía para la comprensión, el debate, para la cultura del encuentro entre las generaciones, siempre en el rescate del pensamiento, el debate y la polémica; virtudes de comunión que han de ser salvadas por nuestra nación —como bien Diona Espinosa lo ha logrado— urgentemente.
Buscando a Anna Veltfort, de Carmen Cutié Torres, es un libro de cuentos (me atrevo a clasificar con cierta reticencia, pues por el orden temático, la estructura interna de los textos y la recirculación de algunos de sus personajes a lo largo de los diferentes relatos, muchas veces parece que se está en presencia de un texto rara avis, cuenti-novela circunstancial, galería de un particular y curioso museo de cera en el ámbito moderno, novísimo, citadino de la realidad). A lo largo de once cuentos, once entradas a una Matrix en la cual el ser humano se convierte en una batería, un objeto oxidado, un cargador de energía, la autora nos invita a sentirnos parte de la decisión de un tal Neo de los filmes de ciencia ficción, al ver en la mano de Morfeo dos píldoras: una que conduce al olvido, otra que conduce al despertar absoluto. Esta es una propuesta arriesgada: si el lector escoge la píldora del despertar será entonces capaz de asistir a una distribución no articulada de la conciencia urbana —dígase el mundo como conciencia colectiva, conciencia hormiguero, conciencia panal—, donde los personajes, a pesar de compartir angustias, de (re)vivir parecen atrapados en sí mismos, en la ciudad, en la imposibilidad del lenguaje, en la (no)(in)comunicación.
En Buscando a Anna Veltfort no hay encuentros: los personajes pasan frente a las pantallas de una televisión, frente a la arena de un circo romano, frente al canal de un chat simbólico que es, pienso, el tejido textual de este libro. Su principal mérito es producir inquietud, cierta cosquilla de extrañamiento en algún lugar del cuerpo, cierto sentimiento compartido de que algo no se encuentra bien: es este el mecanismo que articula la autora desde el lenguaje, desde la arquitectura de los personajes, desde el techo que coloca sobre sus cabezas para no permitir un despegue. Esta imposibilidad nos conduce a un particular Teatro del Mundo, ya no pleno en su belleza sino abandonado, dígase las ruinas de una civilización, el pataleo de una hormiga que ve pasar su tiempo y se conforma con ser testigo, con el intento de la fábula, con ser el sujeto —y también objeto— del testimonio. No asistimos a una realidad enrarecida, pienso, sino a un escenario final, a una poética para el fin del mundo que Carmen Cutié textualiza.
Los macabeos, de Abel Fernández-Larrea, es un libro —perdón por el lugar común, pero a veces solo él nos salva del ostracismo lingüístico o, peor aún, de la imposibilidad de la comunicación— que disfruté medularmente. Se conduce por una rama narrativa diferente a buena parte —por no decir la mayor parte— de la creación joven que se ha asumido como mainstream desde Generación Cero. Sin ser este un ámbito para la crítica o la polémica —que sí para la opinión individual— y sin ignorar que también Abel Fernández-Larrea ha sido conceptualizado dentro de este bloque generacional, pienso que su propuesta de escritura camina con otros pies y hacia otro camino; una senda que no deja de ser cubana aun cuando habla de realidades no insulares, porque este continúa siendo un texto que habla de la importancia de la conservación de la memoria (familiar, personal, memoria de ADN, memoria de latido, colectiva). Sus personajes —muchos de ellos niños, casi todos, diría, o jóvenes— son perfectos mapas de relaciones humanas, vistos ellos desde el microscopio, la hendija, la lupa breve de breves relatos que pretenden, tan solo, condensar un momento de la vida, una experiencia, un paso por el mundo.
Los macabeos no es un libro de gritos. No posee una estructura lingüística compleja, no hace malabares con el lenguaje, no complejiza sus personajes en un intento de convertirlos en constructos de la postmodernidad. Los macabeos es un libro de susurros; susurros que nos obligan a aguzar el oído, a percibir la polifonía del casi silencio, susurros que nos conminan a bajar la voz y a sentarnos a las puertas de una casa simbólica y esperar el encuentro con otra realidad. Pero no se entienda esta realidad que Abel Fernández-Larrea propone como un espacio para el extrañamiento: no se habla de Cuba, no se habla de nuestra realidad citadina, pero se conversa en el lenguaje humano, universal, no reductivo. Sus espacios de dramatización no son otros que el ámbito social de la convulsión: constreñimiento, la Guerra Civil española, la guerra familiar contra la soledad y la muerte, la resistencia individual en los albores de la Segunda Guerra Mundial, el exterminio de los judíos, las puertas del caos que son tocadas tres veces por una mano extraña. Repito: estos espacios no son cómodos, ni siquiera poéticos, pero en su dolor, en su espasmo, traen ciertos ecos de relumbre, galas perdidas de un mundo, recuerdos perdidos de un mundo. Quisiera hacer especial énfasis en la elección de personajes; como decía anteriormente, muchos de ellos niños o adolescentes, lo que confiere una especial crudeza a los hechos narrados, pero vistos desde un ojo inquieto, a veces alerta, a veces ignorante, pelotas de colores al sol. Abel Fernández-Larrea construye una arquitectura textual basada en las estructuras personales, en las relaciones humanas, y sobre ellas levanta un techo estructural de sencillez, que no simpleza, probablemente porque ha descubierto que importa más contar bien que hacer malabares con construcciones de paja y humo.
He reservado para el final a Homeland, de Ariel López, por considerarlo el «plato fuerte» de esta suerte de colección circunstancial de escrituras. Hablo, aquí —sea útil para la comprensión del público— de un libro de poesía que pulsa las cuerdas de la memoria de nuestro país pero, más importante aún, las cuerdas simbólicas de nuestra esencia como individuos humanos. Homeland, curiosamente, parte de un título en inglés para hablar de la tierra, concepto muchas veces ambiguo, antiguo, exiguo, olvidado. Ariel López no nos regala los versos, nos exige construir poesía junto a él, desde la forja de la lectura, con el dedo sobre el huso, con la maldición de cien años de sueño si llegas acaso a pincharte con la aguja de la desmemoria. Nos invita, desde cierta vocación hacia el convite, casi religiosamente, al «levántate y anda», «al despiértate y anda» (la importancia radica en el infinito andar). El poemario recorre, casi como en una máquina del tiempo, ciertos sucesos de la memoria social/cultural de nuestro país. Comienza —y este primer poema casi podría ser un exordio, un prólogo a las otras escrituras que le suceden— con el texto 1492:
[…]
Deseo inevitable de estar siempre en otra parte.
Empacaron entonces sífilis, vacas y caballos;
empacaron a Dios en sus bodegas
y a los setenta y nueve días escucharon los pájaros
volar toda la noche hacia el paraíso
donde las palmas en su hermosa deformidad
esperaban pacientemente a ser taladas.
Se habla aquí, también, de un texto galería, que no libro de historia, que desciende y asciende en una curvatura de sucesos, en diferentes modos de concebir la poesía no como una pasta homogénea de circunstancias o maneras de construir, sino en orden de observación, casi comunión. Puede hablarnos de la manigua, de los huracanes o la convulsión, de las cargas al machete, de la concepción de la insularidad sin detenerse todo el tiempo en la ya tan gastada frase «de la maldita circunstancia del agua por todas partes». Sí, porque aquí tenemos el agua, y está en todas partes, pero el poeta no se conduele ni se siente confinado, el poeta no es presa ni pasto para el destino: busca retratarse en los versos, por suerte para el lector, de manera incómoda, no complaciente, no plácida. Adviértase, no obstante, la importancia del territorio limítrofe, circundado por el agua que funda y destruye: desde el primer poema y hasta el último, Ariel López es consciente de la utilidad del agua como testigo, la usa a voluntad, se rodea de ella; el agua que ha avisado a cierto almirante de nuestra existencia, también ha subsistido durante más de quinientos años como una sombra en la sombra; sigue ahí cuando los hombres se hacinan contra las balsas o cuando Ariel afirma, en el poema Nieve:
Hay países que no existen. Nada puede desde aquí probar lo contrario. Mi padre, por ejemplo; está firmemente convencido de que Noruega es un país real. Dice que estuvo allí, justo antes de mi nacimiento […] Pero a mí, nada puede convencerme de estas presencias. Yo nunca he visto la nieve, y nada; ni las fotografías o las palabras dan fe de ello a mi imperturbable conciencia tropical. Mi conciencia solo conoce el lomo de esta isla, se apega a él con fiereza sospechando de las luces que en noches adecuadas destellan allende el mar. […] como sé que no existen otros países no tengo enemigos,/no fundo tentaciones,/no fundo esperanzas/ni viajes/ni alegrías;/no fundo el amor/ni la necesaria y despiadada tentación/de esta… o cualquier belleza.
Ariel López se poetiza como sujeto de la Isla, se objetualiza como composición de la Isla, se hace palma, hermosa deformidad, navega en lo profundo y el agua, al final, lo aplasta, porque este es un libro, también, de múltiples aplastamientos que no son definitivos, sino ubicua piedra de Sísifo que el poeta carga hasta la cima de la montaña y que, no obstante, fiel al mito, cae una y otra vez. Ariel López, sin embargo, le gana a la piedra, pues sus intentos por subirla a la cumbre, sus intentos por develar el poema, su persistencia a subir y bajar, en la búsqueda de un dominio poético superior, es quizás el viaje total, la ganancia de los versos. La piedra podrá caer, eso ya no importa, estamos acostumbrados a recogerla eternamente; sí importa el acto de levantarla y de confiar que esta vez, cuando lleguemos a la cima, nuestra generación la habrá derrotado definitivamente.
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