Raúl Flores


En Matanzas, con Amy Adams y Náthaly Hernández

La última vez que nos vimos, Náthaly Hernández Chávez me recomendó leer a Ted Chiang. También me regaló un libro de poesía titulado La hora violeta (Ediciones Aldabón, 2021). Náthaly, además de poesía, escribe ciencia ficción. Ted Chiang también lo hace (ciencia-ficción, no poesía). Le dije que no había leído a Chiang. Cuando más, vi la versión fílmica de una de sus obras. Una película rara llamada Arrival en la que Amy Adams intentaba descifrar el enigmático lenguaje de una especie alienígena que llega a visitar la Tierra, sabe Dios con qué finalidad. En la película, Amy jugaba a ser Dios y, para cuando llegaba a descifrar la lengua alienígena, la película se terminaba. THE END, ponían los créditos.

El personaje interpretado por Amy Adams, hermosa ella como poema, como sueño de noche de verano, ha sido creado por la pluma de ese escritor de ciencia ficción que Hernández Chávez recomienda (¿y si al final resultara que, de una u otra forma, todos hemos sido creados por la pluma de alguien más, una entidad mayor, una entidad sin poesis o pathos?. ¿Seríamos ficción y poesía a iguales partes entonces?). 

Aunque también escribe ciencia ficción, su hora violeta, de reciente aparición, no es ciencia ficción ni de lejos. Es verbo poético de principio a fin. Es, también, un libro que nos recuerda, en medio de toda esta era nacional de experimentación a veces huera y vana, que la poesía puede (y debe) celebrar la belleza solo por el hecho de existir, añadiendo valor estético a esta vida que nos ha tocado vivir tan llena de colas para el transporte público, para el picadillo, para el pollo cuando viene a la carnicería. 

No se malentiendan estas palabras: dependiendo de la forma de ver, es bella desde la cresta de una ola a punto de devastar ciudades hasta el eco despertado por el llamado de apareamiento de un manatí. Como decía Morpheus en The Matrix: it´s all in your head.

En estos poemas no hay olas con punta-tsunami. No hay llamado de manatí. En cambio, están Whitman, Faulkner, Pound, Khayyam, Baudelaire, Wilde, Pessoa. Están la Loynaz y Escobar (Ãngel, no Pablo). Todo un catálogo de seres que, de una u otra forma, (se) han hecho poesía y se materializan (se hacen verbo) en la primera sección de La hora violeta (aptamente titulada Sagrados animales).

Hay verdades que mienten, las hay: mentiras que reencarnan una y otra vez. Cuando la poeta escribe Ni siquiera sé si volveré a ser la misma, / durante el día puede cambiar el mundo / o puedo cambiar yo parece estar planteando lo evidente, la perogrullada, más, al penetrar más hondo (asomarse al abismo, atisbar en el barranco; no se ve bien con los ojos… etc, decía Saint Exúpery a través de uno de sus personajes más queridos) se logra percibir la belleza de ese Primer minuto en ese mundo que no deja de girar pero que, con una simple prestidigitación de palabras, podría dejar de hacerlo en cualquier momento. Es una reformulación de las teorías sobre el río de Heráclito que el mismo filósofo griego aplaudiría si aún estuviera presente entre nosotros. 

Si algo es eterno en esta vida es el cambio, como dicen por ahí. 

Si hay algo eterno en esta vida es la poesía, digo yo.

Cuando Náthaly escribe Después de todo / tú solo eres para los otros / un objeto que lee parece, a los ojos del lector, objetivarse. Tornarse carne el verbo, soma el logos, sólida materia que no se desvanecerá en el aire. Convertirse en una mujer-estatua que puede moler a golpes a Ezra Pound (No he venido a rendirte adoración / vine a golpearte como en un ring de boxeo / a pulverizar tus huesos) o que intentará dejar de ser damisela evanescente que desgrana versos a la orilla del mar, porque los tiempos son otros y ya no se está a favor de los pequeños.

La palabra se hace rizoma, evita comprometerse con otras patrias políticas que vayan más allá de la lírica altamente personal de la autora. La palabra se hace líquida, parece derivar ante los ojos del lector. Tira todos los libros a la mar / luego nada tras ellos / y mira a ver adónde te llevan dice Náthaly y uno no puede dejar de recordar que Matanzas es mar. Maldición virgiliana de agua por los cuatro costados, ya sea por la bahía que rodea a la ciudad o por los ríos que fluyen a lo largo y ancho del centro urbano. Matanzas está compuesta, al igual que el cuerpo humano, por un alto porcentaje de agua. Es humanidad, es poesía (también tiene un alto porcentaje de poetas residiendo en el territorio) y Náthaly Hernández Chávez no escapa a esto, al menos en las páginas de La hora violeta (Mi patria es el sol / esta ciudad donde habito / no me pertenece).

Como los hermosos alienígenas de la película ya mencionada, su lírica se hace a ratos difícil de interpretar, más no por eso es menos diáfana. Curiosa paradoja esta que no exime al libro de tener un peso que gravita hacia el borde, hacia los límites de la palabra escrita, del verso visto como concepto métrico y la metáfora de alto vuelo. Al igual que el personaje encarnado por Amy Adams, Náthaly intenta descifrar los códigos de esa lírica, hacerla más (o menos) transparente, legibilizar el poema en el cual se traslucen sus sentimientos, su versión del mundo, su patria poética personal (No me quedarán buenos / la foto y el poema / pero es lo que hay).

Queda por el lector dilucidar si tuvo éxito el intento. Por lo pronto este libro queda como una acertada apuesta por la brevedad, por la poda de la experimentación formal excesiva. Queda como un excelente primer libro en la cartografía aún por explorar del universo de la joven autora. Si al cerrarlo el misterio sobrevive y los códigos se visibilizan, eso está ya en manos (en la mente) del lector. 

Para cuando terminamos la lectura, la vida sigue y asuntos más urgentes llaman nuestra atención: hay que fajarse con el transporte urbano, hay que pedir el último en la cola del pollo. ¿Habrá poesía en esas situaciones tan cotidianas? Tal vez ella pueda aclararnos eso en alguna futura entrega porque por hoy, ya La hora violeta (THE END, ponen en los créditos finales) se ha cerrado.