pelÃculas
Con ojos de cinéfilo #10
Los textos que aparecen a continuación –fragmentarios, arbóreos, convergentes– no pretenden, quizá salvo algunas excepciones, acercarse a un filme en todos o la mayorÃa de sus elementos, cuestionarlo ensayÃsticamente, criticarlo; parten más bien de cuestiones especÃficas, escenas, momentos a “atraparâ€, guiños desde la posmodernidad y desde la mirada del homo ludens. Más que otra cosa, estos textos son las recomendaciones de un cinéfilo empedernido, que cuando le preguntaron si preferÃa el cine o la sardina, eligió sin dudas al primero. PelÃculas para finalizar un año y empezar otro, para seguir soñando con ojos de cinéfilo.
La reina tiene su favorita
Premiada en los más disÃmiles festivales cinematográficos, La favorita (Yorgos Lanthimos, Reino Unido, 2018) sustenta su éxito en tres cuestiones fundamentales: una triada de talentosas actrices, un guion construido desde el detalle, y el preciosismo manierista en su conjunto.
Lanthimos (Kinetta, Canino, Alps, Langosta y El sacrificio de un ciervo sagrado) se adentró en un territorio —las intrigas palaciegas, la corte y sus escaramuzas, el poder, esa palabra sobrevolando la historia, en toda la extensión del término— que no por explor(t)ado deja de ser atractivo.
Lanthimos lo sabe: los pasadizos de palacio aún esconden muchas patrañas. Y aunque el propio director griego ha declarado que no le interesa la precisión histórica del filme, sino el desarrollo de los personajes, como pocas veces se ha visto en su cine, donde estos suelen alejarse en busca de una cierta impersonalidad atractiva, pero rasante con lo irreal, los hechos en los que se basa La favorita son verÃdicos, y ahà uno de los puntos a favor de un guion en el que por primera vez no participa el propio director, creación de Deborah Davis y Tony McNamara: a inicios del siglo XVIII, la última Estuardo, Anne, en la piel de una magnÃfica Olivia Colman, delante de la que cualquiera se quita el sombrero una y mil veces, reinaba en Inglaterra junto a lady Sarah Marlborough (una inigualable Rachel Weisz, que ya vimos en Langosta, junto a Colin Farrell). Siendo una reina débil y enfermiza, Anne dejaba en manos de su entonces favorita todos los asuntos de Estado, por lo que lady Sarah actuaba en temas polÃticos, incluidos las varias tensiones en la corte inglesa, bélicos y económicos.
Hasta ahà la parte histórica, los cimientos de alguna manera reales en los que se basó el guion, si no fuera por el tercer personaje femenino de la triada: una nueva sirvienta, Abigail (Emma Stone), que con las mañas de su encanto, tÃpico ejercicio palaciego, seduce a Sarah, y trata de escalar la estructura social para regresar a sus raÃces aristocráticas perdidas. Y lo hace mediante un acercamiento paulatino a la Reina, mientras Sarah dedica su tiempo a la polÃtica real.
Aquà todo se lo lleva el ganador, o sea, la ganadora, en este caso tres: una Olivia Colman —la vimos también en Langosta, aunque no en un papel con tanto peso— que se supera en cada minuto: irascible, patética, palabra que se deriva del griego pathethikós: “sufrir, experimentar un sentimientoâ€, pero capaz de destilar un humanismo desconcertante; una Rachel Weisz, con su atractiva androginia, que sale airosa de ese rol de tanto peso polÃtico como sexual, pues en la corte, lo sabemos, la alcoba era tan importante como la polÃtica; y una Emma Stone aparentemente lánguida, pero cuidado, que su mirada oculta más de una verdad.
La favorita es una tragicomedia con visos de humor negro, una farsa delirante que se torna un drama de época bastante fidedigno, gracias a la dirección de arte. El trasfondo de todo esto, de la relación entre la reina Anne, Sarah y Abigail, es el poder y sus maquinaciones: el ascenso, la caÃda y la decadencia de casi todo el mundo, la ambición que mueve un triángulo amoroso en clave femenina —como pocas veces se ha visto en el cine de un Lanthimos más frÃo y calculador, más sádico—, que se explica a través del ejercicio del poder.
Las protagonistas —la triada que levanta el filme a otros planos— se mueven en las trampas de sus propias estrategias de seducción, dominación y sumisión. El poder, parece decirnos Lanthimos, es la forma más descarnada del amor. En esta pelea por el favor de una reina indecisa, tan peligrosa como lo puede ser una mujer hambrienta de afecto, todo verdugo se convierte en vÃctima, y viceversa. En la pugna por la ascensión social de Abigail y por el control de la escena polÃtica que Lady Marlborough realiza desde palacio, hay algo más que codicia y ambición: hay, nos dice, algo enfermizo llamado amor, que, por primera vez en el cine de Lanthimos, sustituye el rigor brechtiano y la misantropÃa cósmica, por algo parecido a la empatÃa.
Aunque la ubicua cámara de Robbie Ryan se mueve mayormente entre un gran angular y un ojo de pez, con movimientos semicirculares haciendo de contraplano para mostrarnos a los personajes y toda la ornamentación que les acompaña, planos simétricos, slow motion y suntuosos travellings propios de un cine dotado de mayor presupuesto y con reminiscencias a Stanley Kubrick, pero que llegan a ser algo desconcertantes por momentos, el filme posee un toque de actualidad, un cierto anacronismo velado que aporta un grado de perplejidad, incluso de sorpresa. Además sus protagonistas, poseedores de fidelidad histórica, poseen un cariz de modernidad, un desparpajo que torna más atractiva esta trama irreverente, propia del griego Lanthimos y sus conflictos sorprendentes, insólitos, provocativos y hasta, podrÃamos decir, inverosÃmiles, pero con un toque de humor absurdo y satÃrico; sobre todo en la surreal Colmillos y la distópica Langosta, y en menor medida en la magnÃfica cinta que es El sacrificio de un ciervo sagrado. Donde muchos ven influencias del Kubrick de Barry Lyndon, encontramos también el tratamiento de la maldad y la perversión con un sadismo ácido, propios del cine de Michael Haneke.
PelÃcula con un barroquismo visual —y escenográfico— sorprendente, audaz e irreverente, como el propio cine de Lanthimos, pero, a diferencia de sus antecesoras, con cierta fibra humana que estas carecÃan, en busca de un extrañamiento exprofeso, La favorita —que también posee su parte de todo esto, pues, ante todo, alza el estandarte Lanthimos, con varias de las obsesiones reconocibles en el cine del director griego: los rituales de control y dominación de Canino, la complicación de la asimilación de la muerte de Alps, la imposibilidad y puerilidad del amor puro de Langosta, la tragedia griega de El sacrificio… o la relación del individuo con la sociedad presente en todas ellas— bien merece los tantos lauros.
La reina tiene su favorita, aunque cambie en dependencia de sus caprichos e inestabilidades. Yorgos Lanthimos también. Yo tiraré los dados al azar, pero casi apostarÃa que cada vez que estos caigan sobre el suelo, veré el rostro maquillado de Olivia Colman.
Los múltiples rostros de Meryl Streep
Desde su aparición en Julia, filme de 1977 de Fred Zinnemann, con un pequeño papel, si algo es seguro en su carrera de más de 40 años es que Meryl Streep no ha dejado impávido a nadie.
Hay muchas otras cosas seguras, sin dudas, por algo Meryl ha sido considerada por la crÃtica cinematográfica, en encuestas realizadas por importantes revistas, como “la mejor actriz del mundoâ€. Incluso más de una vez la han llamado “una de las mejores actrices de todos los tiemposâ€. Muchos nos hemos quedado embelesados por el histrionismo de esta mujer nacida en Summit, Nueva Jersey, en 1949 (por lo que el pasado 2019 Meryl cumplió 70 años).
Graduada en arte dramático en la Universidad de Yale en 1975 y tras trabajar en producciones teatrales en Nueva York y Nueva Jersey, como Enrique V, La fierecilla domada, Measure for Measure, Happy End, y ganar un premio Obie por su participación en Alice at the Palace, Meryl Streep empezó a audicionar sin mucho éxito para obtener algún papel en el cine. De esos momentos es conocida la anécdota con el famoso productor italiano Dino De Laurentiis, quien le preguntó a su director de casting por qué le habÃa traÃdo a “eso†tan feo en una audición para el rol protagonista de King Kong en 1976 (papel que conseguirÃa, finalmente, Jessica Lange). Meryl le contestó en perfecto italiano: “Siento mucho no ser lo suficientemente guapa que requiere el papel, pero eso es lo que hayâ€. Su verdadero salto a la fama serÃa en 1978, cuando protagonizó la serie de televisión Holocaust, interpretando a la sufridora mujer de un artista judÃo en la Alemania nazi —por la que ganó un Premio Emmy—, y participara como la novia de Robert De Niro en la pelÃcula The Deer Hunter, que supondrá su primera nominación al Oscar y el comienzo de la formación de una de las más grandes leyendas del cine. Desde entonces no ha dejado de iluminarnos.
A partir de ese momento, Meryl Streep no ha parado de darnos interpretaciones en el cine igual de extraordinarias como diferentes: Kramer vs Kramer (1979), que le dio su primer Oscar; Manhattan, de Woody Allen, ese mismo año; The French Lieutenant’s Woman (1981), del inglés Karel Reisz, y otros más recientes como Rendition (2007), Dark Matter (2007), Evening (2008), Lions for Lambs (2008), The Manchurian Candidate (2004), Lemony Snicket’s a Series of Unfortunate Events (2005), A.I. Artificial Inteligence (2001) y The Homesman (2014). Y como vemos, se atreve con cualquier género: biopics, dramas históricos, bélicos, románticos, comedias, musicales, melodramas, ciencia ficción, fantasÃa, thrillers…
Fue en 1982 cuando alcanzó la madurez interpretativa con Sophie’s Choice, de Alan J. Pakula, papel que le otorgó su segundo Oscar, esta vez a la Mejor Actriz. Su rol como Sophie Zawitowski, una mujer polaca superviviente al Holocausto con un turbulento y trágico pasado y un triángulo amoroso entre un joven escritor y un intelectual judÃo, es, para muchos, el mejor papel de su filmografÃa; una Meryl Streep única, inmejorable e irrepetible. No en vano es considerada la tercera mejor interpretación de la historia, según el American Film Institute, por detrás del Lawrence de Arabia de Peter O’Toole y el Terry Malloy de Marlon Brando en On the Waterfront; o sea, la mejor interpretación femenina de la historia.
A pesar de que en 1985 volvió a sufrir otro “pequeño episodio sexistaâ€, cuando Sydney Pollack dudó en contratarla para el papel de Karen Blixen en Out of Africa por no considerarla suficientemente sexy, el filme fue un triunfo y es, hasta la fecha, uno de sus éxitos.
En cambio, los comienzos de los 90 no fueron una época fácil para la Streep. Su aparición en el género de la comedia con pelÃculas como Postcards From the Edge (1990), Heartburn (1987), Defending Your Life (1991) y She-Devil (1989) fueron interpretados como un intento de reponerse tras varios dramas fallidos. Entonces Meryl no solo cambió sus prioridades al cumplir los 40, sino que empezó a poner en evidencia las polÃticas sexistas de la industria, denunciando la ausencia de roles femeninos y la falta de paridad en los salarios: “Cuando una actriz alcanza los 40, ya nadie se interesa más por ellaâ€. De hecho, según la propia Streep, la satÃrica Death Becomes Her (1992) es un clarÃsimo ejemplo de los que llamó “los muertos vivientes de Beverly Hillsâ€, donde interpreta a Madeleine Ashton, una superficial diva de Hollywood que, atrapada por la competición tóxica entre mujeres en la industria, acoge el secreto de la eterna juventud con terribles consecuencias. “Era como filmar un documental sobre la fijación con la edad en Los Ãngelesâ€, aseguró entonces la enigmática actriz.
Otro claro éxito serÃa The Bridges of Madison County, un punto de inflexión en su carrera. La cinta del clásico Clint Eastwood de 1995, que relata el romance que se produce entre un fotógrafo del National Geographic y una ama de casa aburrida de su rutina en la campiña en el centro de Estados Unidos, supuso el relanzamiento de Meryl tras varias duras crÃticas recibidas. La interpretación de una abrumadora y apasionante Francesca Johnson la volvió a colocar en el punto de mira de cineastas y de los espectadores, demostrando ser la primera actriz de mediana edad en ser tomada en serio en Hollywood como heroÃna de un filme romántico.
Siguiendo esta estela, vendrÃan papeles como el de Miranda Prestly en The Devil Wears Prada, la poderosa editora de una revista de moda rodeada de glamour y fortuna; pasando por Donna Sheridan y Jane Adler, en Mamma Mia e It‘s Complicated, respectivamente, dos mujeres que superan la mediana edad y que, sin embargo, poseen varios pretendientes; hasta llegar a su magnÃfica Julia Child en Julie & Julia, una mujer con un gran espÃritu libre y pasional.
Ferviente defensora de la importancia de la formación para aquellos que quieran tomar la interpretación como vÃa profesional, Streep tiene su propia filosofÃa sobre el significado de la interpretación y su naturaleza. Para ella, lo más importante ante todo es la curiosidad. Todo actor, según comenta, deberÃa aprender sobre la condición humana y sobre el mundo que nos rodea. Constantemente conecta su arte —asà es como ella se refiere a la interpretación, como un arte— con la vida, enfatizando en su importancia como componente necesario de las cualidades humanas. Meryl no se muestra partidaria de las fórmulas interpretativas provenientes del Actors Studio, las que encuentra excesivas, al llegar a decir que significa “tener que hurgar en tu vida personal de una manera compulsiva y desagradable para uno mismoâ€, pues “actuar no significa pretender ser alguien diferente. Significa encontrar las similitudes en lo que aparente es diferente y, luego, encontrarte a ti mismo allÃâ€.
Considerada “la reina de los acentos†—el danés en Out of Africa; el italiano en The Bridges of Madison County; el tÃpico de Minnesota en Prairie Home Companion; el irlandés en Ironweed; el polaco en Sophie’s Choice; el del Bronx en Doubt; un hÃbrido entre australiano y neozelandés en A Cry in the Dark, entre otros tantos acentos del inglés—, Meryl Streep acumula el mayor número de nominaciones a Premios de la Academia y Globos de Oro de la historia: más de 20 a los Oscar y 30 en los Globos, de los que ha ganado tres y ocho, respectivamente. Siempre con una actitud modesta hacia su propio trabajo y sus logros, Streep comenta que no sigue ningún método concreto a la hora de interpretar. Siendo una actriz mayoritariamente “externaâ€, donde exterioriza a sus personajes antes de comprender su psique, el aspecto camaleónico de Meryl nos ha sorprendido con transformaciones fÃsicas impresionantes, como sus retratos de Margaret Tatcher y Julia Child en los biopics The Iron Lady y Julie & Julia;  al convertirse en un rabino en la serie de televisión Angels in America; siendo una bruja perseguida por una maldición en el musical Into the Woods, o una madre superiora conservadora en Doubt; transformándose en auténticas divas en Death Becomes Her y The Devil Wears Prada; y, por supuesto, su paso vestida de cuero y llena de tatuajes en Ricki & the Flash. A todo ello, no hay que olvidar tantas transformaciones emocionales que también nos ha dejado en filmes como The Hours, August: Osage County, Adaptation y Silkwood.
Ahora que repaso la trayectoria de Meryl, a quien vimos recientemente en Mujercitas, de Greta Gerwig, recuerdo las palabras de otro ferviente admirador, Rufo Caballero, cuando, a propósito de Mamma Mia escribió: “Con Meryl Streep sucede que si usted quiere brillar, múdese urgente para otro planeta, porque este ya está copado. El único gran valor de la comedia reside en la comprobación, again, acerca de por qué la Streep está considerada la mejor actriz del mundo hoy dÃa, aunque competencia no es lo que falta. En esta pelÃcula, Meryl Streep salta, literalmente, y casi más que Annette Delgado o que Rómel Frómeta, baila, canta (no demasiado mal, para nada), actúa en todos los registros que imaginarse uno pueda: de la comicidad más carnavalesca a la interiorización dramática más emocionada. Nadie trabaja la emoción como ella, nadie la domina como ella. Hay que verla en el acantilado, entonando El ganador se lo lleva todo. Hay que verla, hay que oÃrla, hay que disfrutarla. Eso es actuar y lo demás son aproximaciones, genteâ€. Y es cierto, Rufo, ahà en Mamma Mia, y en buena parte de sus otros filmes, ella, Meryl Streep, la ganadora, se lo lleva todo.
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Casi todo el giallo del maestro italiano Dario Argento, rastreando sus obsesiones, sus clichés psicoanalÃticos, sus portentosas “coreografÃas†visuales, su violencia explÃcita que toca y se expande en lo morboso, pero al mismo tiempo resulta irreal y estetizada, desde Rojo oscuro (1975) pasando por el clásico que es Suspiria (1977) hasta La terza madre (2007). La belleza casi virgen, sonora, apabullante, de El piano, escrita y dirigida en 1993 por la neozelandesa Jane Campion, y ganadora de la Palma de Oro, ex aequo, en Cannes, con Holly Hunter, Harvey Keitel, Sam Neill y Anna Paquin, y banda sonora de Michael Nyman. Diablo (1972), una de las primeras pelÃculas del polaco Andrzej Zulawski, uno de los cineastas que más admiro, autor de clásicos como Possession y Lo importante es amar. Volver al neo-noir, que es revisitar el cine negro de los años 40 y 50 en cuanto a temas y elementos visuales, con Chinatown (1974) de otro polaco, pero nacionalizado francés, Roman Polanski, y Jack Nicholson, Faye Dunaway y el gran John Huston, director de El halcón maltés (1941), la obra que inaugura el cine negro. Alejandro González Iñárritu y Biutiful (2010). PelÃculas para finalizar un año y empezar otro, para seguir con ojos de cinéfilo.
Con ojos de cinéfilo #9
Kinski, Herzog y varios clásicos frutos de una Ãntima enemistad
Klaus Kinski (1926-1991) fue un actor extraordinario y uno de los más polémicos de la historia del cine. Irascible, temperamental y neurótico, bebió del teatro de la crueldad, del abstracto y el experimental, prohibidos durante el nazismo, y aprendió los conceptos de la teorÃa de la representación que utilizarÃa en una carrera que inició a fines de la Segunda Guerra Mundial, interpretando monólogos de William Shakespeare y del francés François Villon.
Abandonó el teatro, que luego retomarÃa, y comenzó en el cine en 1948, al mismo tiempo que dejaba una estela de enemigos luego de cada filmación. Quizá el más famoso de estos “contrincantes†fue Werner Herzog, fundador del denominado Nuevo cine alemán junto a Rainer Werner Fassbinder, Wim Wenders y Volker Schlöndorf. Herzog le dedicó a Kinski el documental Mi enemigo Ãntimo (1999), que explora la tempestuosa y fructÃfera relación entre ambos. PodrÃamos decir que es difÃcil hablar de Herzog sin Kinski y viceversa, pues juntos rodaron las que quizá sean las pelÃculas más emblemáticas de sus amplias carreras: Aguirre, la cólera de Dios, Woyzeck, Nosferatu, fantasma de la noche, Fitzcarraldo y Cobra verde.
Cada una de ellas –acabo de repasar Aguirre y Nosferatu– es un derroche de virtuosismo interpretativo por parte de Kinski y se encuentra entre lo mejor del cine alemán y mundial. Herzog prefiere los antihéroes y Kinski lo era; sus personajes son de singular temperamento frente a un mundo hostil, al borde de la supervivencia. Ellos se rebelan ante lo absurdo de la vida y su lucha contra esta situación les lleva a la locura, a la anulación total o la propia muerte. Kinski era –como vemos– una especie de personaje-actor perenne.
En Aguirre, la cólera de Dios interpreta a Lope de Aguirre, un soldado español que se rebeló contra el rey Felipe II, adentrándose en la selva amazónica en busca de El Dorado, y que acaba, obstinado con la fama y las riquezas, enloqueciendo y llevando a la muerte a sus subordinados. Y en Nosferatu, fantasma de la noche, Herzog realiza una revisión más que de la archiconocida novela de Bram Stoker, de la clásica pelÃcula de F. W. Murnau, Nosferatu una sinfonÃa del terror (1922). Allà Kinski se apropia sorprendentemente del sombrÃo Nosferatu, el “no muerto†(Drácula) que estampa sus colmillos mortales en el cuello seductor de una Isabelle Adjani joven, bellÃsima y “sublimeâ€, mientras recorre su cuerpo, en una de las escenas sobre la muerte y la posesión más atractivas y sensuales del cine: Nosferatu sabe que peligra y aun asà se deja “atrapar†por la belleza de la Adjani, belleza que posee y que, al mismo tiempo, lo “posee†a él en una suerte de aniquilación mutua.
RashÅmon, a 70 años del clásico de Akira Kurosawa
Antes de RashÅmon, Akira Kurosawa (1910-1998) habÃa realizado otros diez filmes, pero fue esta pelÃcula con visos de policiaco, la que dio a conocer internacionalmente a este gran maestro del cine, luego de obtener el León de Oro en el Festival de Cine de Venecia en 1951.
Era la primera vez que en Venecia, en la Sección oficial, competÃa una pelÃcula no europea ni estadounidense. El filme consagró a su autor de forma casi automática, y más allá del León de Oro, hizo que la cinematografÃa japonesa se pusiera de forma directa en el foco de atención de los ojos cinéfilos del mundo entero, y que el filme, que este 2020 celebra 70 años de su estreno, se convirtiera en todo un hito del cine. Kurosawa, por entonces con 40 años, pasó a ser uno de los emblemas del cine japonés clásico, junto a Kenji Mizoguchi, Yasujiro Ozu y Mikio Naruse. Además, gracias al reconocimiento del director nipón, el canon crÃtico se vio obligado a desperezarse y ampliar sus miras a cinematografÃas ajenas a la estadounidense, francesa o italiana, lo que llevó a incluir dentro de las jerarquÃas indiscutibles del séptimo arte otras miradas, hasta el momento desconocidas por Occidente.
Y es que RashÅmon abordó, al mismo tiempo, el cine histórico como representación del presente, la expresión del patetismo descarnado de la humanidad tras la Segunda Guerra Mundial, y la verdad como presupuesto relativo y voluble a los designios de cada individuo. Asombrado, después de verla en Venecia, a Joseph-Marie Lo Duca, cofundador y crÃtico de Cahiers du Cinéma, RashÅmon le pareció una revelación: “Occidente ni siquiera imaginó que podrÃa sorprenderse con una perfección tan técnica, un coraje deslumbrante en la búsqueda de los medios, un impulso de la historia tan confusoâ€, escribió ante una obra que requerÃa otro esfuerzo respecto a una mirada completamente ajena a la producción occidental normativa, y para la que la información disponible era mÃnima, entonces casi inexistente.
La hipnótica obra de Kurosawa –inspirada en dos cuentos de RyÅ«nosuke Akutagawa escritos a inicios de siglo: RashÅmon (1915) y En el bosque (1922), publicados en Cuba hace unos años por la editorial Arte y Literatura, y el último de ellos, incluido también en la antologÃa Los policiacos involuntarios, que la misma editorial publicó en 2018–, con guión de Shinobu Hashimoto (Los siete samuráis, Vivir) y el propio Kurosawa, da voz a cuatro personajes distintos, en el siglo XII, que narran como supuestos testigos del asesinato de un samurái.
Desde esa premisa, la pelÃcula desarrollaba la versión de cada uno de los implicados, incluyendo la del propio muerto, para realizar un portentoso trabajo sobre el punto de vista. Por otra parte, el particular uso del flashback es fundamental y casi fundacional de RashÅmon al exteriorizar la misma premisa relativista de su propia historia, pues los flashbacks son, al mismo tiempo, reales y falsos, contradictorios entre sÃ, ambiguos. Bordeando la lÃnea entre la verdad y la mentira, su conflicto avanza con la resolución como meta ansiada pero nunca alcanzada; y es en su desenlace cuando la pelÃcula se configura como una terrible imagen de la Segunda Guerra Mundial, en la que no hay verdad, solo vÃctimas.
La historia es conocida, se ha escrito mucho sobre el filme, incluso se adaptó al western en 1964 bajo el nombre de The Outrage, con Paul Newman, Claire Bloom y Edward G. Robinson: En un templo en ruinas llamado RashÅmon tres personajes se cobijan de una tormenta: un monje, un leñador y un peregrino comentan los acontecimientos surgidos tras la violación de una mujer y el asesinato de un hombre en un bosque; a estos tres testimonios hay que añadir el espÃritu del samurái asesinado. Todas las declaraciones coinciden en dos hechos básicos: la mujer del samurái no despreció al violador después de su acto, y el samurái murió atravesado por una espada o puñal. Además, los tres implicados se atribuyen la autorÃa de la muerte (incluido el propio muerto), pero lo relatan de forma que la culpa no recae del todo sobre ellos. Lo único cierto es que ninguna versión coincide, y no se sabe cuál es en realidad la verdad. Sin embargo, los hechos tienen que ser únicos y similares, pero los relatos, aun partiendo de esa misma realidad, resultan incompatibles e incongruentes. Estos llegan a través del testimonio del monje budista que asistió a las confesiones de los protagonistas en la instrucción policial y el leñador, que asistió a la sesión y, además, fue testigo presencial de los hechos, según versión que solo sabemos al final.
El guión usa tres presentes, cuyo intercalado da profundidad y relieve a la historia: el presente narrativo bajo la puerta, el de la instrucción del caso (realizada poco antes) y el de los hechos (tres dÃas antes). La lluvia se emplea para diferenciar el presente narrativo del pasado. La atmósfera que envuelve el relato es sombrÃa, desolada y opresiva, como la que imperaba en Kyoto en la época de las sangrientas guerras civiles que llevaron la destrucción a la urbe y la muerte a sus habitantes. La obra funciona como una exploración del ser humano, su egoÃsmo y vanidad, sus capacidades y limitaciones, sus relaciones con la verdad.
El guion, uno de los grandes logros del filme, en forma casi de palimpsesto, nos obsequia frases como estas del gran filósofo Kurosawa: “AquÃ, en la puerta de RashÅmon, vivÃa un demonio y dicen que se fue porque tenÃa miedo a los hombresâ€. Aunque para muchos es una obra que vino a anteceder verdaderas joyas en la carrera del nipón (Vivir, Los siete samuráis, Trono de sangre, La fortaleza escondida, Yojimbo, Barbarroja, La sombra del guerrero) y que nos muestra al gran Toshiro Mifune aún joven y sin el esplendor interpretativo de otros filmes por los que serÃa mundialmente reconocido, no hay dudas que, con un montaje, dirección y fotografÃa exquisitamente compuestos, RashÅmon es un clásico, no solo en la amplia obra de Akira Kurosawa, que se posiciona en este filme como un narrador visual inigualable, sino en la historia de toda la cinematografÃa japonesa y mundial.
No es, por tanto, descabellado señalar el triunfo de RashÅmon durante aquel Festival de Venecia –rodada en exteriores y en plató (Puerta de RashÅmon) con un presupuesto modestÃsimo, obtendrÃa también un Oscar honorÃfico (Mejor pelÃcula extranjera) y otros premios– también como el detonante de una proyección internacional del cine de otras latitudes. Una victoria, la de la pelÃcula de Kurosawa, sin la que no se puede entender el éxito y la atracción que causan fenómenos como Parásitos, flamante Palma de Oro de Bong Jon-hoo en el pasado Festival de Cannes, o la fascinación por la filmografÃa de Wong Kar-wai, Apichatpong Weerasethakul, Kim Ki-duk, Chan-wook Park, Hou Hsiao-hsien, sin olvidar los filmes de compatriotas suyos como Naomi Kawase o Hirozaku Koreeda, ambos con reconocimiento crÃtico en la actualidad. RashÅmon fue, quizá, la primera piedra de un cine más allá de Europa y Estados Unidos; un monumento de obligada y necesaria visita para todos.
De lo mejor estrenado en 2020 y que, si no has visto aun, debes tener en lista para este año:
Agosto (Armando Capó, Cuba).
Bacurau (Kleber Mendonca Filho y Juliano Dornelles, Brasil).
Blanco en blanco (Théo Court, Chile).
Bliss (Joe Begos, Estados Unidos).
Corpus Christi (Jan Komasa, Polonia).
Da 5 Bloods: Hermanos de sangre (Spike Lee, Estados Unidos).
El lago del ganso salvaje (Diao Yinan, China).
El padre (Florian Zeller, Francia).
Estoy pensando en dejarlo (Charlie Kaufman, Estados Unidos).
Mank (David Fincher, Estados Unidos).
Nunca, casi nunca, a veces, siempre (Eliza Hittman, Estados Unidos).
She dies tomorrow (Amy Seimetz, Estados Unidos).
Sobre lo infinito (Roy Anderson, Suecia).
Verano del 85 (Francois Ozon, Francia).
Zombi Child (Bertrand Bonello, Francia).
Con ojos de cinéfilo #7
El pájaro pintado
Filmes como El pájaro pintado (Vaclav Marhoul, 2019) no dejan impávido a nadie. Para bien o para mal, no importa: lo que vale es el pájaro está allÃ, en el aire, a punto de caer al suelo (vieja costumbre en aldeas europeas: pintar de blanco las alas de un pájaro al que su bandada terminará picoteando hasta causarle la muerte, al confundirlo con un intruso por su nuevo color). Luego de su estreno en la Mostra de Venecia, más de un crÃtico la alabó, no sin añadir que era preferible no volver a verla (y pensemos que los crÃticos de Venecia son gente bien seria). Algunos que otros espectadores se desmayaron o se fueron del cine a media proyección. ¿La causa? El realismo crudÃsimo de las imágenes y el tortuoso aquelarre de perversión y sadismo que se nos desgrana delante en las casi tres horas del filme, mientras somos partÃcipes de una inmersión a las oscuras profundidades del alma humana.
Todo esto exacerbado porque el personaje principal es apenas un niño judÃo que, en los años de la Segunda Guerra Mundial, deambula de aldea campesina en villorrio, en una Polonia casi feudal, supersticiosa y oscura, a merced de campesinos ignorantes que ven en él una personificación del mal, una forma del demonio (recordemos que entre los estigmas que cargaban los judÃos estaba el de haber vendido a Cristo y posibilitado su ejecución en la cruz). Pese a que todo indique lo contrario, Marhoul, su director, insiste en que esta es “una historia de amor y humanidadâ€, basada en la novela homónima (1965) del polaco Jerzy Kosinski, quien tejió un mito alrededor de la veracidad de los crueles relatos al hacer creer por mucho tiempo que se basaban en sus propias experiencias en los años del conflicto.
Filmada en blanco y negro y en 35 milÃmetros, con dirección de fotografÃa de Vladimir Smutny, El pájaro pintado apenas da un respiro al espectador expuesto a este vÃa crucis de dolor, miedo y humillación fÃsica y moral que vive el pequeño después que la anciana tÃa, a cuyo cuidado habÃa quedado, fallece de repente, se incendia la casa y queda a la merced de los demás, con todo lo que ello implica en una Polonia rural, católica y con muchÃsimos miedos. Golpes, vejaciones, trabajo forzado, hambre, abusos sexuales tanto por hombres como por mujeres, se suceden interminablemente (e insistentemente) en un filme que está dividido por una especie de capÃtulos con el nombre de las personas que conoce en ese peregrinar, mientras los alemanes invaden Polonia y tiempo después, los soviéticos llegan a la región.
Si mucho es lo que vive el pequeño en su propia piel (desde ser colgado del techo con un perro debajo esperando a que estire las piernas para morderlo; ser arrojado a un foso con excrementos; ser violado más de una vez; amarrado y conducido, como trofeo de guerra, a los nazis, quienes casi lo asesinan), que lo va curtiendo, trasformando en una especie de superviviente –como lo es, recordamos, el personaje de Jaime Graham, el niño que interpreta Christian Bale en El imperio del sol, de Steven Spielberg, 1987–, mucha es también la violencia que este observa a su alrededor, entre las escenas más crueles de El pájaro pintado: Udo Kier sacando los dos ojos con una cuchara a un joven que cree, mira a su esposa con alevosÃa, con la consiguiente paliza a ella y los gatos mordiendo los ojos en el suelo; las coléricas mujeres de una aldea asesinando salvajemente a una joven prostituta que inicia en el sexo a sus hijos; la escena de los judÃos escapando del tren que los conducÃa, seguramente, al campo de concentración, mientras los soldados los cazan como animales en la llanura y rematan en el suelo, incluso a una joven con un bebé entre los brazos; o la invasión de las tropas cosacas a una aldea y el asesinato explÃcito y bien gráfico a sus habitantes, sin distinciones de ningún tipo (que nos hacen pensar que estamos en la Edad Media, y no casi en la mitad del siglo XX). Y como esto, la violencia pulula en cada minuto (a veces nos es sugerida, como cuando los ratones devoran hasta matar al violador).
Lo que más molesta, aseguran muchos, es que no hay descanso (apenas fragmentos de comprensión y cariño, como sucede con el personaje del cura interpretado por el veterano Harvey Keitel, o con el soldado alemán en la piel de otro de las viejas lides, el sueco Stellan SkarsgÃ¥rd) en este viaje, esta especie de odisea donde lo peor del ser humano aflora contra el otro, el distinto, el que disiente (a veces por el simple hecho de serlo, como sucede con el niño judÃo, interpretado magistralmente por Petr Kotlár, como pocas veces se ha visto en filmes asÃ).
¿Se justifica tanto sadismo en pantalla, aunque esté basado en un libro? El cine siempre ha sido un reducto para la libertad creativa, y peores y más explÃcitos filmes abundan. A otros les molestan –pero no dejan de elogiarla– que tanta violencia sea mostrada a través de una hermosÃsima fotografÃa, como si en el horror no pudiera nacer la belleza. Por otra parte, tampoco hay música ni apenas palabras. De los 169 minutos de duración de la pelÃcula, solo nueve tienen diálogo y están pronunciados en intereslavo, una lengua que mezcla idiomas como el ruso, el polaco, el checo y el búlgaro. “El trabajo de un cineasta es contar la historia a través de la imagen y el sonidoâ€, comentó entonces el director.
La violencia se vive cada dÃa, estamos rodeados de ella, la padecemos, la presenciamos, y no hacemos nada, o muy poco, para evitarla, parece decirnos el checo Vaclav Marhoul en El pájaro pintado, que –entre respiros y diferenciándose de otros que han hecho del tema judÃo y de la Segunda Guerra Mundial, un material manido y además, aburrido por lo repetitivo–, nos habla también de eso que el francés André Malraux llamara “la condición humanaâ€.
El mensaje de MarÃa Magdalena
Lo mejor, para mÃ, de MarÃa Magdalena (Garth Davis, 2018) puede resumirse en tres puntos: la dirección de arte y vestuario; un guion que permite (y creo que ese es el objetivo de sus realizadores) entre elipsis y reescrituras, aportar otra visión, desacralizada, más allá de las canónicas, las conocidas por el Nuevo Testamento bÃblico, de MarÃa Magdalena; y las actuaciones, sobre todo, del camaleónico Joaquin Phoenix (Jesús) y una versátil Rooney Mara.
El filme se apoya, sabemos, en el Nuevo Testamento y sus escasas menciones a MarÃa: la predicación en Galilea, la crucifixión de Jesús, el entierro, la resurrección y el mensaje a Pedro y al resto de los apóstoles (en los evangelios de Lucas, Marcos, Mateo y Juan). Pero donde viene a cobrar cuerpo “otra versiónâ€, a sustentarse el guion del filme, es en los llamados evangelios apócrifos, donde MarÃa Magdalena aparece como discÃpula cercana de Jesús, tan cercana como el resto de los apóstoles (en textos gnósticos coptos como el evangelio de Tomás y el de Felipe). Incluso el propio Felipe la describe como compañera de Jesús. Mención aparte para el llamado Evangelio de MarÃa Magdalena, otro texto gnóstico del que se conservan apenas tres fragmentos en griego y en copto, y cuyas ideas (el diálogo entre MarÃa y los discÃpulos después de que Jesús se le aparece) utilizan al final de la pelÃcula.
Garth Davis (Lion) nos muestra a una MarÃa Magdalena que ha comprendido, como pocos, quizá la única realmente, el mensaje del MesÃas, sin esperar nada a cambio, solo seguirle. Abandona su Magdala natal –inusual para una mujer de la Judea de entonces y más aun dentro de los marcos del patriarcado y la religión– y sigue a Jesús en su peregrinar. La MarÃa poseÃda por demonios (Lucas) y negada al matrimonio, que marcha a predicar la palabra de salvación, es testigo de los milagros, pero también de las múltiples dudas. De la sanación y del desconcierto. De las resurrecciones y de las incertidumbres del hombre y el MesÃas.
Aquà Davis parece decirnos que es MarÃa la que importa, por eso omite ciertos pasajes importantes de la tradición bÃblica o solo los menciona, sin subrayarlos, apenas esbozados: la llegada a Jerusalén, los sucesos del Templo, la Última cena, la estancia en el jardÃn de GetsemanÃ, el juicio, la crucifixión… se nos muestran como los conocemos, pero al mismo tiempo diferentes, como apoyaturas, y no como hechos sobre los que el relato dramático se desarrolla, a diferencia de otros filmes del tema (La pasión de Cristo, 2004, de Mel Gibson, y La última tentación de Cristo, 1988, de Martin Scorsese, aunque esta última es una obra de ficción que no pretende describir de manera detallada la vida de Jesús y donde la historia de aleja de las escrituras bÃblicas, incluso en la relación con la propia MarÃa de Magdala).
Además de la independiente y casi feminista MarÃa de Rooney Mara, el personaje ha sido interpretado –desde la visión más tradicional– por otras reconocidas actrices en varios filmes: Medea de Novara, en MarÃa Magdalena: Pecadora de Magdala, del mexicano Miguel Contreras Torres, de 1946; Carmen Sevilla, en Rey de Reyes, de Nicholas Ray, de 1951; Anne Bancroft, en la miniserie de Franco Zeffirelli de 1977, Jesús de Nazareth; Charlotte Graham en El código Da Vinci, de Ron Howard, en 2006; o Melanie Chisholm y Nicole Scherzinger en las puestas de 2012 y 2014 de Jesucristo Superstar de Andrew Lloyd Webber (en el filme de Scorsese vemos a Barbara Hershey, y en el de Mel Gibson a Monica Bellucci).
La dirección de arte y vestuario, como apuntaba antes, nos trasladan a una Palestina rústica, elemental, básica en la concepción cotidiana, sin los oropeles de varios filmes históricos. Las aldeas, muchas en las rocas, las ropas, tejidas en básicas ruecas, las labores diarias, la pesca, por ejemplo, el peregrinar en las montañas, la llegada a Jerusalén, incluso la conocida y retratada Última cena, poseen una pátina de “suciedad†y verosimilitud agradecible, perdida en la occidentalización y oficialización de los evangelios y la Biblia toda (algo asà como la Medea que Pier Paolo Pasolini filmó en 1969 con Maria Callas al frente del elenco, o como imaginó José Saramago aquellos años en El Evangelio según Jesucristo, en 1991).
Cuestionada por la iglesia católica por siglos y asociada al pecado y la prostitución, la imagen de MarÃa Magdalena como meretriz arrepentida y penitente predomina en muchos católicos, aunque el Vaticano ya no la determine asà (es considerada santa por la Iglesia católica, la Iglesia Ortodoxa y la Comunión Anglicana, que celebran su festividad el 22 de julio). Presta a especulaciones, incluso relacionada con descendencia de Jesús, y teorÃas, de las que quizá se apoyó en momentos el filme, ella se nos presente en MarÃa Magdalena como la elegida, la portadora del mensaje, o –como piensan algunos– como el mensaje en sÃ.
Una noche en el Bates Motel
Frecuentemente parodiada, homenajeada y referenciada en la cultura popular y en el cine, Psicosis, el clásico de terror y suspense de Alfred Hitchcock, llega este 16 de junio al aniversario 60 de su estreno en las salas de cine estadounidenses. En igual fecha de 1960, la historia de la secretaria Marion Crane (Janet Leigh) huyendo en automóvil con los 40 mil dólares robados a su empresa, hasta llegar al motel regentado por Norman Bates (Anthony Perkins), hizo temblar en su asiento a miles de espectadores que, conmovidos –aún hoy atrapa–, salieron del cine con las imágenes de la icónica escena de la ducha grabadas en las retinas.
Pero el filme, con guion de Joseph Stefano a partir de la novela homónima de 1959 del escritor pulp Robert Bloch, inspirada a su vez por los crÃmenes de Ed Gein, asesino en serie de Wisconsin, es mucho más que la famosa escena de la ducha, una de las más conocidas del cine. Quizá uno de los motivos por los que Psicosis sigue siendo una de las pelÃculas más fascinantes de Hitchcock es por la “humildad†de su gestación. Con Paramount sin querer producirle la pelÃcula, el cineasta puso él mismo el dinero (a través de su productora Shamley Productions) y filmó con un equipo de televisión y en blanco y negro (cuando ya era poco usual hacerlo) en los estudios Universal. Janet Leigh y Anthony Perkins cobraron notablemente por debajo de sus estándares. Era una pelÃcula urgente y rápida, low cost, sin muchas florituras, y que, gracias a las peculiares ideas de puesta en escena, iluminación, narración y montaje, terminó por convirtiéndose en uno de los tÃtulos más influyentes del cine.
“No es un mensaje lo que ha intrigado al público. No es una gran interpretación lo que ha conmovido al público. No es una novela de prestigio lo que ha cautivado al público. Lo que ha emocionado al público es el cine puroâ€, respondió Hitchcock, convencido de su éxito, a François Truffaut, en la famosa entrevista recogida por el francés en Le Cinéma selon Alfred Hitchcock (1967). Incluso dijo más de una vez que las motivaciones de los personajes, sus actos en sÃ, no le importaban lo más mÃnimo, que eso era cosa del guionista. A él, al maestro del suspense, lo que le importaba era conseguir “algo†a través de la técnica, y en Psicosis lo logró con éxito, demostrando, una vez más, la absoluta importancia de una puesta en escena, desde el inicio, con los créditos de Saul Bass, hasta la banda sonora de Bernard Herrmann.
La aparición de un policÃa de carretera, el cambio de auto urgentemente, la rapidez por la llegada, son secuencias que el director inglés maneja con un impecable punto de vista, el de Marion, mientras pensamos en cómo la atraparán con el dinero. Antes de hacer una parada en el motel más famoso de la historia del cine –inspirado en el cuadro de Edward Hopper, “House by the railroadâ€, y que hoy constituye una de las principales atracciones de Estudios Universal–, Hitchcock introduce un elemento, hoy algo manido, pero que aquà funciona magnÃficamente: la lluvia. Utilizada normalmente como apoyatura dramática, aquà semeja una puerta, un tránsito, de la misma manera que muchos psicoanalistas han visto una especie de “purificación†y expiación de pecados y culpas, el robo del dinero, en el agua cayendo en la escena de la ducha, después de la cual la historia da un giro de 180 grados y se centra en Bates. Un cambio en el punto de vista, y con ello un espectador estupefacto que ahora empatiza con Bates hasta cierto punto. Tras el asesinato y la meticulosa limpieza del baño –que responde al maniático orden en la vida real del director–, él esconde todo en el coche de Marion y lo hunde en un pantano. Hitchcock entierra delante de nuestros ojos el MacGuffin de los 40 mil dólares –expresión acuñada por el propio Hitchcock que denota a un elemento de suspenso que hace que los personajes avancen en la historia, pero que no tiene mayor relevancia en la trama en sÖ, que, hasta ese instante, era el motor de la historia.
Mucho se ha escrito de la mÃtica escena: Hitchcock tardó dÃas en rodarla; toma tras toma, repetición tras repetición, y plano a plano, viene siendo el centro de la pelÃcula, pero también el punto álgido; las caras, las sombras, la sangre, la cortina, el agua cayendo, Jane Leigh en el suelo… Acostumbrados a una forma de hacer cine más previsible, donde los pretextos iniciales se mantienen hasta el final, la escena central rompió todos los esquemas del momento. Ella roba el dinero y escapa en su auto; durante la primera mitad de la pelÃcula, hasta que llega al motel, incluso ya allÃ, los espectadores se preguntan qué pasará, cómo terminará, la atraparán… Pero no, Jane Leith es la vÃctima de la famosa escena de la ducha, que marcó no solo en la filmografÃa de su autor, sino toda la historia del cine. Apenas un par de minutos y todo cambia. El viaje y el robo resultan puntos de partida en el argumento verdadero, e introducen, precisamente, un estado de sorpresa permanente y sombrÃa (en esto influye la música de Bernard Hermann, en donde violines, violas y violonchelos confluyen en un movimiento crudo, dramático y misterioso). Esa secuencia, dirÃa, serÃa su mayor “juego†con el espectador: ir despistándolo a base de cambios de rumbo en el argumento, demostrando asà un sentido del humor fuera de lo común –por cierto, en un principio Psicosis fue pensada como una comedia–, al dar la vuelta a lo que hasta entonces él consideraba como suspense. De hecho, el primer tercio del filme está construido bajo esa premisa, algo que sà sabe el espectador, pero que desconoce el personaje.
Por otra parte, Hitchcock construye, con una profundidad pocas veces vista antes, un Norman Bates realmente complejo (personaje del que a Perkins le serÃa casi imposible separarse a partir del estreno del filme). Detrás de una timidez realmente conmovedora, y hasta desesperante, se esconde una mente bastante perturbada, en la que desfilan diferentes cuestiones como el deseo incestuoso, los celos en una enfermiza relación maternal, la sustitución de la presencia y el afecto entre Norman y su madre, la necesidad de liberar el instinto violento y homicida, el miedo a la libertad versus el confort del cuidado maternal…
Nominada a varios premios Oscar, aunque no obtendrÃa ninguno (Janet Leigh sà ganó un Globo de Oro a la mejor actriz de reparto), “lo que vuelve a Psicosis inmortal, cuando tantas pelÃculas han sido mitad olvidadas mientras dejamos la sala de cine, es que se conecta directamente con nuestros miedosâ€, escribió el crÃtico Roger Ebert del Chicago Sun-Times. A esos miedos, que hoy no son “los mismosâ€, pero que nos remiten siempre a la génesis, nos invita uno de los grandes clásicos de la historia del cine, piedra angular del suspense y el thriller psicológico, y además, la obra más emblemática y popular del gran Hitchcock.
Con ojos de cinéfilo #6
Los textos que a continuación aparecen –fragmentarios, arbóreos, convergentes– no pretenden, quizás salvo excepciones futuras, acercarse a un filme en todos o la mayorÃa de sus elementos, cuestionarlo ensayÃsticamente, criticarlo; parten más bien de cuestiones especÃficas, escenas, momentos a “atraparâ€, guiños desde la posmodernidad y desde la mirada del homo ludens. Más que otra cosa, estos textos son las recomendaciones de un cinéfilo empedernido, que cuando le preguntaron si preferÃa el cine o la sardina, eligió sin dudas al primero.
¿Quieres ser John Malkovich?
John Malkovich siempre me ha parecido un actor descaradamente genial. Irresistiblemente brillante. A veces se viste de cÃnico pervertido, otras semeja un seductor desvergonzado y glamoroso, como el papel que interpreta en la serie The new pope, de Paolo Sorrentino, de 2020. Basta su amplia filmografÃa, con tÃtulos como El imperio del sol (Steven Spielberg, 1987), Las amistades peligrosas (Stephen Frears, 1988), En la lÃnea de fuego (Wolfgang Petersen, 1993), Changeling (Clint Eastwood, 2008) y Burn After Reading (Hermanos Coen, 2008) para constatarlo. O las fotos que le realizó Sandro Miller, donde, sin moralinas, un camaleónico John Malkovich imita icónicas imágenes de Marilyn Monroe, Salvador DalÃ, Albert Einstein, Meryl Streep, Alfred Hitchcock, John Lennon, Ernest Hemingway y Andy Warhol.
Cualquiera quisiera ser, entonces, como John Malkovich. O mejor, ser el propio Malkovich. Ese básicamente es el original argumento que maneja Being John Malkovich (Cómo ser John Malkovich en España y ¿Quieres ser John Malkovich? en Hispanoamérica), filme independiente realizado en 1999 por el director Spike Jonze (El ladrón de orquÃdeas, 2002; Her, 2013) y que resultó el debut del oscarizado Charlie Kaufman como guionista (Eternal Sunshine of the Spotless Mind, Synecdoche, New York y El ladrón de orquÃdeas, entre otras).
Aquà un extraño túnel, ubicado en el piso 7 y medio de un edificio de oficinas, y encontrado por Craig Schwartz (John Cusack), un marionetista callejero talentoso pero sin mucho éxito, tÃmido e introvertido, transporta, de forma literal, a la mente del famoso actor estadounidense. Ves, haces, sientes como Malkovich. Pero esto, la magia, dura solo unos minutos. Caes en las afueras de la ciudad y quieres, desesperadamente, volver a ser Malkovich. Alquilan el túnel, hasta que todo se va, descabelladamente, de las manos de Craig. Aparte de ambos John, integran el elenco Cameron DÃaz y Catherine Keener. Hacen cameos: el propio Spike Jonze, Sean Penn, David Fincher, Brad Pitt, Winona Ryder, Andy Dick…
Being John Malkovich habla de la posesión y de los sueños, del yo y la individualidad, de anhelos y frustraciones, y es, al mismo tiempo, en todo su disparatado, psicodélico y famoso argumento, un hermoso homenaje al arte del tÃtere, al mágico movimiento de los hilos.
Audiovisuales para no perderse (y ver, incluso, más de una vez)
Elephant (2003) de Gus Van Sant (Filmada con actores no profesionales, ganó la Palma de Oro en Cannes. Dos chicos llegan, con rifles de asaltos, al Instituto de Columbine. La violencia es tan difÃcil de ignorar como un elefante en una habitación).
Tres Colores: Azul (1993) de Krzysztof Kieślowski (Juliette Binoche de la mano de Kieślowski).
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Pasolini (2014) de Abel Ferrara (¿Cómo fueron los últimos dÃas de un genio llamado Pasolini?).
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Une minute pour une image (1983) de Agnès Varda (Un minuto por cada imagen del álbum de fotografÃas de Agnès Varda/Una imagen para cada minuto de esta obra de arte).
Retrato de una mujer en llamas (2019) de Céline Sciamma (Erotismo, pasión prohibida).
Frida, naturaleza viva (1983) de Paul Leduc (Frida/Ofelia Medina de la mano lÃrica de Leduc).
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José MartÃ, el ojo del canario (2010) de Fernando Pérez (El ojo es tan negro que ilumina).
Days of Heaven (1978) de Terrence Malick (Uno de los filmes con dirección de fotografÃa más hermosa, a cargo de Néstor Almendros, en la sugerente obra de Malick).
Los viejos heraldos (2019) de Luis Alejandro Yero (Los frutos de la soledad y la espera).
The Lighthouse (2019) de Robert Eggers (Como dirÃa Borges de Nathaniel Hawthorne: “El tenue mundo crepuscular, o lunar, de las imaginaciones fantásticasâ€).
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La belleza (doblemente peligrosa) de El Ãngel
Pasolini lo advirtió: la belleza siempre encontrará redención. En contraste con el rostro deforme de la maldad, ella porta cierta inocencia prÃstina, angelical, que mueve fichas a su favor. Por tanto, los torturadores de Saló o los 120 dÃas de Sodoma (1975) no poseen perdón divino. Los hermosos jóvenes secuestrados –mutilados, vejados– tienen las puertas abiertas al cielo.
Pero qué pasa cuando el asesino de la historia es tan hermoso como psicópata y sádico. Si su belleza y juventud acompañan los crÃmenes, al punto de lograr una amplia empatÃa popular.
El director argentino Luis Ortega (Caja negra, Monoblock, Los santos sucios, Dromómanos, Lulú y las series El marginal e Historia de un clan) llevó a la pantalla la vida de uno de los asesinos en serie más conocidos de su paÃs: Carlos Eduardo Robledo Puch, alias El Ãngel. Más que un tradicional biopic, Ortega ficcionaliza parte de la vida de Robledo Puch, hoy aun en prisión por haber protagonizado 11 asesinatos y 42 robos, en apenas un par de años.
Pero qué hace de El Ãngel un criminal diferente a otros tantos asesinos seriales. Algo tan sencillo como que tenÃa apenas 17 años, un rostro y un cuerpo querúbico (cabello rizado, semblante juvenil, etéreo) y la apacibilidad y hasta cierta “ingenuidad†con que cometÃa el hecho. Robledo Puch poseÃa un aire infantil, ambiguo, que podÃa desconcertar de igual manera a mujeres y hombres. De hecho, cuando fue detenido, se le comparaba con Marilyn Monroe.
En el Buenos Aires de 1971, un joven de ojos celestes camina por una tranquila zona residencial. De golpe, salta el cerco de una de las casas y, luego de constatar que está vacÃa, irrumpe en el lugar con total desparpajo: se toma un whisky, pone música y baila la canción El extraño del pelo largo, del grupo La joven guardia, lo que deja bien claras las intenciones de la pelÃcula: la inspiración está en la realidad, pero la interpretación es plausiblemente libre.
“Yo soy ladrón de nacimiento. No creo en que esto es tuyo y esto es mÃoâ€, nos dice Carlitos como si nada. Asà inicia el filme, protagonizado por un magistral y debutante Lorenzo Ferro, totalmente principiante, es cierto, pero al mismo tiempo cÃnico, despampanante, luciendo amplias capacidades histriónicas, como si Luis Ortega lo hubiese moldeado, cual arcilla, pensando en Robledo Puch. Aquà Ferro es tan parecido fÃsicamente a su contrapartida auténtica, que podemos acabar confundiéndolos de no ser porque las fotos en blanco y negro de las páginas de los diarios de sucesos de la época, se distinguen de los fotogramas del filme.
Si algo aleja El Ãngel del clásico biopic sobre un personaje de la crónica negra y criminal es que Luis Ortega no enjuicia a Carlos Robledo Puch: se conforma con mostrarlo –es cierto, con una realismo lacerante y hasta cierta abstracción– y en esa contención objetiva, sin prejuicios ni moralina, muestra también la sociedad argentina de entonces, a inicios de los 70. Logra asà una pelÃcula fascinante, seductora, no solo por el personaje en que se inspira, narrada con elegancia pop y donde el director de fotografÃa Julián ApezteguÃa demuestra cierta estilización visual, setentera pero elegante, con cierta influencia de Tarantino y Scorsese, y en la que, cuando más, sobra algún que otro plano como forzado de un filme de Hitchcock. Incluso notamos cierta visita a los predios de Pedro Almodóvar, coproductor de la cinta junto a su hermano AgustÃn, por El Deseo: desde una paleta de colores rozando el pop al sentido de la toma, dándole vida a una crónica negra vigorosamente narrada que se sitúa en las antÃpodas de la crÃtica social y esquiva, además, toda posible explicación efectista.
Ortega logra alejarse de la denuncia horrorizada al hecho, entiéndase los asesinatos del joven angelical, del psicologismo tranquilizador, de la demonización y del ensayo sobre la culpa, en esta crónica tan negra como delirante, donde abunda la estética colorista y despampanante y éxitos del rock argentino de los setenta y de la música del momento, como si esta fuera un personaje más en el filme: además del tema inicial de La joven guardia, que volvemos a escuchar al final, como cerrando un ciclo, Billy Bond, Pappo, Manal, Leonardo Favio, Johnny Tedesco, el “No tengo edad†de Gigliola Cinquetti y hasta Palito Ortega.
El reciente cine argentino (uno de los más sólidos y variados genéricamente de la región) y los hermanos Ortega en particular (Luis, director y coguionista; Sebastián, productor) parecen haberse fascinado por célebres delincuentes: la familia Puccio en El clan, de Pablo Trapero; la miniserie Historia de un clan, del propio Ortega; ahora la historia de un adolescente que conmovió a la sociedad argentina de entonces y hoy, 47 años más tarde, es el preso más antiguo de la historia penal argentina. Pero si en los Puccio el eje de todo era la familia, en El Ãngel tienen poco peso: no hay un plan cerebral, robos orquestados, golpes minuciosamente planeados. No, el Ãngel no sabe de eso, lo suyo es algo más cercano al libre albedrÃo, a la impunidad, a la diversión desmedida, a una cuestión impulsiva y que roza con un lúdico cinismo… Para Carlitos, al menos al principio del filme, todo forma parte de un juego, algo que nació con él, pero del que, cree, no tiene demasiada responsabilidad: la mayorÃa de las veces roba un auto, da unas vueltas en él y lo abandona, o regala lo robado a alguien…
No hay demasiadas actuaciones memorables en El Ãngel, aparte, claro, de Lorenzo Ferro y un interesante y hábil Chino DarÃn, como Ramón, compañero de colegio, socio de fechorÃas y eje de una latente relación homoerótica que va in crescendo hasta casi el desenlace del filme. Por un lado, los padres de un inofensivo Carlitos: la veterana Cecilia Roth –quién iba a pensar que llegarÃa el momento de decir que la Roth es una veterana del cine hispanoamericano– y el chileno Luis Gnecco, a quien vimos recientemente en Neruda, de Pablo LarraÃn. Y por la otra, los progenitores de Ramón, un poco más convincentes, con Daniel Fanego y Mercedes Morán. Aun asà los registros son medios, sin demasiadas intenciones.
Ortega está seducido por su joven protagonista y logra, de esta manera, que el espectador se identifique con este ángel –como mismo sucedió en su momento– y llene las salas de cine. Más de un millón de argentinos la han visto, subraya uno de los posters promocionales del filme. Es un desafÃo y un riesgo del que sale airoso, construyendo posibilidades para un antihéroe separado de la realidad y dando rienda suelta a instintos primitivos, rebeldes y espontáneos. Se sabe –al principio del filme nos lo dice su voz en off– algo asà como un enviado de Dios, un mensajero divino, como asegura el origen etimológico de la palabra ángel; su nombre, Carlos, significa precisamente “hombre libreâ€, como le dice un personaje, una especie de amante de Ramón, que inclina a este a desarrollar sus motivaciones artÃsticas.
A diferencia de su coterránea Plata quemada, dirigida por Marcelo Piñeyro en el 2000, donde sà encontramos una palpable relación sentimental homosexual entre sus protagonistas, los mellizos, dos jóvenes bandidos que han robado varios millones y huyen de la policÃa, en El Ãngel hay mucho de cachondeo, de seducción ambigua, de deseo sin consumarse todavÃa. Y eso parte de la imprecisión y la androginia del propio personaje de Carlitos.
Carlitos se sabe lindo, es consciente de ello, por eso su seducción es natural, orgánica, y al mismo tiempo cÃnica. Se siente “un rey de pelo largo†capaz de tragarse al mundo, como la canción de La joven guardia, con una personalidad, además, idónea para convencer a cualquiera. Hasta el propio oficial policÃa, en el momento del interrogatorio, sede a las demandas de este “chaval con cara de mujerâ€, como lo anunciaron los periódicos de la época, que asesina a sangre frÃa y no se arrepiente, salvo, quizá, al final, cuando le vemos unas lágrimas. A propósito de la empatÃa popular con este ángel armado, capaz de matar y robar por placer, la propia Cecilia Roth ha recordado que en sus años de estudiante, ella y sus amigas llevaban en sus carpetas fotos de Carlitos, como si fuera una estrella del pop del momento.
Hay varias escenas deliciosas en la pelÃcula, instantes que refuerzan esa suerte de ambigüedad sexual del personaje del Ãngel, esa ambivalencia que porta un deseo erótico a flor de piel. (A propósito, en los debates teológicos de la Edad Media se discutÃa, entre otras cosas, el verdadero sexo de los ángeles). Cuando Ramón y Carlitos asaltan una joyerÃa, este último se prueba, parsimoniosamente, un par de aretes de broche y se descubre, frente al espejo, hermoso y altamente andrógino, bastante femenino. Ambos se quedan mirando fijamente…
–Pareces Marilyn Monroe, le dice Ramón.
–Parezco a mi mamá cuando era joven, responde Carlitos.
–Te quedan lindos.
–Gracias.
La tensión y la atracción se cortan a rebanadas en el aire.
Poco después, ya en una habitación de alquiler, Ramón sale del baño envuelto en una toalla y se tira de espaldas a la cama, fumándose un cigarrillo. Carlitos lo mira detenidamente, tiene un anillo en la boca… Se inclina, le quita el cigarro de la mano, se lo lleva a los labios y le desabrocha la toalla. Deja a Ramón desnudo, expuesto, pero en una especie de éxtasis, sin inmutarse. Entonces empieza a colocarle las joyas robadas sobre el sexo, cual ofrenda. Y cuando ya todas las joyas están allÃ, deja escapar una bocanada de humo confirmatorio. Todo se queda en los lindes del desbocamiento, pues Luis Ortega –más que demostrarnos si ambos realmente son pareja– prefiere sugerir, abrir los lÃmites de las posibilidades al máximo. Los vemos, más adelante, coquetear, acariciarse con la mirada, abrazarse, moviéndose al compás de la música, como despidiéndose, pero nada más… ¿Realmente necesitamos algo más para comprobar el grado de tensión sexual que sobrevuela estas escenas?
Otros momentos del filme reflejan la sutilÃsima aproximación a la dúctil sexualidad de Carlos Robledo, que golpea al espectador desde brillantes lÃneas de diálogo, como la réplica que le da a la madre de Ramón, “a mà me gusta tu maridoâ€, cuando esta intenta seducirle. O la peculiarÃsima mezcla de homoerotismo y desencanto que experimenta Carlitos al comprobar que Ramón tiene ambiciones artÃsticas que amortiguan por completo su lado salvaje, oscuro y sin domesticar, esa parte que es la que Carlitos necesita cerca, acercándolo más bien a una especie de pastiche (altamente pop) de los cantantes de moda de esa década; la escena del programa de televisión es de un regocijo plástico y lúdico casi delirante.
Carlitos sabe que la fama de Ramón puede alejarlo de él y por eso prefiere perderlo, provocando el accidente que acaba con la muerte del compañero. Solo asà –y mira qué particularÃsima es su psicologÃa– puede poseerlo del todo, hacerlo suyo sin miedo, para siempre. Ramón va dormido; él maneja el auto. Al primero le han propuesto irse a Europa, probar suerte allá. Carlitos le acaricia los labios, sabe que nunca más lo hará, e impacta otro auto.
El Ãngel consigue, sin ser discursiva ni explÃcita en su mensaje, que simpaticemos de algún modo, silencioso y hasta lúdico, con ese querubÃn, cual AntÃnoo, que es Carlos Robledo Puch. Y al mismo tiempo, nos confirma que la belleza angelical puede ser doblemente peligrosa.
Con ojos de cinéfilo #5
El abrazo creador de la muerte y la dama
Egon Schiele siempre me ha parecido –a pesar de las influencias iniciales del simbolista Gustav Klimt, que marcó su primera época vienesa– uno de los artistas más originales del siglo XX. Autor de una abundante obra, entre lienzos y dibujos, la vida de este expresionista austriaco estuvo rodeada por un aura de misticismo: entre escándalos por el contenido erótico de sus obras (pornográfico, dijeron los sensores que quemaron un dibujo frente a sus ojos, luego de quedar absuelto de los cargos de violación en un juicio, pero no de los de “representación pornográfica leve†y “atentado contra el pudorâ€), por las relaciones que mantenÃa con las modelos, y por su prematura muerte, de fiebre española, con 28 años, en 1918.
Cuando en los últimos años se han sucedido varios biopic –unos mejores que otros– sobre importantes artistas visuales (Paul Gauguin, Vincent Van Gogh, Paul Cezanne, Alberto Giacometti), la mayor parte centrados en sus vidas, siempre tumultuosas, y en menor medida, en sus personalidades creadoras, Dieter Berner, un director conocido fundamentalmente por su trabajo como realizador televisivo, logra conjugar ambas facetas en Egon Schiele. La muerte y la dama (Austria, Luxemburgo, 2016): el filme resulta un retrato Ãntimo y también un reflejo de la identidad artÃstica del protagonista: las luces y sombras del joven creador, en especial su egoÃsmo y egolatrÃa, su espÃritu maldito y provocador, pero también el hedonismo y erotismo, ejemplo de su explosión juvenil de libertad.
Más que un biopic sobre Egon, el filme recorre sus años más creativos, que lo llevarÃan a consolidar un estilo único, en lo que resulta, al mismo tiempo, los estertores del Imperio Austrohúngaro, previos a la Primera Guerra Mundial, cuando ya Viena agotaba sus posibilidades de capital cultural de Europa (los años de Rilke, de Freud). Entonces Schiele pintaba frenéticamente cuerpos desnudos en las posiciones más perturbadoras y eróticas. Dibujos, lienzos, en la soledad de su estudio, o en las afueras de la capital austriaca. Era como si Egon supiera que no tendrÃa todo el tiempo que necesitaba para seguir “capturando†aquellos cuerpos solitarios, angustiosos, en conflicto entre la vida y la muerte, bañados de incertidumbre, pero también lascivos, contorsionados, mordaces, sensuales.
En tiempos de bohemia y rupturas, Schiele (por el casi desconocido hasta ese momento Noah Saavedra) dibuja una amplia lista de modelos, entre ellas su hermana y primera musa Gerti (Maresi Riegner), Moa Mandu, una exótica joven tahitiana, y su amante Wally Neuzil (Valerie Pachaner, que mereció el premio a la mejor actriz en los Austrian Film Awards y resulta de lo mejor de esta pelÃcula), una joven de 17 años inmortalizada en su famoso cuadro “La muerte y la doncellaâ€. Precisamente esta obra ancla el tÃtulo del filme, sobre todo a la relación entre ambos: Wally es la doncella que abraza a Egon, la muerte, que tantos cuerpos ha reflejado en sus obras (ella fallecerÃa como voluntaria de la Cruz Roja, de fiebre escarlatina, poco antes que él). Si en Klimt la sensualidad estaba bañada por una romántica pátina de oro, en Schiele el cuerpo (el sexo) revela su inquietante cercanÃa con Tánatos.
Narrada en más de un tiempo, tradicional desde el punto de vista cinematográfico y con una dirección artÃstica conveniente, lástima que Egon Schiele. La muerte y la dama sea un filme convencional sobre este iconoclasta autor, pues se centra en una sucesión de datos biográficos dramatizados –reforzando incluso aquellos relacionados con lo controversial de su obra, con la pederastia, con las mujeres inspiradoras en su vida, que ha provocado censuras incluso en nuestros dÃas, en que nuevos puritanismos ortodoxos se exacerban, y dejando a un lado, o pisando en puntas de pie, su arte– de un pintor que merecÃa un filme con más fuerza, como sus propias obras. “Como artista defiendo la libertad del arte†dijo en aquel juicio, y precisamente eso, su arte sin moralinas, sigue siendo hoy dÃa su principal legado.
Nota:
He visto Egon Schiele. La muerte y la dama luego de leer Los cuadernos de don Rigoberto, de Mario Vargas Llosa (Alfaguara, 1997). Allà Fonchito, hijo de don Rigoberto y uno de los personajes principales, está obsesionado con la vida y obra de Schiele, hasta el punto que las eróticas imágenes, además de articular varios relatos, aparecen como viñetas separadoras entre capÃtulos. HabrÃa que preguntarle al Nobel peruano si vio este filme y, además, qué le pareció la pelÃcula de Dieter Berner.
Audiovisuales para no perderse (y ver, incluso, más de una vez):
RashÅmon (1950), de Akira Kurosawa. (Una de las piezas maestras del clásico nipón, con ToshirÅ Mifune como protagonista, que explora la obra de RyÅ«nosuke Akutagawa).
Los olvidados (1950), de Luis Buñuel (Parte del cine mexicano de Buñuel, premio a la mejor dirección en Cannes, que este año cumple su 70 cumpleaños, igual que RashÅmon).
Los sobrevivientes (1978), de Tomás Gutiérrez Alea (Involución histórica y desintegración moral en tiempos de “cuarentena obligatoriaâ€, entre lo mejor de Titón).
In the mood for love (2000), de Wong Kar-wai (Con Maggie Cheung y Tony Leung Chiu Wai, erotismo y contención a flor de piel, la magnificencia de los años pasa como las flores).
Tesis (1996), de Alejandro Amenábar (El primer filme del director y uno de sus mejores).
Ociel del Toa (1965), de Nicolás Guillén Landrián (ineludible en el universo Guillén Landrián).
Brouwer, el origen de la sombra (2019), de Khaterine T. Gavilán y Lisandra López Fabé (El artista en los entresijos de su cotidianidad, entre las luces y la sombra del mito).
El Club (2015), de Pablo LarraÃn (De lo mejor del chileno director de filmes como No, Jackie y Ema).
Possession (1981), de Andrzej Zulawski (El terror único del gran Zulawski, la bestia antropomórfica, como un pulpo pensado por Lovecraft, penetrando de manera indescriptible a una Isabelle Adjani que, en cada fotograma, no puede ser ya más bella).
El abrazo de la serpiente (2015), de Ciro Guerra (Sin coloraturas, la profundidad americana, la fuerza ancestral de lo misterioso, de lo escondido; de lo mejor del director).
Paul Gauguin: viaje a la infancia de la humanidad
En Van Gogh: En la puerta de la eternidad (Julian Schnabel, 2018) Oscar Isaac interpretó a un Paul Gauguin trascendental en la vida del pintor de “Autorretrato con oreja vendadaâ€. Pese a su poca presencia en el desarrollo de la pelÃcula, el actor guatemalteco mostró pasión y fuerza a su esbozo del postimpresionista y la profunda impronta dejada en su colega holandés. Ese mismo éxtasis desmedido por el arte, por tomar el pincel y capturar la realidad que hierve en el artista, lo encontramos en Gauguin: Viaje a Tahità (2017) de Édouard Deluc.
Gauguin, hastiado del ParÃs de fin del siglo XIX, el ParÃs de la Belle Epoque, les cuenta a sus amigos el deseo de abandonar la ciudad y embarcarse con destino a la Polinesia Francesa. Los invita a acompañarlos. AllÃ, cree, encontrarán inspiración y nueva fuerza creativa. Y podrán pintar, les dice. Quiere encontrar su pintura, libre, salvaje, lejos de los códigos morales, polÃticos y estéticos de la Europa “civilizadaâ€. Sus amigos lo despiden con una fiesta. Todos tienen palabras de admiración hacia él y hacia la grandeza de su compromiso con el arte, pero la mirada cansada del artista –en medio del convite– deja patente lo abandonado y traicionado que se siente Gauguin. A la hora de la verdad todo ha sido disculpas vagas y nadie ha querido unirse a él en la aventura; un estado de ánimo que expresa a la perfección Vincent Cassel (El cuento de los cuentos, Una semana en Córcega, El odio, El cisne negro), protagonista absoluto de la cinta, en la piel del pintor. Completan el reparto: Marc Barbé (La religiosa, La vida en rosa), Samuel Jouy (Zone Blanche), Malik Zidi (Gotas de agua sobre piedras calientes), Paul Jeanson (Cherif), Pernille Bergendorff (Bedrag, Viking Blood) y la debutante Tuheï Adams en el papel de Tehura, la joven polinesia que Gauguin conoce y se enamorará perdidamente –sobre esto gira buena parte del guion–, y que inspirará un buen número de sus obras maestras de esa etapa en las islas del PacÃfico. Â
Será entonces cuando se produzca su verdadera búsqueda de la libertad y la creación. AllÃ, en la Polinesia, Gauguin intenta recuperar la pasión por la pureza del arte, instalado en Mataiera, un selvático poblado lejos de Papeete, la capital, donde sobrevive con lo básico, en la más absoluta austeridad, pasando hambre y sufriendo constantes problemas de salud.
No pretende Édouard Deluc (Boda en Mendoza, ¿Dónde está Kim Basinger?) un biopic canónico, al estilo de otros, sino que se centra en el primer viaje de Gauguin a TahitÃ, entre 1891 y 1893: su soledad, sus penurias económicas, su cada vez más quebrantada salud, su afán febril por pintar, la incomprensión de quienes le rodean y de quienes dejó atrás, su familia: su esposa danesa Mette-Sophie Gad y sus cinco hijos. Vincent Cassel convence en el papel de pintor obsesionado por encontrar la inspiración; sin embargo, su interpretación está muy arropada por el conjunto de secundarios y, sobre todo, por el paisaje, la música y las espectaculares panorámicas tropicales. Por ejemplo, los pocos minutos que tiene en escena Pernille Bergendorff consiguen mostrarnos el contraste entre su personaje, maduro, responsable y dominado por los convencionalismos, frente al espÃritu artÃstico y libre de su esposo.
La cámara se centra en los hermosos paisajes exóticos y los habitantes de las islas, que inspiraron algunas de las obras más inmortales del pintor posimpresionista y que están maravillosamente fotografiados, con el apoyo de una banda sonora sugerente. A propósito, la cinta comienza con una atmósfera agobiante que consigue trasladarnos la sensación de desesperación que siente el protagonista: un ParÃs ruidoso y cosmopolita contrasta con la miseria del hogar de Gauguin y la sobriedad de Mette-Sophie, su mujer. Unos planos que juegan de forma inteligente con la luz dejan en la retina del espectador el sabor del blanco y negro.
De esta forma, el director consigue un mayor contraste de imagen y ambiente cuando nos transporta a la Polinesia: no solo el mar, el verde de la selva o el color de sus gentes, sino la luminosidad. Incluso en las escenas nocturnas que se desarrollan también a la luz de un candil, se percibe un brillo diferente; una metáfora del cambio emocional que sufre Paul Gauguin.
Con un ritmo de acción pausado que refleja la tranquilidad, naturalidad y esencia de la vida en una Polinesia virgen, y escenas con grandes silencios que marcan el conflicto del personaje con su entorno, Édouard Deluc consigue desvelarnos la profunda soledad que acompañó a Gauguin: “Tú no sabes lo doloroso que es ser un artistaâ€, llega a decir en el filme.
Cuidada y prolija, con una fotografÃa que destaca la belleza y la luz de TahitÃ, la pelÃcula se basa más que en la relación con Tehura –para nada del todo idÃlica, como podrÃamos pensar al comienzo de la misma– que en las motivaciones creativas de Gauguin, en un perÃodo que realizó muchas de sus obras más conocidas y cotizadas. Este ha sido uno de los puntos que más se le ha cuestionado al filme, además de cierto blanqueamiento de la historia: centrarse más bien en la relación con la joven, quien realmente era una niña de 13 años –en el filme tiene 17– y no en las motivaciones artÃsticas de ese momento. Gauguin aparece retratado como un hombre impulsivo, que se deja llevar por sus propios deseos a pesar de la posición de su familia polÃtica (como metáfora del sistema) y nada valorado en los tiempos que corrÃan, pero no se dejó derribar por eso y siguió pintando según sus ideas. La pelÃcula muestra cómo esa relación le inspiró sumamente en esa etapa de su vida, pero también cómo se fue autodestruyendo y recuperando hasta que fue repatriado a su Francia natal.
Gauguin: Viaje a Tahità –donde valen tanto el clima y atmósfera como los diálogos– parte de un episodio real como premisa y trasfondo para una atractiva y decorada historia, que refleja, además, la relación del artista con el momento histórico que vive y el afán de crear a pesar de todo. “Esto es lo peor de la miseria: no poder trabajarâ€, dice. Qué lo impulsa a la creación, cuánto influyó el lugar, realmente el encuentro con islas casi vÃrgenes logró darle la libertad que tanto añoraba en ParÃs, son algunas de los interrogantes que plantea el filme, basado en el diario de viaje del propio Gauguin, Noa Noa (fragancia en tahitiano), que no interpela nunca al espectador. “Cuando quieres hacerlo diferente tienes que volver a los orÃgenes. La infancia de la humanidad. La Eva que yo escogà es un animalâ€, le dice Gauguin a Malik Zidi, quien interpreta al médico y único amigo del artista en estas islas del PacÃfico.
A esta infancia de la humanidad –lasciva, sensual, luminosa– regresó Paul Gauguin nuevamente y allà morirÃa en 1903, en Atuona, Islas Turquesa, olvidado, cansado de luchar, sin imaginarse que su obra es hoy una de las cumbres del arte occidental del siglo XIX y de todos los tiempos, y preguntándose, además: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? Como nos asegura Gauguin: Viaje a TahitÃ, el artista jamás volvió a encontrarse con Tehura, la musa que le inspiró cuadros como “El espÃritu de los muertos velaâ€.