Reseña
Los años cubanos de Margaret Randall
A Nueve Azul.
En el caldeado México de finales de los 60, la poeta y editora norteamericana Margaret Randall decide enviar a Cuba a sus cuatro hijos (Gregory, Sarah, Ximena y Ana). Se reunirá con ellos en la Isla en cuanto encuentre oportunidad de evadir la persecución política. Una vez en La Habana, ella y su familia decidirán «aplatanarse» (imposible encontrar expresión mejor), lo que incluirá no solo trabajar con las instituciones cubanas, sino tener una libreta de abastecimiento, participar en trabajos voluntarios, reuniones del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) y ser testigos directos de un proceso que pasa de una fase improvisada, donde sobresalen la épica y el entusiasmo, a otra organizada, sovietizada, con diferentes tonalidades que irán del blanco al negro, pasando por el gris.
Como se ha dicho hasta el cansancio, la memoria reciente del proceso cubano está por escribirse. Los textos de Historia no alcanzan para entender en toda su complejidad lo que en realidad hemos sido ni hasta dónde pudimos ser lo que quisimos. Un libro como Cambiar el mundo. Mis años en Cuba, de Margaret Randall, llega para revelarnos las fotografías de un álbum desconocido: la Revolución Cubana desde finales de los 60 hasta 1980.
La figura de Randall se nos hace más nítida en la medida en que empezamos a conocer los detalles de su vida en la Isla. No se trata, en este caso, de una memorialista que evita mostrar las manchas de su pasado ni ocultar sus errores tanto de pensamiento como de acción: entre la mujer de entonces y la que ahora redacta Cambiar el mundo, se establece un debate de ideas, por momentos, complementarias; por momentos, contradictorias.
Los rasgos del proceso que se presentó ante los ojos de la autora en los 70 son ampliados, corregidos, rectificados por una visión más abarcadora de lo que fue la Revolución Cubana. En ocasiones eso le permite una actitud más crítica ante problemas que décadas atrás no despertaron su indignación. «He reescrito fragmentos aquí y allá, para llenar el vacío que parece hacerse más grande y profundo con el decurso de los años» [179], advierte antes de contarnos sobre la Jornada de la Cultura en Varadero. Más adelante, reflexiona:
Me gustaba lo que veía a mi alrededor: creatividad, experimentación y valentía en medio de tanta adversidad […]. Con frecuencia nos advertían sobre las críticas abiertas a una u otra cosa, y nos hacían sentir que si protestábamos estaríamos dándole armas al enemigo. Por lo general creía lo que me decían. A veces creyendo estaba en lo cierto; a veces no. [226]
Con habilidad y objetividad, Randall logra construir una imagen multidimensional de un período que, generalmente, se nos presenta como consigna impresa en cualquier valla propagandística de la carretera. Podemos decir que Cambiar el mundo nos muestra toda la travesía; sobre todo cuando Randall se embarca en recorridos por el territorio cubano, hace preguntas lo mismo en Pinar del Río que en Santiago, se enfrenta (o no se enfrenta) a los monstruos de los claroscuros que aparecen en cualquier período de transición.
El libro abunda en comentarios reveladores. Según nos hace ver Randall, en ocasiones la práctica de la Federación de Mujeres Cubanas (FMC) la situaba en la avanzada de las luchas por la igualdad de la mujer, pero oficialmente la institución renegó del feminismo al entenderlo como un movimiento foráneo, burgués, que no consideraba que la contradicción principal de la sociedad fuera de clase, sino de género.
Las feministas de países desarrollados [nos dice la autora] eran percibidas como un peligro pues, en el mejor de los casos, estaban completamente ajenas a la realidad cubana y en el peor, podían hasta ser intencionalmente perjudiciales. Muchas de las miembros [de la FMC] más jóvenes de entonces eran feministas en la práctica, aun cuando la teoría les era completamente ajena. Pero la ideología de la organización era y continuaba siendo antifeminista. [127]
Estremecedora resulta la valoración que nos presenta sobre Haydee Santamaría, «mujer apasionada y comprometida, de una creatividad única y una brillantez que parecía intuitiva» [114]. Según Randall, «es difícil saber con exactitud cómo [Haydee] encajaba —o cómo no encajaba— en la jerarquía nacional dominada por los hombres» [114]. Sobre la manera en que recuerda su muerte y funeral, la autora tiene mucho que contarnos. Para ella, «que se guardó todos los secretos» [7], está dedicado Cambiar el mundo.
A propósito del Quinquenio Gris, Randall confiesa no haber estado muy al tanto de la situación, «quizás porque los afectados por lo general se callaban lo que estaban pasando, o porque el mundo del arte era demasiado apasionante —a pesar de las restricciones— , o quizás […] era demasiado lenta para captar ciertas sutilezas culturales» [205]. No obstante, la memorialista cita como contrapartida de su visión personal un artículo de Arturo Arango en Alma Mater, donde el autor de «Lista de espera» la recuerda así:
[Randall] Era demasiado para los cánones de la ortodoxia ideológica de eso que hoy llamamos, amablemente, el Quinquenio Gris. Margaret estaba aislada, le habían echado bola negra, y nosotros le restablecimos el ambiente intelectual y humano de que la habían despojado. [205-206]
La observación de Arango se refiere al segundo quinquenio de la década, que incluye los últimos años de Randall en Cuba, cuando el gobierno le retiró la confianza, «quizás por haber tenido una amistad con el representante espía de CUSO, quizás por la forma directa en que criticaba problemáticas de género e identidad sexual» [251] o quizás porque su grupo de amistades «incluía revolucionarios que no se adscribían a la línea de Cuba» [251].
Cambiar el mundo muestra un ejercicio de autocrítica tan osado como aleccionador, un anecdotario que alterna con muy interesantes reflexiones sobre el poder —pese a la notable influencia hollowayana en sus planteamientos (muy común en la izquierda de principios del presente siglo)— y una zona de la realidad escasamente abordada en libros y documentales afines: la mujer cubana en los 70, sus problemas, proyecciones, luchas cotidianas.
Después de leer el libro de Margaret Randall, que apareció primero en inglés en 2009 por Rutgers University Press antes de ser publicado en español por Ediciones Matanzas en 2016, con una tirada de 3 mil ejemplares, pienso que todos deberían conocer este valioso testimonio de nuestro pasado más reciente.
A finales de 1980, más de una década después de su salida de México, Margaret Randall se despide de la Isla para acompañar a la casi recién iniciada Revolución nicaragüense. Dos de sus hijos la seguirán; otros dos se quedarán en La Habana, por el momento. Con esa decisión, el capítulo cubano de Margaret Randall llegará a su fin, hasta que decida revisar y completar —mucho tiempo después— la memoria perdida de sus años cubanos.
Indagaciones al olvido
En Santa Clara, ciudad sin mar, todos los días se multiplican los acontecimientos artísticos. Cada mañana, cada tarde y cada noche tropezamos con avalanchas de informes que demuestran la efervescencia creativa de una urbe que se desvive por las artes. Las noticias de hoy sustituyen a las de ayer, como las de ayer sustituyeron a las de antier y las de mañana lo harán con las de hoy. Pero, ¿dónde encontrar un periodismo cultural que articule elementos, historias, fuentes en apariencia inconexos?, ¿dónde uno que rescate el pasado? Hasta con eso cuenta la más letrada de las ciudades del centro del país.
Villa Clara, específicamente Santa Clara, acoge revistas que abordan lo cultural desde concepciones nada superficiales o limitadas. También puedo nombrar una interesante página de la editora Vanguardia donde jóvenes periodistas intentan, con audacia y rigor, la crítica de arte; así como el periodismo que se publica en libros, aunque más bien debo decir: los libros que reúnen textos de género periodístico.
Los premios Fundación de la Ciudad de Santa Clara en el apartado de Periodismo dan buena cuenta de la salud de esta modalidad literaria (sí, dije literaria) en la provincia. Hace poco leí uno (otro) de ellos: Introspección detrás del olvido (Editorial Capiro, 2019), del poeta, crítico y ensayista Alexis Castañeda Pérez de Alejo y, como agradecimiento al buen rato que pasé consultando sus casi 130 páginas, me propuse escribir esta reseña.
Castañeda, graduado de Historia y Ciencias Sociales por el Instituto Superior Pedagógico Félix Varela, se ha dedicado a historiar los pequeños grandes acontecimientos de la Villa Clara de otros tiempos, y un poquito más acá. Su trabajo como promotor del Centro Cultural El Mejunje le ha permitido convertirse en una suerte de cronista del lugar y sus alrededores. Así lo demuestra en Yo simplemente hago o La Aventura de El Mejunje (Sed de Belleza, 2001) y La vena del centro. Trova santaclareña (Sed de Belleza, 2010).
Premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara en 2018, Introspección detrás del olvido llama la atención desde la cubierta. Y lo hace con una obra de Susana Trueba Veitía que recrea el centro neurálgico de la urbe santaclareña: el parque Leoncio Vidal. Aunque difícilmente podría pensarse en una ilustración más apropiada si se pretende reflejar la cultura santaclareña en todo su dinamismo, hay que decir que la idea no es del todo original, pues ya existe un título (al menos, que yo conozca) con similar diseño de cubierta: Después del huracán (Sed de Belleza, 2007), de Yamil Díaz Gómez.
“De todos los libros que ha escrito Alexis Castañeda, tal vez este sea el más íntimo, el más enfebrecido”, asegura el poeta y narrador Geovanny Manso en su reseña “Memoria y más memoria en Introspección detrás del olvido”. Se trata de un volumen asimétrico, con una primera parte breve, personal, integrada por crónicas que funcionan como cuchillas que van abriendo la carne donde habita el olvido, y otra de carácter testimonial, más extensa, que podemos identificar como la esencia de las intenciones del volumen.
Sobre la primera parte, “Historias de pasión y credo”, diré que me impresionaron las crónicas “Elena Burke en El Mejunje cantando, cantando”, “Alcides y Silverio cabalgan en un caballo de palo” y “Meme Solís: la dicha de poder soñar y amar”. Los textos que menciono tienen en común —además de la batalla contra la desmemoria, presente en todo el volumen— la capacidad de concentrar la energía evocadora en un pequeño punto del recuerdo, para de esa manera transmitirnos un relato con sabor a bolero de victrola, copa rota y mucha, muchísima nostalgia.
La curva de intensidad dramática de la primera sección está correctamente diseñada: va subiendo en “Los villareños siempre cumplen su parte” y “El valor de una mañanita de enero”, llega a un pre-estribillo/pre-clímax con el trabajo sobre Luis Carbonell, explota en un coro integrado por Elena Burke, Rafael Alcides y Ramón Silverio, desciende con el trabajo sobre el Centro Experimental de Teatro de Las Villas y vuelve a ascender con El Pamperito y Meme Solís, para entonces terminar arriba, muy arriba:
Perdona este destilar, pero aquí en Santa Clara las mañanas de domingo son demoledoramente lentas, y nos vamos arrimando a ese rinconcito llamado nostalgia. Espéranos, Meme, que con muchos otros nos encontraremos en un “nuevo amanecer” y tendremos “otra vida para darla nuevamente”, pues a mí también “me ha crecido el corazón para anidar las ilusiones que anhelaba” y no dejaremos que muera “la dicha de poder soñar y amar”.
La segunda sección de la obra se me antoja fácil de entender y difícil de explicar. Intentaré aproximarme diciendo que se trata de la historia de alguien o algo a partir de la voz de un testigo privilegiado. En el caso de “Juanito Sarmiento. Pasiones en la arena”, el entrevistado narra únicamente su vida, pero en realidad está hablando de lo mismo que todos los testimoniantes del libro: de las injusticias del olvido.
Qué, si no eso, nos revela Osiris Aguiar Valdés cuando recuerda al invisibilizado Meme Solís; María de los Ángeles García cuando evoca al maestro Raúl Ferrer; Juan Campos cuando nos refiere los pormenores de un tiempo en que Fernando Borrego todavía no era Polo Montañez; Juan Manuel O´Farril cuando extraña sus tragos compartidos con grandes de la música cubana; Eusebio Guerra cuando rescata los años perdidos del cabaret Venecia; Roberto Pérez Elesgaray cuando dibuja el boceto de lo que fue y pudo ser el grupo Raíces Nuevas, de Pucho López; Elena O´Farril cuando dice, justo al final del libro: “Doris [de la Torre] era mi hermana”; Valentín Díaz Contreras, El Diablo, cuando asegura que “en el entierro del Benny, el 20 de febrero de 1963” hizo un compromiso “allí en su tumba, que iba a seguir su legado, cantando sus canciones”, y eso lo ha cumplido.
No creo que pueda ser justamente valorado en el breve espacio de una reseña cuánto contribuye al rescate de la historia cultural de Santa Clara un libro como Introspección detrás del olvido. “Quizás la motivación de fondo sea intentar corregir un error del pasado, hacer justicia. Acaso una pulsión justiciera sea lo más característico de estos textos diversos”, explica en el prólogo el crítico Dean Luis Reyes.
Por eso agradezco esta obra, que transita silenciosa, sin llamar la atención sobre sí misma, por una autopista de eventos culturales que seguramente olvidaremos mañana. Una autopista que espera por que los Alexis Castañeda del futuro realicen el trabajo que hoy algunos (no los suficientes) se deciden a emprender: el de rescatar el pasado con nuevas e imprescindibles indagaciones al olvido.
Jauría: una escritura de la resistencia
Una viaja junto a la literatura de Maielis González con las llagas abiertas. Hay dolor en el acto de leer. La herida escoce. La herida textual arde y esa sensación se agradece porque es la fricción perceptible —y necesaria— entre espectador y mundo nuevo, la fricción que late cuando la puerta de las infinitas posibilidades de la literatura se abre de una vez (para no volver a cerrarse nunca, ni siquiera cuando el libro termina). Desde ese umbral Maielis González escribe en un acto de resistencia. Su literatura habla de la identidad y del cuerpo en contextos donde la realidad —tal y como la conocemos— se bifurca, se trastoca o desaparece. Junto al acto de resistencia persiste el acto de contemplar.
Contemplar es también un ejercicio de resistir y todo esto se evidencia en la antología de relatos Jauría, publicada por la editorial MIG21.
Como lectora siempre he agradecido la literatura que me raspa y me fricciona, la que me obliga a mirar el objeto/sujeto textual con una lupa de aumento, con nuevos espejuelos para entender desde dentro hacia afuera las estructuras tanto simbólicas como aparentes de los relatos. Las historias que conforman Jauría son, de hecho, la precisión de un dedo metafórico que escoce sobre el texto y de una llaga que late —forma particular en que el dolor se hace corazón— dentro de la escritura. Si algo en común tienen los protagonistas de los relatos de Jauría es su condición de mestizos, del poder que confiere la sangre no pura sino hibridada con otras sangres. Casi todos son también nómadas, bien de un espacio geográfico, de una realidad, de un miedo: el sentido del movimiento y de la huida son en los personajes de Maielis González, más que instinto y vocación, una manera de existir y estar en el mundo. La hibridez y el nomadismo son condiciones perdurables en toda su obra, condiciones que hablan además no solo de su escritura sino de lo identitario que subyace —casi siempre visible— en los textos y que hacen tan poderosas, en tanto vivas, a las historias.
El nomadismo como transición por espacios geográficos, virtuales o espirituales es también la capa que oculta una necesidad básica de muchos de los personajes de Maielis González: la búsqueda de un hogar definitivo, la necesidad de no marcar un espacio como perfecto, el miedo y la supervivencia como motores impulsores de las especies (y condición imperecedera de lo humano), la inteligencia como acto de resistencia ante la apatía del mundo y ante los horrores del totalitarismo. Resistir es la palabra que podría definir a todos los personajes que han encontrado nido en el espacio textual que es el libro Jauría. Y esta es una palabra también identitaria, que define a la autora en su condición de mujer racializada, emigrante, sobreviviente, crítica de la realidad que tiene frente a los ojos.
Resistir, combatir, sobrevivir desde las palabras.
Los días de la histeria, quizás el relato más conocido de la producción literaria de Maielis González, habla de la condición del miedo que define y que transforma a los seres humanos en máquinas paranoicas al servicio de la muerte, en aves agoreras de venganza que repiten una misma canción de aniquilación social y colectiva. La historia nos habla de un espacio constreñido de violencia —una ciudad que podría entenderse como un experimento social controlado o como uno de las tantos macabros realities que existen en nuestra cada vez más globalizada aldea—, donde no existen inocentes y solo se habla en la lengua babélica de la destrucción. Lo humano —si es que dicha condición perdurase a pesar de todo— es solo un eco que sobrevive en los instintos (de aniquilar al peligro y de sobrevivir a este). Los días de la histeria podría ser un testimonio de las crisis colectivas que convierten al ser humano en criatura acéfala y es una excelente muestra de escritura que conduce a un viaje a través de la claustrofobia y la agorafobia en partes iguales.
Seudo vuelve a retomar el leitmotiv de la claustrofobia y del espacio vital reducido, desde cierta poesía visual que la autora recrea a través de muy puntuales juegos de lenguaje. Campos de exterminio, aniquilación, distopía del enclaustramiento son las condicionantes sobre las cuales se escribe este texto: un llamado a la libertad individual de los sentidos y de las mentes, y que debate en torno a la condición parasitaria de la sociedad y la política. Ese influjo parasitario que violenta los cuerpos y las identidades marginados históricamente y señalados como prescindibles. Gran parte de la poética de Maielis González se posiciona, es preciso decirlo, junto a esos cuerpos desechados por la Historia (y las historias), lo cuerpos políticamente incorrectos y sus necesidades de contar, de gritar, de experimentar el placer de la libertad o el simple placer erótico del contacto de la carne.
Ángeles caídos vuelve a hablarnos de los cuerpos marginados por un aparato represivo, en este caso un sistema virtual arcangélico que recuerda ya no el Edén devorado —gracias a Dios— por nuestras ancestras, sino que hace referencia clara a las violencias cotidianas que constriñen los cuerpos sexualizados, erotizados, como también la genitalia femenina, la representación más firme de la humanidad que excreta sangre, sueños, mierda, sudor, semen, goce. Quizás de todos los relatos sea este el que menor margen ofrezca a la posibilidad de la resistencia, pues el sistema que amasa a los cuerpos como el horno a sus panes es en realidad un laberinto sin salida. No obstante, el uso de un narrador inmerso en el juego ficcional —ese narrador que hiede y hiere— es una excelente elección para el punto de vista de la ficción.
Jauría, que da título a esta antología personal, es sin duda uno de mis relatos favoritos. Sustenta sus hilos dramáticos en una herder —criatura híbrida de pastor alemán con brazos e inteligencia humanos, una hembra— que lucha por sobrevivir en un contexto de apocalipsis y virus. El detonante es la destrucción total del “dios” de las herders —ese dios creador que somos nosotros mismos como especie—, y de la libertad definitiva que nace en ellas al verse solas, despojadas de la protección y de la garra autoritaria de las violencias de ese dios destronado. Otras violencias vendrán a instaurarse en su lugar: la de sobrevivir, la de ser la hembra alfa de una manada, la de parir a los cachorros que tendrán sobre sus hombros el peso de reconstruir una civilización. No estoy segura de que este sea un relato sobre la maternidad, aunque maternar sea un componente fundamental de su eje temático: maternar cuerpos, maternar muertos, maternar hijos, maternar inteligencia y especie.
Alumbra vuelve a retomar temas ya presentes en la antología, como el derecho a decidir sobre los cuerpos y los mecanismos represivos —tanto religiosos como políticos— que exprimen metafóricamente las carnes de los personajes como sujetos de un experimento de larga data. Es aquí donde, por primera vez, la narrativa de Maielis González se permea de referencias de una realidad perceptible donde escasez, apagones y soledades se encuentran para conjurar un mapa: en este, futuro y presente resultan cada vez categorías más cercanas. Alumbra es un texto cuerpo, un texto útero y amnios que divide a la vida de la muerte, y que alude a la ritualidad de la violencia de quien decide por nosotras, como también alude al cuerpo en su ritual que condensa sometimiento, supervivencia y fortaleza.
Estos cuerpos vivos, paranoicos, rotos desde la mente, aparecen de nuevo como leitmotiv en Ni vivos ni muertos, relato que parodia una circunstancia con tintes de destrucción masiva, un “Armagedón” de la especie humana. El texto juega de manera eficaz con las líneas que denotan el trabajo entre el humor negro y la literatura de postapocalipsis de la más raigal línea. Es un relato, advierto, en el cual una primera lectura no arrojará todas las luces sobre los pespuntes de comedia de humor negro que presenta. Lecturas posteriores permitirán que quien contemple la historia pueda encontrar el filón dorado de la ironía, de esa ironía tragicómica que ha permeado nuestros años más recientes y nuestras experiencias como sobrevivientes de una realidad que, cada vez, se nos hace más parecida a los libros.
Ponzoñas es, a mi criterio, la joya de esta colección. Ubicada temporalmente en una fecha cercana a 1959, este relato juega con el realismo mágico en el ambiente de los campos cubanos preñados de leyendas, horrores y mujeres monstruosas. La violación sistemática de una muchacha en la “casa de las putas” es el punto de quiebre: los hombres que pagan para verla, pagan no solo por el cuerpo de la adolescente, sino también por su don. Este acto la convierte en instrumento de un destino pero también en hacedora del fatum ajeno. La chica deviene objeto de la codicia y del miedo de los hombres. Deviene monstruo de una feria de atrocidades. Deviene cuerpo del deseo lacerado y de esa laceración es que nacen las visiones de muerte. Maielis González lleva a su escritura a un máximo esplendor en este relato que cuestiona las decisiones individuales y que habla nuevamente del cuerpo de las rotas, de las que no pueden hablar, de las putas, de las desechadas, de las violentadas no solo por una estructura histórica sino también por cuerpos también hegemónicamente históricos.
Isla cierra la antología: este cuento casi piñeriano habla de la circularidad de los intentos de escapatoria y de las violencias políticas cotidianas, que hincan la realidad desde todos los planos posibles. Hay dolor en la despedida, en la laxitud con que con los cuerpos aceptan el peligro de la muerte, el peligro de navegar hacia la negrura de un mar contaminado en un brutal paralelismo con esta realidad que creemos conocer. Isla es su cuento más identitario y, por eso, el que más nos fricciona y obliga a contemplarnos en ese espejo de lo humano que tantas veces olvidamos en nuestros múltiples tránsitos de una orilla a otra orilla (no importa cuál sea aquella de la que partimos o aquella a la que vamos).
La literatura de Maielis González no es necesariamente un espejo cómodo donde contemplar el reflejo —siempre parcial— de qué somos y en qué nos hemos convertido. Su literatura es todo menos conformismo e inercia. Nos obliga a movernos, ya sea por el dolor de una herida abierta o porque una historia nos escoce por ser demasiado cercana. Aquí, en estas páginas, en las heridas que nos muestra, existe también una forma de salvación y de resistencia.
Escribir es también un ejercicio de resistencia.
Aprender desde la experiencia (+ video y fotos)
Más de 30 años lleva Reinaldo Cedeño en las redacciones, en múltiples redacciones. Ya tuvo entrevistados complejos y de lujo, ya tropezó y aprendió lo suficiente para establecer parámetros indispensables en su trabajo como periodista, el hermoso oficio de “hacer el amor con las palabras”, como él la define.
Ganador en dos ocasiones del Premio Nacional de Periodismo Cultural, Cedeño compartió hoy en el Pabellón Cuba con jóvenes de varias provincias, quienes participan en el Taller y Concurso de Periodismo Cultural Rubén Martínez Villena, convocado por la Asociación Hermanos Saíz para intelectuales y periodistas cubanos.
Bajo la premisa de que en todo momento estamos dentro de la cultura, delimitó al periodismo cultural como un ejercicio de criterio, en el que cada reportero debe mostrar su percepción.
“En este trabajo son imprescindibles la voluntad de apreciación y de estilo, tienes que saber qué vas a apreciar para obtener todos los elementos ofrecidos por la obra”.
En el Salón de Mayo, del Pabellón Cuba sesiona el Taller y Concurso de Periodismo Cultural Rubén Martínez Villena que convoca la Asociación Hermanos Saiz.
Publicada por Asociación Hermanos Saíz en Jueves, 12 de marzo de 2020
Para explorar todas las peculiaridades y realizar una reseña cultural, destacó el conocimiento técnico, los rasgos expositivos, argumentativos y valorativos; fijarse en los detalles como apoyo, y los elementos extrasemánticos, siempre alejándonos de los lugares comunes.
Cedeño subrayó la importancia del conocimiento sobre todo a la hora de hacer entrevistas para lograr un diálogo desde la pasión porque “a una entrevista se va a compartir, no ha enterarse de quién es la persona”.
Mediante ejercicios de interpretación y ejemplos, los participantes analizaron estructuras de diversos géneros periodísticos enfocados en el periodismo cultural, en el cual se establece siempre un diálogo de subjetividades.
Los asistentes al Taller y Concurso de Periodismo Cultural Rubén Martínez Villena que concluirá este 14 de marzo, Día de la prensa cubana, han recibido en el certamen talleres y conferencias principalmente relacionados con temáticas culturales que les permitan enriquecer sus prácticas periodísticas.
Invitación a un ritual
El ritual de las cabezas perpetuas (Ediciones La Luz, 2018) es un texto que bebe de la tradición epistolar y de los cánones de la novela del siglo XIX. Algo de esto, cierto influjo en el lenguaje, en la recreación meticulosa de los acontecimientos y en el develado paulatino de las capas y capas que componen a sus personajes, se nota aquí y allá. Pero esto no debe convertirse en motivo de reticencia que impida el arribo del lector a las páginas del libro, sino que más bien sirve como una recreación, lúdica hasta cierto punto, que demuestra el trabajo bien servido de un autor que se preocupa no solo por la construcción lógica de su universo y de sus leyes particulares, sino también por la verosimilitud histórica y por el mapeo constante de la identidad de aquellos seres que pueblan el imaginario del texto.
Un aparte merecen la utilización y el estudio de las capas profundas del lenguaje. Evelio Traba no se concentra únicamente en recrear la Historia a través de los detalles superficiales que podrían entenderse como la punta del iceberg, sino en ir a lo profundo, al cuerpo de hielo de la creación donde el lenguaje juega el papel más importante: el de la verosimilitud literaria.
El autor busca —y consigue en amplia medida— que el discurso de sus personajes se integre al discurso de la época, y esta carga pesada —que el lector contemporáneo y adaptado a otras formas de contar percibirá— no puede pasar como materia que se ignore. No es este un texto ligero ni sencillo, al menos a priori, y no hablo del simple acontecimiento dramático que la narrativa devela y oculta de manera paulatina; sino de cómo el lenguaje enriquece las fibras profundas de la reconstrucción histórica.
Si el lector llega a estas páginas podrá encontrar una mirada particular sobre los acontecimientos que tienen como trasfondo a la Revolución Francesa y su posterior debacle. Pero el texto no es simplemente un manuscrito histórico, un juego de recreaciones que se desenvuelve con tino y acierto, sino que ha de verse esto como un recurso, un decorado para la escena, un hilo que se extiende desde la mente simbólica del autor a la mente real de quien lee. La caducidad de los cuerpos, las ansias de conocimiento, el poder que trae la inmortalidad —así sea a costos elevados, costos en sangre y en ética, costos rayados en la piel de la Historia— son los temas fundamentales de este libro cuya influencia mayor quizás pueda encontrarse en Thomas Mann y en el hálito faustiano que Goethe nos legó en la más singular y reconocida entre sus piezas dramáticas.
Ha de advertirse que El ritual de las cabezas perpetuas no es un pastiche ni una relectura de las dos obras mencionadas anteriormente. Todo lo contrario. Evelio Traba posee esa singularidad narrativa que quizás pocos autores jóvenes pueden exhibir con tanto oficio; una singularidad que hace de este libro, más que una lectura agradable, una necesaria.
El ritual es un ciclo donde lo inmortal y lo perpetuo se convierten, más que en deseos humanos, en obsesiones. En estas obsesiones se encuentran todas las ansias que han puesto en movimiento los motores trascendentes de nuestro pensamiento y nuestra ética.
¿Es la muerte nuestro único camino?, ¿existen otras veredas que nos alejen de la aniquilación?, se pregunta Evelio Traba y en las respuestas a estas incógnitas es que se alza un texto que bebe de la tradición fantástica y la imbrica coherentemente con el discurso histórico. Es una novela, sin dudas, escrita desde la técnica, desde el conocimiento intrínseco de un momento en el mapa del mundo; es un texto cimentado en personajes sólidos, llenos de contradicciones, consumaciones, dudas y contaminación, si bien termina por primar en ellos un criterio que los separa en dos franjas desiguales: luz y sombra, bien y mal que, en resumen, pueden verse como dos caras de una misma moneda literaria.
En materia escritural, este es un texto que no supera a La Concordia, aquella inolvidable novela que demostró el oficio y el rigor de Evelio Traba. Quizás se trate de una pura impresión subjetiva: la de la lectora que no ha logrado desprenderse del buen sabor de la obra cerrada. El ritual de las cabezas perpetuas, sin aspirar a los vuelos de la novela que le antecede, ofrece sin embargo otra mirada, otro ángulo de la realidad, un fragmento más del talento de un autor que apuesta por la renovación de sus lenguajes y sus maneras de hacer.
Un ritual no es posible sin la existencia de aquel que conduce el espectáculo de los comulgantes. Evelio Traba ha demostrado ser más que capaz de llevar el báculo y el signo de la escritura en sus manos. Esto, más que baza de triunfo, merece elogio y respeto. El ritual de las cabezas perpetuas no es uno de los tantos libros que acunan y cimientan un limbo creativo donde todo está bien y mal en una misma proporción, ya que hay demasiado de igual o parecido entre las creaciones de autores diferentes. Este es un texto que apuesta por lo individual y lo diverso, por la identidad propia y no por la copia o la clonación de fáciles patrones de éxito.