Uruguay
Con ojos de cinéfilo #12
Estos textos –fragmentarios, arbóreos, convergentes– no pretender, quizá salvo algunas excepciones, acercarse a un filme en todos o la mayoría de sus elementos, cuestionarlo ensayísticamente, criticarlo; parten más bien de cuestiones específicas, escenas, momentos a “atrapar”, guiños desde la posmodernidad y desde la mirada del homo ludens. Más que otra cosa, estos textos son las recomendaciones de un cinéfilo empedernido, que cuando le preguntaron si prefería el cine o la sardina, eligió sin dudas al primero. Películas bastante recientes, seguramente ganadoras de premios en festivales de cine.
El cine “poseído” de Brandon Cronenberg
Tener el apellido Cronenberg puede ser un arma de “doble filo” para quien aspire a labrarse una obra como director. Eso es algo que sabe muy bien Brandon, sobre quien estuvieron puestas todas las miradas cuando, hace unos ocho años, estrenó su primera película: Antiviral (2012). Y aunque el resultado artístico fue más que notable, pues alcanzó triunfos en festivales como Sitges y Toronto a mejor ópera prima, las (siempre injustas) comparaciones con el cine de su padre, el gran David Cronenberg, fueron inevitables. Ahora entregó Possessor (2020), que ha salido triunfante de la última edición de Sitges con los premios a mejor película y director. Una vez más, la sombra de David Cronenberg vuelve a ser alargada y su espíritu sobrevuela en el metraje de la cinta, sobre todo en lo referente al horror corporal. Aunque en esta ocasión, su hijo y discípulo va un paso más allá en su viaje por encontrar una voz propia dentro del panorama actual de cine fantástico y de ciencia ficción, en este caso en la vertiente de futurismo distópico con pretensiones de mostrar una sociedad enferma y alienada, habitada por seres que buscan abstraerse de sus vidas.
Deudora de otras fantasías como Matrix (Lilly Wachowski y Lana Wachowski, 1999) y Origen (Christopher Nolan, 2010), filmes en la que los protagonistas utilizaban el estado de sueño y sus posibilidades para penetrar en el subconsciente de sus objetivos, y de la potente filmografía de su padre (sobre todo en el tratamiento de la violencia, la carne, la sangre y el sexo), la trama de Possessor se centra en uno de los trabajos de Tasya (Andrea Riseborough) como asesina a sueldo introducida en la cabeza de Colin (Christopher Abbott), el yerno de un poderoso y déspota hombre de negocios con el propósito de que acabe con la vida de su novia y su suegro, y así hacerse con una importante empresa. Pero el trabajo se complica cuando el “huésped” comienza a presentar resistencia a este particular tipo de “posesión”, tratando de recuperar el control de sus actos en una lucha psicológica contra Tasya. Brandon Cronenberg, que en su ópera prima entregó una puesta en escena minimalista y aséptica, en la que el blanco era el color predominante de la fotografía, se destapa aquí como un cineasta mucho más ambicioso visualmente, con encuadres más elaborados y una paleta de colores más espectacular, sobre todo en las escenas de violencia (física y psicológica) más impactantes, donde la cinta se revela como un artefacto más sofisticado y complejo que su precedente, y que parte del cine del género.
Del thriller cibernético al gore y al terror más cerebral, Possessor avanza a la par de la degradación mental (representada, también, a través de imágenes de una perturbadora violencia explícita) de sus enfrentados personajes, que explota en un final impactante y efectista. Brandon Cronenberg ha sabido manejar con brillantez el horror corporal, mostrando hacia sus personajes un distanciamiento cerebral que dificulta la identificación del espectador con ellos, y nos ha entregado con Possessor un filme que, sin dudas, vale la pena.
Los ecos de una noche que duró doce años
El año 1973 marcó para Uruguay el inicio de “un vasto campo de tortura”, aseguró el escritor Eduardo Galeano. Con el golpe de estado, la dictadura cívico-militar, una de las más severas en la historia de América Latina, se extendió hasta febrero de 1985 y con ella un período en el cual el país estuvo marcado por la prohibición de los partidos políticos, la ilegalización de los sindicatos y varios medios de prensa, y la persecución, encarcelamiento y asesinato de opositores al régimen. Entre ellos, los dirigentes del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T), conocidos como Tupamaros, en honor de Túpac Amaru, el líder andino que dirigió la rebelión indígena más importante en contra del imperio español en 1780; una guerrilla urbana de izquierda radical existente en el país en los años 1960 y principios de los 70, integrada luego a la coalición política Frente Amplio en 1989.
Los dirigentes tupamaros Raúl Sendic, Eleuterio Fernández Huidobro, Mauricio Rosencof, José Mujica, Adolfo Wasem, Julio Marenales, Henry Engler, Jorge Manera y Jorge Zabalza fueron apresados en calidad de rehenes y trofeos de guerra durante el tiempo que duró la dictadura militar. Recluidos en condiciones infrahumanas de continua tortura, en casi total incomunicación (comprobadas posteriormente por organismos como la Cruz Roja Internacional) y bajo la amenaza de ejecutarlos si alguna acción del MLN-T, cualquiera que esta fuera, tenía lugar, vivieron doce años que se extendieron como una larga y silenciosa noche.
Precisamente el director uruguayo radicado en España Álvaro Brechner (Mal día para pescar, 2009; Mr. Kaplan, 2014) basó su tercer largometraje, La noche de 12 años (España, Argentina, Uruguay y Francia, 2018) en Memorias de un calabozo, libro escrito por Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández “Ñato” Huidobro, que relata las crudas experiencias del encierro vividas junto a Pepe Mujica, quien, luego de una amplia carrera política y con 75 años, fue presidente de la República Oriental del Uruguay entre 2010 y 2015.
El tema –sobre todo después de la embestidura de Mujica y la admiración que provocó su figura y su gestión presidencial en medio mundo; y aquí cabe destacar el documental de 2018 de Emir Kusturica El Pepe, una vida suprema– se prestaba con facilidad a la adaptación al cine, si bien es cierto que el efectismo y el aire ideologizante que poseen producciones de este tipo podría provocarnos cierta incertidumbre respecto al resultado final. Todo lo contrario ha ocurrido con el filme de Brechner, aplaudido en el Festival Internacional de Cine de Venecia y en el Festival de Cine de San Sebastián, y premiado en diferentes apartados (destaca casi siempre el de Mejor guion adaptado) en múltiples citas dedicadas al séptimo arte: el Goya, los Premios del Cine Europeo, el Festival Internacional de Cine de El Cairo, los premios Sur de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de Argentina, los de la Academia Brasileña de Cine, el Ariel en México a Mejor película Iberoamericana, en Huelva, Thesaloniki, Biarritz, Amiens, Friburgo, los de la Asociación de Críticos de Cine del Uruguay y, entre otros, en el Festival de Cine de La Habana, donde obtuvo Mejor sonido y Mejor montaje, el Glauber Rocha y el otorgado por Casa de las Américas.
En esto influye que la película es capaz de distanciarse del contenido panfletario para enfrentarse directamente al potente drama del encierro y la soledad. De la sobrevivencia y la esperanza. Del miedo y la vida. Es decir: La noche de 12 años es un filme político, si lo vemos desde el punto que aborda las memorias de prisioneros políticos en un momento de la historia de un país y un continente en donde esta lo permeaba todo, pero no está politizada. Más bien está atravesada por un matiz humanista que hace al tema universal siempre.
Brechnner aprovecha los espacios vacíos de las celdas –agónicos, estrechos, misérrimos– para realizar un ejercicio casi minimalista, que hace que el protagonismo resida en el lucimiento interpretativo de su reparto. Son precisamente las actuaciones las que nos proveen de una radiografía del enfrentamiento a la deshumanización. Antonio de la Torre es capaz de transfigurarse en un Pepe Mujica al borde de la locura en más de una ocasión, pero al que no pudieron doblegar. De la misma manera Alfonso Tort (Ñato) y Chino Darín (Rosencof) desbordan una credibilidad que se torna magnética y capaz de hacernos sino partícipes, al menos testigos de la larga lista de horrores que sacudió la libertad en el continente bajo la bota militar. Tal como ha reconocido De la Torre, Brechnner se interesó por la improvisación de los actores, sobreponiendo el talento interpretativo a la exploración técnica, a la búsqueda de matices y capacidades, lo que ayudó a reforzar el apartado rítmico y dramatúrgico de la cinta, que podía quedar desbalanceada ante la dificultad de mantener en vilo al espectador en una obra donde el silencio juega un papel clave.
Este juego de contrastes –la locura y la soledad y el asombroso espíritu de lucha– parece ser el tema central de una película que inicia con la detención y finaliza con la liberación de los presos políticos en 1985, aunque realiza varios flashbacks al pasado: cómo sus protagonistas son despojados de su humanidad y aun así, entre torturas y cambios constantes de sitio, entre el silencio, el miedo, la duda y la incomunicación, son capaces de no perder el fuego tenue pero persistente de la esperanza, y buscar alternativas, vías, para vivir (incluso el primer castigo al llegar, en busca de cierta animalización, es que nadie les hable).
Despojados no solo de las necesidades físicas más básicas, sino también de sus condicionantes sociales fundamentales, Ñato, Mujica y Rosencof serán puestos al límite una y otra vez. En estas situaciones fronterizas entre la locura y la realizad, Brechnner parece decirnos que el mensaje La noche de 12 años es eminentemente idealista y combativo. “Triunfar no es tener plata, es levantarse cada vez que uno cae”, dijo Pepe Mujica.
Por otra parte, Álvaro Brechnner aleja su narración del análisis contextual y sociopolítico; el país es la causa, es cierto, pero prefiere enfocarse en las personas, en estos héroes hoy no tan anónimos, pero sí ejemplos de miles que vivieron encierros, torturas y desaparición en el Cono Sur, en América. Lo fundamental de La noche de 12 años no radica tanto en el reflejo político de un momento o una lucha, como la de los Tupamaros, sino un espíritu de resistencia. Pues la cinta encarna una necesidad incluso más universal: Nunca hay que rendirse, nunca hay que dejar de luchar. Los únicos derrotados son los que bajan los brazos.
Lorca, el mar deja de moverse
Lorca, el mar deja de moverse (Emilio Ruiz Barrachina, 2006) analiza, 70 años después, las posibles causas de la muerte del poeta y dramaturgo español Federico García Lorca (1898-1936).
Ruiz Barrachina (La venta del paraíso, 2012) trata de aglutinar las teorías existentes en libros, filmes y declaraciones de allegados e historiadores, acerca del fusilamiento del autor granadino; aunque las principales fuentes –después de dos años y medio de trabajo– fueron las investigaciones del hispanista Ian Gibson y las realizadas por Miguel Caballero y Pilar Góngora, a raíz de documentos aparecidos en los últimos años, que no habían salido a la luz.
Ruiz intenta demostrar que la muerte del poeta “surgió” en el seno de su propia familia y que Juan Luis Trescastros Medina, casado con una prima lejana del padre de Federico, sería el autor del asesinato. “Ese era un comentario entre los más viejos de Valderrubios y Fuentevaqueros”, ha dicho el director. Por tanto, la película se acerca, procurando mantener la objetividad de una investigación histórica, por apasionante que sea su vida y obra, a sus últimas horas de existencia y el posterior devenir de su parentela y de la familia Rosales.
El asesinato del poeta siempre se ha considerado “tabú” en la familia Lorca y se evita el tema, asegura su sobrina, Laura García Lorca, en el documental. Durante 70 años, la familia ha mantenido un comedido silencio, igual que algunos de los miembros de la familia Rosales. Por tanto el director hurga en esa llaga y analizan los errores que ambas estirpes cometieron entonces, pero, además, la persecución a la que se vieron sometidos por el Gobierno Civil y la Falange franquista, de la que algunos hermanos Rosales eran miembros dirigentes.
El director insiste en que el asesinato del autor de La casa de Bernarda Alba partió de disputas familiares entre los García Rodríguez y los Roldán y Alba: sus intereses, odios y venganzas; y la implicación de Trescastros Medina en la captura y posterior fusilamiento del conocido escritor. Estas familias mantenían viejas rencillas, discusiones por repartos de tierras, o por las distintas tendencias políticas, pues los Lorca eran republicanos y los Roldán de Acción Popular. A esto hay que sumar la homofobia y la represión en la España de 1936.
Precisamente sería esa pieza teatral la que avivara las ascuas, pues Lorca “fotografía” a estas casas con las que la suya mantenía enemistades, como “una venganza personal por muchos años de pleitos”. Y esto, nos reafirma el documental, puede ver con la muerte de poeta.
Más allá de una narrativa convencional –como “registro” de una profusa investigación histórica a partir de la sucesión de entrevistas y materiales de archivos con cierto enfoque cronológico–, el mayor aporte de Lorca, el mar deja de moverse consiste en los testimonios que posee, en la manera en que estos se articulan y reafirman el concepto inicial de un documental que, en sus primeros minutos, después de un preámbulo donde escuchamos los versos de “Asesinato”, de Poeta en Nueva York, que dan título al material, anticipa que “las causas, los hechos, quedan aquí reseñados como testimonio de la capacidad humana para el horror”.
Ruiz Barrachina, autor además de la controversial El discípulo (2010), se confiesa admirador de Lorca. El documental es una muestra ineludible de su pasión por el bardo granadino. Escritor también, con varias novelas, poemarios y premios, entre ellos el III Premio Internacional de Poesía Rubén Darío en 2007 y el Internacional de Novela Luis Berenguer en 2001, nos hace cómplice de su interés casi obsesivo por descubrir y develar al mundo –aunque muchos prefieran silenciar esos oscuros años en España– la verdad de los últimos días de Federico; escritor unido a la lírica cubana, sobre todo la de las últimas décadas, y quien visitó Cuba –un total de 98 días, entre La Habana de los Loynaz del Castillo, Cienfuegos, Santa Clara, Sagua la Grande y Santiago– en 1930 y escribió en la isla varios de sus textos.
Lorca, el mar deja de moverse, además de los importantes documentos de archivos (fotos, audios, videos) para calzar las hipótesis sobre su asesinato, que más que teorías son mostrados como hechos posibles, posee –y en esto, insisto, encuentro uno de sus grandes méritos– importantes testimonios, vitales para conocer la historia. Entre ellos los de José Bello, amigo de Lorca y en el momento de la realización del documental, el único superviviente –con 103 años– del grupo que se reunía en la famosa Residencia de Estudiantes de Madrid; el historiador Paul Preston; los investigadores Ian Gibson, Miguel Caballero, Pilar Góngora y Félix Grande; Manuel y Tica Fernández Montesinos, sobrinos del dramaturgo; Luis Rosales hijo y Gerardo Rosales, hijo de Gerardo Rosales y autor del libro El silencio de los Rosales. Todos ellos componen un valiosísimo crisol para comprender los vericuetos en la España de entonces, inmersa en los momentos iniciales de la dura Guerra Civil.
Contra la petición de Ian Gibson, quizá el mayor conocedor de la vida y obra lorquiana, de que se explore el terrero para buscar sus restos, para incluso conocer más sobre su muerte, se contrapone la opinión de Laura García Lorca, presidenta de la Fundación García Lorca, al decir: “En un lugar donde hay tantísimos muertos, tantas víctimas, elegir entre ellos es un error. Creo que la memoria, en este caso, está en ese lugar y en esa realidad. Esos fueron unos asesinatos brutales y están todos en la misma situación, no hay uno por encima de otro”.
Por eso en el granadino barranco de Víznar, donde enterrarían su cuerpo después del fusilamiento en la madrugada del 18 de agosto de 1936, y donde también duermen un sueño injusto muchos asesinados, se levanta un monolito con la inscripción: “Lorca eran todos”.
Hoy –ante la negativa familiar– no se sabe con certeza si el poeta reposa ahí o en otra parte. Aunque, de alguna manera, Lorca son todos aquellos que en cualquier parte del mundo, leen, conocen, disfrutan y viven, con una pasión que se multiplica con el tiempo, los versos “como escritos de noche” y los dramas teatrales de quien fue no solo uno de los más importantes miembros de la Generación del 27, sino de toda la literatura española y universal. Lorca, el mar deja de moverse, de Emilio Ruiz Barrachina, aporta nuevos enfoques, datos y testimonios –necesarios en ese momento, pero también hoy, catorce años después– para adentrarnos en los turbios días que antecedieron la muerte del bardo español.