western
Con ojos de cinéfilo #13
Estos textos –fragmentarios, arbóreos, convergentes– no pretender, quizá salvo algunas excepciones, acercarse a un filme en todos o la mayoría de sus elementos, cuestionarlo ensayísticamente, criticarlo; parten más bien de cuestiones específicas, escenas, momentos a “atrapar”, guiños desde la posmodernidad y desde la mirada del homo ludens. Más que otra cosa, estos textos son las recomendaciones de un cinéfilo empedernido, que cuando le preguntaron si prefería el cine o la sardina, eligió sin dudas al primero. Películas bastante recientes, nominadas y ganadoras de premios en festivales de cine.
Noticias del mundo leídas en voz alta
Para los amantes del western, Noticias del mundo (Paul Greengrass, 2020) es un filme predecible por más de un motivo. Podría decirse que el western en sí –conocido también con el nombre de “películas del Oeste” o “de vaqueros”– parte de premisas predecibles surgidas con el propio género: exploración del oeste del país y sus vastos paisajes habitados por diferentes tribus indias; la contraparte civilización/barbarie donde comúnmente triunfa la primera como parte de un mito fundacional construido también mediante el cine; vaqueros solitarios en busca de venganza, bien un ultraje, bien la traición o un amor no correspondido; ciudades sin ley en las que los bandidos campan a sus anchas, gobernadas por un sheriff vendido o justiciero; sombrero tejano, pistolas, chalecos, caballos, desiertos, ciudades-calle, bares, ranchos, diligencias, asaltos y robos a trenes y bancos…
De eso se alimenta y se ha alimentado el western en todas sus variantes (western crepuscular o “revisionista”, el spaghetti western de Sergio Leone y otros directores, el chili western mexicano, el western rojo o Eastern soviético, el space western o el oeste espacial). Y de ellos, a pesar de cierta decadencia y casi desaparecer como género, seguirá nutriendo su mitología a la par que se reinventa, ya sea tratando de recuperar las raíces clásicas (Unforgiven) como aproximándose a formas narrativas y/o visuales experimentales (Dead Man).
Noticias del mundo posee las características del western y también del road movie. El Capitán Jefferson Kyle Kidd (Tom Hanks) se dedica, en los años posteriores a la Guerra de Secesión, a viajar de pueblo en pueblo leyéndole a sus ocupados (y al parecer analfabetos) habitantes, las noticias del mundo, esas que aparecen en los diferentes periódicos, sobre todo aquellas que les pueden interesar o que, de alguna manera, tiene relación con donde viven.
En uno de sus viajes encuentra a una niña (Johanna Leonbergen, interpretada por Helena Zengel) hija de alemanes, cuyos padres fueron asesinados por los indios kiowa y ella permaneció al cuidado de estos varios años. Es una niña blanca mitad india, que no habla inglés, solo kiowa, y apenas recuerda algunas palabras en el alemán natal. Lucha, como hemos visto, entre civilización/barbarie. Entre la tradición y el progreso impuesto a la fuerza. Él decide regresarla con su familia (unos tíos) y emprende un largo viaje con ella, leyendo noticias en cada pueblo y siendo partícipes y cómplices de múltiples aventuras, que los ponen, más de una vez, en peligro de muerte. Hasta que, llegado el momento de la entrega y efectuada esta, el Capitán no puede separarse de la niña. Han establecido nexos demasiado fuertes de romper, basados en la convivencia, el cariño; ambos complementan sus soledades.
Todo esto lo sabemos desde el principio, desde que encuentra a la niña y debe, sus principios le ordenan, entregarla. Es predecible que, poco a poco, se establecerá entre ellos nexos difíciles de cambiar, afectos que mellarán, para bien, el alma del viejo y solidarito lobo estepario en que se convirtió, producto de la guerra y la muerte de su esposa, el viejo Capitán Kidd. Un sobreviviente también, como ella, adaptado a las circunstancias del duro oeste estadounidense. Lo sabemos y aun sí vemos Noticias del mundo como si estuviéramos ante algo nuevo, como si Tom Hanks no interpretara casi siempre un personaje similar al anterior, al menos en rasgos psicológicos; como si no supiéramos que al final ambos irían, de pueblo en pueblo en Texas, presentando el mismo show, leyéndoles noticias a los ciudadanos incautos, como padre e hija: el Capitán Jefferson Kyle Kidd y Johanna Kidd. Aun así lo disfrutamos, porque Noticias del mundo recupera el clasicismo de los viejos filmes, a pesar de su obvio academicismo y los tantos lugares comunes, y lo hace con sensibilidad y belleza visual, al mismo tiempo que resulta una lectura social –más allá del propio género– sobre el Estados Unidos de la posguerra y temas como el racismo y la división política entre ambas partes del país. Y lo hace a través de una mirada lánguida y optimista, mediante la fotografía de Dariusz Wolski, y de un sugerente homenaje al narrador y al poder de la palabra y su capacidad para insuflar esperanza y avivar las mentes.
Lo que importa –y aquí es donde destacan los elementos del road movie como subgénero– no es el destino, el punto de llegada, sino el viaje, las paradas y el proceso de aprendizaje en el camino. El viaje, como sucede con el Capitán Kidd y la pequeña Johanna, nos permite crecer.
No llores, véngate
La llorona (Jayro Bustamante, 2020) pudo haber sido una gran película o al menos una película importante más allá de visibilizar a Guatemala –con una amplia tradición cultural en el continente que viene incluso antes de los maya– en el mapa fílmico de la región. Sobre todo, además de las nominaciones y premios en importantes festivales, por el reflejo de una parte de la historia más reciente de un país que funcionó por décadas como una “república bananera” de la United Fruit Company y que ha sorteado saqueos, cambios democráticos con nacionalizaciones y reformas, dictaduras militares y una cruenta guerra civil.
Esta parte de la historia guatemalteca está relacionada específicamente con el genocidio maya, ocurrido en la región petrolera del Triángulo Ixil entre 1981 y 1983, durante el conflicto armado en Guatemala (1960-1996) en el que se produjeron miles de asesinatos, principalmente de indígenas mayas de las comunidades rurales del país, muchas exterminadas casi completamente al nivel extensivo de genocidio en manos del ejército del país. Sobre todo estas acciones de exterminio fueron dirigidas contra la población maya ixil y grupos étnicos escasos demográficamente, como los mayas chuj y qanjobal, habitantes de áreas fronterizas con presencia de bandos insurrectos y de interés económico de varias compañías. El gobierno justificó el exterminio de estas comunidades indígenas bajo las acciones de represión de focos armados, lo que contribuyó al aumento de violaciones de los derechos humanos contra estos grupos, demostrando un racismo agresivo que derivó en el exterminio consecutivo de comunidades indefensas y sus habitantes sin el menor reparo.
El filme de Bustamante parte de la realización de un juicio histórico a Enrique Monteverde, uno de los altos militares acusados de llevar a cabo asesinatos; aunque el director nos aclara que esto es pura ficción y que cualquier coincidencia con nombres o apellidos es eso, una mera casualidad. Del juicio a la impunidad y de ahí a las manifestaciones frente a la casa del militar. El director se centra en las rutinas domésticas, la cotidianidad de la familia (la esposa, la hija y la nieta) y su visión, detrás de las altas verjas que separan de la calle, los manifestantes y la realidad del país, de los sucesos a los que se le acusan al patriarca familiar.
Hasta aquí todo más menos bien en La llorona: Jayro Bustamante supo captar –y de alguna manera denunciar– esos reclamos históricos y las ansias de justicia que todavía laceran a Guatemala y que ha enfrentado a quienes creen que sí existió genocidio (Rigoberta Menchú, a quien vemos en un momento de la película, Jody Williams, Shirin Ebadi y Leymah Gbowee, todas Premios Nobel de la Paz; la Iglesia Católica, la ONU y la Federación Internacional de Derechos Humanos, entre otros) contra los que aseguran que no (casi todos presidentes y militares acusados de genocidio, como Otto Pérez Molina y Efraín Ríos Montt).
Esa hubiese sido otra película, interesante y necesaria además. Pero Jairo Bustamante introduce un personaje que nos remite al folclor hispanoamericano, recurrente en la mitología aborigen de muchos de los pueblos prehispánicos: la llorona, y lo asocia al genocidio maya y a la venganza –diríamos que la justicia– por todo el sufrimiento causado a este pueblo. La llorona, existente con variaciones en todo el continente, es un espectro que según la tradición oral, se presenta como el alma en pena de una mujer que asesinó o perdió a sus hijos, los busca en vano y asusta con su escalofriante llanto a quienes la ven u oyen. En la tradición guatemalteca, la llorona, mujer de origen criollo de nombre María, termina ahogando a su hijo (o hijos) para ocultar su infidelidad, por lo que vaga por las calles solitarias frecuentando lugares donde hay agua, como piscinas, ríos, fuentes o estanques (el agua, como vemos, juega un papel fundamental en la construcción simbólica del filme).
La llorona del filme –que se introduce en la casa como sirvienta hasta, sin pronunciar una palabra, alterar las rutinas domésticas y cobrar personalmente una venganza: este anciano militar ordenó ahogar a sus hijos en su presencia y la asesinó con un disparo– representa la unión entre folclor e historia, entre tradición y las ansias de justicia de un pueblo. Espíritus sin descanso que continúan llorando por los suyos, reclamando a los asesinos. Almas en pena que, desde el umbral de la muerte, cobran justicia con sus propias manos y precisamente –no antes– en el momento de más tensión social producto al juicio a este militar. Por eso –y por varias cuestiones más, claro, incluso alejándonos de los rejuegos con el cine de terror a los que comúnmente se asocia el personaje– es que la llorona como solución resulta no la mejor, si bien la intensión era unir ambos elementos, o al menos no cuaja.
Si bien posee una atractiva dirección de fotografía y actuaciones logradas, además de una atmósfera onírica y por momentos pesadillesca, fantasiosa, heredera de clásicos filmes de “encierro” y “elementos extraños” introduciéndose en las rutinas hogareñas, La llorona falla precisamente en el logro, en la concreción de esta relación: folclor e hiriente verdad histórica (aunque cualquiera podría decir que en esto reside el verdadero atractivo de la película, en el no deslinde de estas posibilidades, en una venganza desde lo sobrenatural y la muerte).
De alguna manera esto se puede perdonar, dadas las características del género (parece decirnos que todo es un rejuego, un pastiche contaminado de tradición) y aunque limite la buena película que pudo ser La llorona –al menos en su primera parte, en cartografiar un complejo momento del país–, lo que sí resulta altamente barato y repetitivo, y que hace que el filme llegado a ese punto se me desborone como un castillo de naipes frente a un ligero soplo de viento, es justamente el final: después de muerto el militar asfixiado por las manos de su esposa (poseída por la llorona), vemos, en su sepelio, el agua saliendo por los lavados del baño, inundándolo, mientras se encuentra allí otro militar, que suponemos genocida también.
Ese “continuará” injustificado, ese guiño a la venganza de quienes sin descanso traspasan el umbral, más que a la justicia de los hombres y los sistemas (pues sabemos que, en muchos de esos casos, no resuelve nada y quedan impunes), y que no es de extrañar que ponga a Jairo en las miras de las productoras con el suficiente capital para volver a este tema y a otros similares, hacen de La llorona el buen filme que pudo ser pero no es. El filme que, en sus tantas pretensiones, no supo deslindar, y prefirió el llanto desde el agua.
Corpus Christi y The Father, dos filmes valiosos
Corpus Christi (Jan Komasa, 2019) es un filme potente y hermosamente realizado. Desde el guion, la dirección de fotografía y las actuaciones, sobre todo las del protagonista Bartosz Bielenia, capaz de transmutarse en su personaje con una verosimilitud sorprendente, en la piel de un joven recluso que, después que quedar en libertad condicional, en vez de ir al aserrío a donde está asignado, decide quedarse en el pueblo cercano y hacerse pasar, luego de un rejuego de casualidades y azares, en un cura acabado de salir del seminario. El filme –heredero de la amplia cinematografía polaca con nombres tan relevantes como Jerzy Kawalerowicz Krzysztof Kieślowski, Andrzej Wajda, Agnieszka Holland, Andrzej Żuławski y Roman Polanski– aborda temas como la verdad, la religión y la fe como motores de trasformación social para la construcción de un mejor lugar para todos. Pero sin altisonancias ni estridencias, todo fluye de forma tan natural como la necesidad de perdón, aunque los contratiempos y resentimientos aparezcan al doblar de la esquina en el pueblo. Una mentira transformadora y útil puede ser más necesaria que una verdad ya agotada y repetida, asumida por costumbre, parece decirnos Jan Komasa y Bartosz Bielenia en Corpus Christi.
Entre lo más interesante de The Father, filme de 2020 del francés Florian Zeller, encontramos el dueto actoral del veterano Anthony Hopkins y Olivia Colman, sobre cuyos personajes se sostiene el filme basado en una obra teatral del propio Zeller.
No hay dudas de que Hopkins, ya entrado en su octava década, es uno de los mejores actores vivos, lo demuestra con solo ponerse frente a cámara, y ha venido, además, dejando papeles estelares, referenciales, a lo largo de su carrera (Florian escribió el personaje para él y no desistió hasta convencerlo de protagonizar a este anciano acosado por el Alzheimer). Y que Olivia Colman es una de las mejores actrices inglesas (baste solo recordar su actuación en The Favourite, de Giorgos Lanthimos, y en la más reciente temporada de la serie de Netflix The Crown). Y además, la realización, la dirección de arte y la historia en sí –con un guion escrito como si fuera un palimpsesto, que se arma y rearma en dependencia de los recuerdos y las lagunas del personaje en la piel de Hopkins– hacen de The Father más que un filme ingenioso y atractivo, también un espacio donde mirarnos e intentar comprender los laberintos de la mente, que son, bien lo sabemos, parte ineludible de los laberintos de la vida.